EL SENTIDO PERONISTA DE LA HISTORIA
Por vicente DIONISIO Sierra
Si el «peronismo» no fuera otra cosa que el éxito electoral de un movimiento político que, en el juego normal de los partidos, hubiera alcanzada la conquista del gobierno, el título de esta conferencia carecería de sentido y hasta podría ser considerado como una irreverencia historiográfica. Felizmente, tenemos dadas pruebas, sino de capacidad, de respeto por la historiografía, para hacerla servir a menguados intereses partidarios; y, por otra parte, es harto notorio que el «peronismo» rebalsa las posibilidades de las simples anécdotas electoralistas, de forma y manera que ir a buscar su razón de ser lejos de los argumentos comunes, en el campo mismo de la historia, equivale a adoptar una posición inobjetablemente científica. La historia no es un saco material de hechos; tampoco es un deshecho sin relación alguna con los fundamentos de la existencia. El trascendentalismo de los hechos históricos se nos muestra cuando se tiene en cuenta que el conocimiento histórico no es posible fuera de la tradición histórica: afirmación apriorística que, como ha dicho Berdiaeff, constituye «algo categóricamente absoluto en el conocimiento histórico». Esta acción de los elementos tradicionales, tan efectiva en el hombre -que es el único ser tradicionalista- basta para iniciar la duda ante todas las interpretaciones racionalistas del proceso histórico, porque actúan sobre los hechos tomados en abstracto; y lo histórico se caracteriza por ser esencialmente concreto. El fenómeno «peronista», interpretado por el materialismo histórico, nos dará un hecho político de masas determinado por circunstancias materiales, pero es lo cierto que el «peronismo» es algo más que un hecho político. Considerarlo sólo como tal, importa fragmentar la realidad y reducirla a polvo, y, por consiguiente, renunciar a comprenderla. Uno de los grandes aciertos de Berdiaeff ha sido ver este carácter contrario a todo lo abstracto que caracteriza a lo histórico, y señalar de cómo, mientras la sociología se ocupa de lo abstracto, la historia sólo trata de lo concreto. Otro impacto de Berdiaeff: «Lo histórico no solamente es concreto, sino que también es algo individual, mientras que lo sociológico, además de ser abstracto, es también un concepto colectivo». En efecto. Cuando decimos: «El día tal el coronel Juan Perón se hizo cargo de la Secretaría de Trabajo…», nos encontramos haciendo historia. Si. se nos dice que, en el ejemplo, tomamos a lo individual en un sentido demasiado limitado, respondemos que lo colectivo adquiere en la historia un carácter individual determinado y, justamente, donde esta verdad se advierte con claridad es en el hecho «peronista», cuando la Nación adquiere un sentido histórico tan concreto que no puede llegar a ser más individual. En efecto, cuando decimos: «El día tal el coronel Juan Perón se hizo cargo de la Secretaría de Trabajo…» hemos iniciado la historia de un hecho en el que la Nación se identifica de tal manera consigo misma y con el hombre, que resulta imposible seguir ese relato sin hacer la historia integral de la Argentina. Para los sociólogos, el hecho estará íntimamente ligado a conceptos de clase, a aspectos de la lucha entre el capital y el trabajo, a consecuencia de cualquiera de las formaciones imaginativas en que fraccionan la realidad para estudiarla; para los historiadores, semejante fraccionamiento importa sacar al hecho todo valor histórico, desprenderlo de la tradición y, por consiguiente, por mucho que se lo estudie y se lo analice, renunciar a sentirlo por exceso de explicaciones para entenderlo. La interpretación histórica Dice Croce: «La historia, en realidad, está en relación con las necesidades actuales y la situación presente en que vibran aquellos hechos.» Ya veremos las enormes sugerencias que surgen de ese concepto. Antes necesitamos situar a quien nos escucha. El argentino no tiene una posición precisa frente a los estudios historiográficos. Podríamos decir que, en esta materia, estamos atrasados, y lo seguiremos estando mientras el profesorado universitario dedicado a estudios humanistas se busque, preferentemente, entre sus propios egresados. Porque se trata de estudios en los que la vocación está por encima de la profesión. Aun nuestros más esclarecidos profesores no han salido de la influencia de Ranke; viven bajo la pasión del documento fehaciente y no han logrado separar al erudito del historiógrafo. Lo mismo da un buscador de papeles en los archivos que un intérprete de los grandes hechos del pasado. La denominación común de «historiadores» mide a ambos con el mismo rasero. El contador de anécdotas, que evita cuidadosamente todo juicio histórico, ha impuesto, inclusive, el concepto de la falsedad de la llamada filosofía de la historia; y no faltan quienes confundan filosofía de la historia con sociología. Esta posición de la inteligencia argentina -y las excepciones, por contadas, confirman la regla- ante la historiografía, demuestra lo lejos que estamos de comprender lo que dice Croce, o sea, que «el juicio histórico no es ya un orden de conocimientos, sino que es el conocimiento sin más. la forma que llena y agota del todo el campo cognoscitivo, sin dejar espacio para otra cosa». Si agregamos al cuadro la realidad de que el argentino medio conoce, como historia de la patria, una serie de anécdotas que, condicionadas a los intereses de la oligarquía que la gobernó desde el 80, sólo ha servido para elevar a la categoría de próceres a los más destacados personeros de sus intereses políticos y de clase; y que esa seudo historia, aliviada de todo lazo tradicional -con lo que ha dejado de tener hasta las apariencias de historia- tiene en la escuela inferior y media a dos agentes insuperables para su supervivencia, nos encontramos ante la necesidad de aclarar, previo a todo enfoque directo del problema que el título de esta conferencia plantea, lo que debe entenderse por interpretación histórica. Adviértase un hecho sintomático. Los enemigos del «peronismo» no tratan de combatirlo en el terreno donde él plantea la lucha, sino en el plano histórico. Esgrimen las personalidades de Alberdi, de Sarmiento, de Mitre, los Constituyentes del 53, hablan de Urquiza y, en general, procuran identificar al «peronismo» con el «rosismo», porque suponen que el pueblo cree en la interpretación que la oligarquía logró imponer, presentándolo como un estadio político, social y económico, de barbarie y retroceso. Casi un siglo de deformación oficial de la historia argentina es puesta ahora en movimiento para destruir un hecho cuya solidez consiste, justamente, en la profunda verdad histórica que representa. Las mentiras históricas de la oligarquía no harán mella en el «peronismo» porque han dado ya todo su juego, y porque el destino de un pueblo, quiérase o no, está en la verdad de sus lazos tradicionales y no en la habilidad falsaria con que, con mayor o menor inteligencia, se haya pretendido esquivarlos. Hay, en la falsificación de la historia de Argentina mucho de preconcebido, pero mucho de espontáneo, de ingenuo. Aquellos que suponen que la labor del historiador es descubrir y explicar la verdad histórica no comprenderán nunca lo que decimos. La verdad de cómo y cuándo ocurrió un hecho nada tiene que ver con la verdad histórica, aunque el historiógrafo tenga que servirse de esas verdades. La verdadera labor historiográfica consiste en el juicio histórico y, en tal sentido, el concepto que hemos expuesto de Croce adquiere su valor. «La historia -dice- está en relación con las necesidades actuales y la situación presente en que vibran los hechos.» ¡Qué admirables sugestiones florecen en esas palabras! Nos colocan ante el problema de la interpretación del pasado.
Epocas historicistas y antihistoricistas No todas las épocas tienen la misma sensibilidad para la historia, ni en todas las épocas la sensibilidad histórica gira alrededor del mismo sujeto. No nos referimos al sentido mismo de la historia, del que carecían los viejos pueblos, como el griego, cuyo pensamiento revela una particular sumisión ante el destino; ni la poseen hoy día ciertos pueblos orientales, sumidos en la naturaleza. Sin una noción de la libertad no se puede alcanzar un sentido de lo histórico. Nos referimos a los grados de sensibilidad de aquellos pueblos que, por poseer una noción de la libertad -como ocurre en los pueblos de formación cristiana- poseen sentido de lo histórico. Desde tal punto de vista es evidente el antihistoricismo de la Edad Media, es decir, la carencia de una sensibilidad para la historia, lo que se explica por tratarse de un período de tan notable equilibrio social y de una fe tan arraigada y profunda que el hombre no tenía problemas -en cuanto hombre- respecto a su destino. El hombre de la Edad Media vive un régimen histórico estabilizado, de manera que la dinamicidad del objeto del conocimiento Histórico no llega a su comprensión. Cuando en la historia de Argentina consideramos el período de dominación española, advertimos una estabilidad que determina que el pensamiento histórico permanezca estático. La máxima expresión historiográfica es la crónica. Pero cuando se produce el desdoblamiento, como dice Berdiaeff, y comienza la disgregación: cuando el régimen estabilizado comienza a tambalearse, se inicia el movimiento histórico, porque el hombre comienza a sentirse separado de él. Es entonces cuando el hombre interroga y cuando, de ese interrogatorio, surge la conciencia de la historia y, con ella, una mayor o menor historicidad. Cuando a raíz de la caída de Roma el mundo antiguo se encuentra ante la catástrofe que parecía inconcebible, es cuando nace la historiografía auténtica con La Ciudad de Dios, de San Agustín, que procura responder al gran interrogante. La historia viene, entonces, a llenar necesidades del presente y vibran los hechos del pasado en nosotros según su similitud con los hechos del presente. Todos tenemos experiencia de esta verdad. Cuando leemos una crónica, un libro de historia romana, por ejemplo, lo que más nos llama la atención es siempre aquello que se vincula con hechos de nuestro presente; y todos debemos recordar de cómo, al volver a leer, después de pasado algún tiempo, un libro de historia, advertimos la importancia de hechos que en la primera lectura nos pasaron poco menos que desapercibidos. Es que ha cambiado el centro de interés en quien lee, porque la realidad que vive también ha cambiado. Es el presente quien nos hace vibrar más intensamente con unos y con otros sucesos del pasado. Así es como nuestros historiadores giraron exclusivamente alrededor de cuanto contribuía al desenvolvimiento de la ideología liberal capitalista que, por ser contraria a toda tradición, nos dio esa historiografía sin lazos tradicionales que tanto ha hecho para deformar en el argentino el sentido de la argentinidad. Vivimos una época de extraordinaria sensibilidad para la historia, porque es uno de los períodos menos estabilizados que el hombre recuerda, y ante la indecisión que en su espíritu provocan los hechos que le cierran la comprensión de lo que le espera, busca en la historia las respuestas que provocan su desesperación. No es esto caer en la vulgaridad de «la historia maestra de la vida». Nada de eso. El hombre no va a la historia a buscar fórmulas para actuar, ni la historia las tiene, a pesar del pedagógico: la historia se repite. La historia no se repite nunca, porque no puede ser sino lo que es, y no basta la identidad de dos hechos para hablar de repetición. Lo que ocurre es otra cosa; lo que ocurre es que la historia vive en nosotros mismos, es que el hombre es un compendio de historia, «un microcosmos, no en el sentido natural -dice Croce- sino en el sentido histórico: un compendio de la historia universal. El hombre lleva la historia dentro de sí mismo; porque somos producto del pasado y estamos viviendo sumergidos en el pasado, que por todas partes nos oprime». Dijo Goethe: «Escribir historias es un modo de quitarse de encima el pasado», y Croce agrega, que la historiografía es una forma de liberación de la historia, es decir, una forma de sobrepujar a ese pasado, para lo cual no hay otro camino que el del pensamiento que no corta -dice- «relaciones con el pasado, sino que se levanta sobre él idealmente y lo trueca en conocimiento.» «Hay que hacer frente al pasado, o, sin metáfora, reducirlo a problema mental y resolverlo en una proposición de verdad, que sea la premisa ideal de nuestra nueva vida.» ¿Qué es la historia? La historia es la lucha del hombre por la libertad. Pero es preciso entendernos sobre el valor de ciertas palabras. Para la historiografía liberal, que participa de ese concepto -lo expresó Michelet, entre otros- hacer historia es, después de demostrar que en la Edad Media no hubo libertad, hablar de la Revolución Francesa y señalar de cómo, desde entonces, cada día hay más libertad en el mundo. En la historiografía argentina, después de la llamada «noche negra de la tiranía», la historiografía es el canto a las cosas y a los hombres que han ido haciendo «progresar» a la libertad. Además de infantil el sistema es torpe y falso, porque comienza por ignorar qué es la libertad, para confundirla con una manifestación o tipo determinado de acción política elevada a la categoría de expresión máxima de lo que el hombre trata de alcanzar. No. La cuestión no es mostrar a la historia forjando la libertad sino a la libertad forjando la historia, porque la vida del hombre gira siempre alrededor de esa búsqueda de la libertad; pero es la libertad del hombre la que hace posible esa búsqueda. Otro error de la historiografía liberal consiste en haber sido escrita de acuerdo a una falsa teoría del progreso, consistente en una divinización del futuro a expensas del pasado y del presente. La doctrina del progreso supone que todos los problemas serán resueltos en el porvenir, con lo cual menester es conformarse con el presente, cosa que interesa mucho al capitalismo. Esa doctrina del progreso, con que ha sido escrita la historia de Argentina, tiende a formar un tipo de patriota muy especial, o sea, un hombre que ama el pasado que le han enseñado, adora a sus prohombres, tiene gran fe en el futuro de la patria, pero sabe que, para alcanzarlo, una generación cede su sitio a otra, hasta que llegue la que le toque la suerte de haberle correspondido el turno de vivir en el momento de haber alcanzado la humanidad la meta del progreso. Meta que nadie sabe en qué consiste. Es una doctrina de tipo mesiánico, que se adapta especialmente al desarrollo del capitalismo y tras la que se ampara el liberalismo; doctrina que nunca ha advertido sus sostenes económicos. Bien ha dicho Berdiaeff: «La religión del progreso basada sobre la divinización de una futura generación de bienaventurados, no siente piedad alguna hacia el presente, ni hacia el pasado.» ¿No parece esta frase una definición de la oligarquía? Después de dos guerras que ponen en crisis al liberalismo y al capitalismo -ambos son términos inseparables, aunque los separen nuestros socialistas de le Casa del Pueblo, que ya no leen libros socialistas-, Argentina se encontró en un momento de desdoblamiento. Desde el 80, una ola de optimismo material forjó en el seno de la patria una mentalidad de superficialidad aplastante, que se encontró de pronto, ante la realidad de una crisis material y moral frente a la cual de balde recurrió a Alberdi, a Sarmiento, a Agustín Alvarez, a los Constituyentes del 53. De ese pasado nada sacó en limpio, salvo la seguridad de que había muerto. La revolución En base a los conceptos que hemos expuesto sobre la historia, vamos a tratar de forjar un juicio sobre la de Argentina. En el momento actual, cuando es notorio que las aspiraciones de las masas se sobreponen al suceso personal de las grandes individualidades, cuando lo social se sobrepone a lo personal, los hombres de las presentes generaciones comienzan a comprender que en las últimas décadas lo que había desaparecido era el hombre. Advierten que en la plaza de los valores el hombre había entrado a ser juzgado como una vulgar mercancía. Y que los valores morales no se cotizaban. Razones suficientes para que los argentinos se vuelvan e interroguen al pasado. De él habrá de venirles la noción del estilo propio con que deben proceder. Y al hacer ese examen de con ciencia histórica estalla la revolución. Es una revolución que hace el ejército; institución que por su manera de ser se mantiene más alejada que otras de los elementos disolventes de los valores tradicionales, ya que aquella historiografía progresista es fundamentalmente antitradicionalista y ha trabajado por destradicionalizar al país, haciendo de él el remedo de otros, el plagio de todas las cosas de moda. Para nosotros, esa revolución es un movimiento instintivo de lo que restaba de la realidad nacional; intuye, pero no sabe dónde está el camino, que habrá de encontrar en los hechos. El pueblo tarda en comprender la verdad porque no se ha producido ninguna encrucijada que lo ponga en contacto con su propia realidad. Pero esa circunstancia aparece, y con extraordinaria clarividencia, el pueblo sabe cuál es su lugar. Surge el «peronismo». ¿Es una anécdota? ¿Es un episodio político? Es un reencuentro del pueblo consigo mismo y, lo que le da categoría, es que se trata de un retorno de la historia a los carriles tradicionales de donde había sido sacada. ¡Qué maravillosa iluminación se produce en el alma argentina! El sentido de la historia argentina Sí cada momento busca en la historia lo que lleva dentro de sí; si toda historia es, por consiguiente, algo contemporáneo, no es extraño que la historia de Argentina tenga para nosotros, hombres de hoy, los que hemos vivido dos guerras y con ellas visto entrar en crisis al sistema capitalista que parecía tan inconmovible que, en un país como los Estados Unidos, nada se había escrito en su gran bibliografía en materia económica, sobre crisis, cuando la de 1929 se presentó aplastando millares de bancos; los que hemos vivido tales circunstancias, no podemos tener para el «progresismo» de tipo individualista y mercantil, positivista y antitradicionalista, con que la historia de Argentina fue escrita, el mismo respeto que nuestros compatriotas de ayer. Nuestra angustia ya no se satisface con Alberdi. En medio del tembladeral que vive la humanidad en esta mitad del siglo XX -señalando el fracaso de todos los pronósticos sobre lo que debió haber ocurrido- Argentina procura encontrar en su pasado la otra punta de la solución de continuidad a que se le condenó, y comprende -¡al fin!- la verdad del aforismo sanmartiniano: serás lo que debas ser…y no se puede ser nada fuera de la historia, fuera de los lazos tradicionales, como no sea plagiando, o sea, renunciado a ser lo que se debe ser,» que es aceptar no ser nada. Para aquellos hombres del 80 todo el país es bárbaro. Quieren cambiarlo. Viven las ilusiones del progresismo y su fe en la Patria es relativa si no reciben apoyo exterior. Nadie cree en los elementos puramente nacionales, y menos en el pueblo. Pero hoy la conciencia no vibra más al compás del «progresismo», que lo ha conducido a una posición inestable, sin sostenes en el pasado ni conciencia del futuro, y entonces, como en todas las horas de encrucijada, se interroga. Como lo hizo el mundo antiguo ante la caída del Imperio Romano; como lo hizo ante la caída de la Edad Media; como lo hizo a raíz de la Revolución Francesa. Un gran sentido historicista agita a las mentalidades contemporáneas. Cada pueblo busca en sí mismo el eslabón perdido en las rutas del positivismo, y a eso obedece el movimiento de fortalecimiento de las nacionalidades a que asistimos en todo el mundo, que no tiene ya el sentido autonomista que caracteriza al movimiento semejante que se produce después de la Reforma, sino que adquiere un contenido ecuménico extraordinario, porque, simultáneamente, es agitado por un renacimiento del sentimiento religioso que vivía asfixiado por el positivismo. Se vuelve a adquirir conciencia de la importancia de conocer la posición del hombre en el cosmos, todo lo cual determina que los valores humanistas resurjan de nuevo, y el «hombre», que había desaparecido para ser un número en los registros electorales o una ficha en los tableros de las fábricas, comienza a readquirir la categoría que le corresponde, por ser la obra más perfecta del Señor. En tal posición volvemos a la historia de Argentina, y la vemos abrirse en iluminaciones inesperadas. La verdad estaba en ella. Comprendemos lo que ha pasado porque esa comprensión nos permite entender lo que ocurre, y de ese examen surge la realidad del sentido profundo del hecho «peronista». La mentira histórica al servicio de la antipatria El liberalismo se basa en una gran estafa intelectual de tipo histórico: afirmar que en el pasado todo fueron sombras, ignorancia, absolutismo y falta de libertad. La Edad Media, para cierto tipo de pensador liberal, es un largo período de obscurantismo y esclavitud, del cual se salva a los hombres en las jornadas heroicas de la Revolución Francesa. Y bien, ya no se puede decir tamaño disparate porque, dejando de lado la opinión de los tantos Voltaires, centenares de ilustres estudiosos resolvieron conocer el medioevo por su cuenta, y esta es la hora en que todo estudioso de los problemas políticos sabe que los principios de la libertad política estaban altamente desarrollados en la Edad Media, especialmente a consecuencia de la supremacía del derecho sobre el gobernante; derecho que era la expresión, no de la voluntad del gobernante, sino de los hábitos de vida de la comunidad política. Durante la Edad Media no se concibe la existencia de un monarca absoluto. ¿Cómo es que esa concepción llegó a desaparecer casi totalmente en gran parte de Europa en los siglos XVII y XVIII y ser reemplazada por la teoría de la soberanía absoluta del príncipe? No nos corresponde averiguarlo, pero sí destacar que el último de los países europeos en aceptarlo fue España, que dió en el absolutismo cuando entró a ser gobernada por un príncipe francés, Felipe V, que actuó en la península disminuyendo, cercenando las viejas libertades provinciales y municipales que constituían la personalidad política española. En América el medioevo se extiende hasta mediados del siglo XVIII, pues las tendencias centralizadoras que terminan en el absolutismo ilustrado recién comenzaron a sentirse en el Nuevo Mundo en la segunda mitad del siglo XVIII, a pocos años de iniciarse el proceso independizador. Cuando se producen los sucesos de Mayo el pueblo responde en toda la extensión del virreinato a un llamado que se le hace a nombre de grandes valores tradicionales: defensa de la monarquía; defensa de ideas extrañas, traídas en la punta de las bayonetas por Napoleón; organización del gobierno del virreinato por la voluntad de todos los Cabildos. El absolutismo no tuvo tiempo para influir sobre el país, salvo en lo necesario para que fuera general en 1810 el repudio a los funcionarios peninsulares que lo representaban. Pero hay en la Junta de Mayo hombres que no tienen vinculación con lo tradicional auténtico porque han sido captados por las nuevas ideologías en boga en el mundo, y son los que se oponen a la formación de la Junta Grande. Ocurre, entonces, un hecho concreto. Buenos Aires, ciudad portuaria, de economía comercial y no industrial, no productora, reúne en su seno a una minoría mercantil, enriquecida con las medidas comerciales tomadas en 1809 por Cisneros. Esa minoría de ciudad portuaria, cuyos intereses se vinculan al comercio exterior, mira hacia afuera y da la espalda al interior: ya no tiene fe religiosa y pende de la última moda de París; llama «forasteros» a los diputados del interior; defiende la libertad de comercio que enriquece a Buenos Aires y arruina a los productores provincianos; lo cual produce el primer movimiento de masas que registra la historia de Argentina, el 5 y 6 de abril de 1811. Son los hombres de las quintas, el bajo pueblo, peones y jornaleros, los que reclaman aquel día contra la minoría que trata de sacar al país de sus lazos tradicionales. La minoría dominante llama despectivamente «plebe» y «chusma» a aquel pueblo que salva, en aquella jornada, el destino de la Revolución de Mayo. Desde entonces la historia argentina es una simple lucha entre el pueblo y esa minoría mercantil que trata de someter al país al juego de sus intereses económicos y a la influencia de sus ideas antinacionales. Así es cómo vemos al pueblo imponerse en 1815 y en 1820, siempre derrotado hasta que, con el correr de los años, surgen, al frente de las masas, las figuras de los caudillos. La Patria pierde la Banda Oriental y el Alto Perú, porque esa minoría oligárquica, que desprecia a la «chusma», no tiene de la Patria un sentido que no se encuentre ligado a sus ideas en materia económica, religiosa y política. Los caudillos Cuando en 1820 se ha hecho conciencia de que los hombres de Buenos Aires no encuentran solución a los problemas del país fuera de entregarlo al gobierno de un príncipe extranjero; cuando se advierte que las tendencias centralizadoras no ceden en el afán de someter todo al juego de intereses de la economía del litoral, las masas se entregan a los caudillos. Surgen como encarnación del alma popular, como expresión auténtica de lo nacional, dispuestos a no negociar con Buenos Aires ni entregarse a su oligarquía gobernante. Porque los caudillos encarnan un movimiento típicamente nacionalista contra las tendencias metecas de cosmopolitizar la cultura y el sentido de la nacionalidad. Son, además, consecuencia del espíritu democrático que por herencia predominaba en las masas enfrentadas a las minorías aristocratizantes, que viven dentro de meridianos intelectuales foráneos. No es la guerra entre la civilización y la barbarie, como la bautizara uno de los próceres de la oligarquía, sino la guerra social entre la nueva economía individualista y la vieja economía social; entre una clase que se siente destinada a mandar porque es rica y un pueblo que sabe que no ha entregado a nadie la exclusividad de esa función; entre los resabios del absolutismo y el viejo sentido autonómico de la raza; guerra entre los que procuran imitar y los que aspiran a que el país logre sus propias finalidades dentro del estilo que le pertenece por legítima herencia. España había civilizado al Nuevo Mundo en base a un gran respeto por la dignidad del hombre y por las características locales, y si bien, como hemos dicho, los últimos años de absolutismo borbónico, que tendió a una unificación, estancó la administración central, no .alcanzó a influir en la local, y fue la vitalidad municipal la que permitió a América la afirmación de su personalidad en 1810. Pero en 1810 si el pueblo está contra el absolutismo, en 1820 demuestra que lo está contra el de España o contra el de la oligarquía porteña. Los caudillos aparecen afirmando los principios nacionales y repudiando todo lo que no responda a los lazos tradicionales. No son conservadores, como lo demuestran repudiando la entrega del país a un monarca. Son tradicionalistas, es decir, hombres que quieren el progreso del país, pero dentro del estilo propio de la raza. Buenos Aires procura, es evidente, la organización; los caudillos buscan la organización y la libertad. Por eso las luchas civiles alcanzan un profundo significado social y político, como que, en muchos casos, son determinados por el sentimiento religioso herido por reformas inconvenientes, y tienden a buscar un gobierno eficaz, que no obligue a sacrificar a su eficiencia más de lo que el alma de la raza está dispuesta en aras de beneficios materiales que no busca, que no desea, que no admira. La oligarquía porteña cree que el progreso es la explotación del hombre por el hombre, en aras a una economía individualista; considera que lo propio es bárbaro y debe ser substituido, y el país no quiere ni proletarizarse ni perder su fe. Se habla de una democracia que otorga el voto, pero no deja elegir gobernantes, porque el liberalismo no fue otra cosa que un movimiento de la burguesía para librarse del absolutismo real, problema que no interesaba a las masas en cuanto veían de cómo se trataba de hacerlas caer bajo el absolutismo de aquella burguesía. Desprecio por el pueblo Derrotada la oligarquía en 1820 resurge, con Rivadavia a la cabeza, para caer de nuevo cuando el país tuvo conciencia de que Manuel García había traicionado a la Patria en el tratado de paz con Brasil. En magnífico levantamiento el pueblo saca del gobierno a quienes han tratado de imponer un régimen que facilite entregar las minas riojanas a capitales ingleses, cuando estaban explotadas por capitales argentinos, y llega Dorrego -uno de los pocos demócratas efectivos del pasado argentino- impuesto por el pueblo. Pero el 10 de diciembre de 1828 se produce un movimiento militar, del que se vale la oligarquía extranjerizante para imponerse de nuevo. Nada justifica el derrocamiento de Dorrego, pero quienes se creen destinados a dirigir el país son liberales en materia religiosa y económica, no en materia electoral. Desprecian al pueblo. Salvador M. del Carril le escribe a Lavalle: «Si usted pudiera en un instante volar al Salto, Areco, Rojas, San Nicolás y Lujan, dar la mano a todos los paisanos y rascarles la espalda con el lomo del cuchillo, haría usted una gran cosa…». Refiriéndose a la concurrencia a los funerales de Dorrego, dice que fue mucha «gentuza». La aparición de Juan Manuel de Rosas se hizo defendiendo, en 1820, la legalidad, o sea, la causa de la oligarquía, a pesar de lo cual los componentes de ésta lo consideraron con desconfianza, simplemente porque su fuerza estaba en el apoyo que le prestaban sus peones y los hombres de la campaña. Con Rosas se produjo el caso curioso de que sus iguales de clase iniciaran contra él, simplemente porque su legalismo lo condujo a apoyar a Dorrego, como antes a Martín Rodríguez, acusaciones de inexistentes crímenes. El crimen de Rosas era apoyarse en el pueblo. En 1830, el triunfo del pueblo está de nuevo a punto de perderse, y se produce la «Revolución de los Restauradores». ¿Qué fue ese hecho? No otra cosa que un 17 de octubre de 1945, es decir, el pueblo que se levanta, sin que nadie pueda decir quién lo ha movido, y que, en un gesto magnífico, salva de nuevo la dignidad de la Patria. No vamos a formular juicio alguno sobre Rosas. Que fue el suyo un gobierno apoyado por el pueblo lo han dicho hasta sus mayores enemigos, como Sarmiento, para los cuales ese hecho demostraba que lo que se necesitaba era eliminar al pueblo argentino. Pero durante el gobierno de Rosas los representantes de la oligarquía, refugiados en Montevideo, piden y apoyan la intervención de potencias extranjeras para resolver el drama de su ostracismo político. Lo mismo hicieron los oligarcas de 1943, 1944 y 1945. Razón tenía Rosas cuando, contestando a Estanislao López, que le pedía alguien que le sirviera de amanuense para escribir pliegos, le decía que cualquier paisano servía para eso, porque lo importante era que fuera buen federal, es decir, buen argentino, en el sentido que Rosas daba a la palabra federal. La lealtad se ponía sobre la capacidad. Después de Caseros el pueblo se duerme en la esperanza de la Constitución, pero poco tarda en comprender de que las libertades están escritas en el papel, pero no existen en los hechos. El fraude surge como base del gobierno. Primero, «Liga de Gobernadores»; después, «unicato», hasta llegar al «Fraude Patriótico», de 1932. Los viejos caudillos han desaparecido. Las tacuaras de López Jordán nada pudieron contra las ametralladoras de Sarmiento. En 1890 se levanta el pueblo de Buenos Aires, y Alem denuncia el comportamiento de la oligarquía, que ya ha comenzado a entregar la patria al capital extranjero, que vende los ferrocarriles y hasta llega a mercar a Baring Brothers las Obras Sanitarias. Las esperanzas de la ley electoral no se realizan porque el problema argentino no era puramente político. En 1930 la angustia económica lleva al país a la revolución, que es hurtada por la oligarquía, con habilidad extrema, haciendo fracasar un nobilísimo esfuerzo del ejército. Pero éste, que vela sus armas, vela también la defensa de los lazos tradicionales. ¡El ejército no ha sido captado por la oligarquía! Y en 1943 lo demuestra. Lo que viene es conocido. La oligarquía juega su última carta cuando en octubre logra sacar del gobierno al líder de la revolución, y entonces surge el «peronismo», surge ese 17 de octubre, que es el nuevo 5 y 6 de abril, que es la revolución de 1815, que es el levantamiento de las masas de 1820, que es el gauchaje que se levanta en el interior gritando: «¡Religión o muerte!», que es la nueva Revolución de los Restauradores, es decir, de los que quieren restaurar la patria a punto de perderse en las encrucijadas de ideologías extranjerizantes; que es el 90, el 93 y 1904, aumentados, porque esta vez la conciencia del mal ha llegado hasta las últimas capas sociales. Y entonces, como antes, la oligarquía es la misma. Ayer dijo: ¡Plebe!, ¡chusma!, ¡gentuza!, como ahora: !descamisados! Gritos con que concretan su desprecio por el pueblo, con que gritan su espíritu de clase, con que dicen de cómo tiene seco el corazón para las altas emociones del patriotismo puro. El «peronismo» Y bien, vindicación del hombre, amor al pueblo, resurrección de la fe de nuestros mayores, independencia económica, elevación del nivel de vida popular, defensa de la soberanía; cada uno de estos principios integra la doctrina «peronista», y todas ellas son reivindicaciones históricas; todas ellas integran la realidad de la esencia misma del destino histórico de Argentina. Es lo que desde 1810 pide el pueblo. Lo había demostrado en las jornadas de 1806 y 1807. Lo demostró luego en las guerras civiles, muriendo por esa causa, y el 17 de octubre de 1945 se pudo ver de cómo, a pesar de medio siglo de mentira histórica, de escuela desnacionalizada, de periodismo entreguista, de literatura extranjerizante y de gobiernos de acomodos, el pueblo, en su pureza virginal, no había sido pervertido. Por eso pudo hacerse la revolución. Porque lo falseado eran las instituciones y los dirigentes, no el pueblo. El de 1945 era el de 1811, el de 1820, el de 1830, el de 1840, el de 1890; el pueblo argentino incontaminado que, en gesto viril, había logrado encaminar la historia de la Patria por sus vías propias. El «peronismo» aparece así con la jerarquía de un reencuentro de la Patria consigo misma. Quienes no ven en él más que un hecho político viven ciegos. Quienes crean posible esquivarlo de nuevo, como tantas veces, con habilidades electorales, están equivocados. La historia nos dice que es la verdad de la Patria, y su fortaleza -pese a los teorizadores de lo abstracto- consiste en que tiene, además, lo que es esencial para que esa verdad no apague sus luces: tiene un Jefe. |