¿Cómo era Perón?
por Hipólito Jesús Paz
de su libro Memorias
Fragmentos. (*)
La semblanza del conductor de un pueblo en manos de uno de sus más importantes ministros, quién consideraba al presidente como a un padre.
Las soledades de todos los grandes conductores de la historia no estuvieron ausentes en la vida de Perón. Sin embargo reuniendo testimonios como el presente, pueden descubrirse algunos de sus rasgos de más honda humanidad.
Este capítulo del libro Memorias ayuda a comprender ese drama humano que solo sobrellevan los más grandes, los que lo asumen como parte de su destino para alcanzar la victoria, por ejemplo Perón.
Pero, dentro de esas horas, afloran sus afectos, sus amores, su carácter, su trato cariñoso, la sabiduría sin egoísmos para con su interlocutor, su humor…., su sensibilidad, se dejan ver como pocos lo hicieron, por Hipólito Jesús Paz.
¿Cómo era Perón?
No hay día en que no piense en Perón. Yo era muy joven cuando lo conocía. Después pasaron muchas cosas: la presidencia, su caída; el exilio que compartí con él y con un pos pocos y leales amigos y su victorioso regreso tras diecisiete años de forzado e inútil ostracismo. Su trato conmigo fue siempre el de un padre tolerante y bondadoso. Se lo retribuí con filial cariño.
¿Cómo era Perón? Físicamente apuesto, alto, cuidadoso en su manera de vestir, aunque sin ostentación. Su figura revelaba la del hombre habituado a los ejercicios físicos. Esgrimista de fuste, consumado jinete e infatigable caminador. Su memoria era prodigiosa. Era un devoto de la Historia y profesor de Historia Militar en la Escuela Superior de Guerra. Escribió un tratado sobre el tema que sirvió de libro de texto.
En el exilio lo visité con asiduidad en Caracas, apenas se instaló; antes me había escrito desde Panamá. Después en Santo Domingo y más tarde en Madrid; hasta 1972 en que ya no iban a verlo. Impulsaba mi abstención el deseo de no encontrarme con individuos como López Rega y su gente y para eludir después la presencia de los pugnaban por ver coincidente con el retorno victorioso que se descontaba. Avalancha de visitantes que ahora, ahora sí, recordaban haber sido antaño leales peronista; laya de aventureros que venían a hacer valer algún olvidado e impreciso encuentro con el General; o pretendidos participantes del 17 de octubre. Otros, los expertos en el ejercicio político de predecir adónde va a calentar el sol. No faltaban los que compungidos por no haber entendido el fenómeno del peronismo venían a darse de golpes en pecho. Había ausencias que exaltaban una manera de presencia. Los que en su negra y soberbia soledad debían, por esos días, maldecirse de haberlo traicionado en 1955.
Su cortesía era proverbial. Recuerdo que una mañana de invierno concurrí a su despacho. Al término de la entrevista, se levantó y me acompañó como era su hábito hasta la puerta distante unos veinte metros de su sillón. Hacía frío y fui a ponerme el sobretodo. Presuroso me ayudó. Le dije: “No se moleste, presidente”. Y él con una sonrisa amplia y bonachona, me contestó: “¡Por favor, doctor! En la lucha del hombre con el sobretodo, siempre hay que ayudar al hombre”.
La figura de Perón me recuerda con sus luces y sombreas a la de Mirabeau, tal como la describe Lamartine en su Historia de los Girondinos. Uno y otro no inventaron la revolución: la pusieron de manifiesto. También en Perón ella tomó la forma y encarnó la pasión que hacer decir a las multitudes al verlos: “Hela aquí”. Para ambos, la revolución no era una cólera sino un plan. Y como Mirabeau, según Lamartine, Perón no se daba a ninguno, negociaba con todos.
Su discurso era fluido, claro y preciso. Se adaptaba a su auditorio hasta identificarse con él pero sin perder su personalidad ni caer en lo chabacano, tampoco permitía que su interlocutor lo fuera.
Mi relación con Perón fue siempre auspiciada por un recíproco respeto lleno de cariño hacia él, y de ternura suya para conmigo que se traducía en sutiles cortesía; sabía por ejemplo, que yo solía trasnochar y que una audiencia a las siete u ocho de la mañana, común para con los otros ministros, era para mí una mortificación. Entonces me citaba a las diez y media u once.
Con él siempre aprendía. A veces era la enseñanza que brotaba de una reflexión: “Cuando no se tiene cabeza para pensar hay que tener espaldas para aguantar”. Otras, un cuento al caso, como por ejemplo éste, que me refiero con la picardía que sabía poner en sus gestos y en la entonación con que la acompañaba. “La historia ocurre en un circo. Aparece el artista con su perro amaestrado, sube por una escalera empinada con el perro parado en una pata sobre su cabeza, llegan al final y allí le entrega al perro un violín; entonces el animal parado en una parta ejecuta un solo de violín de Bach. Terminado el solo, hay un hombre en la primera fila que con rostro ceñudo y de brazos cruzados no sólo no aplaude sino que a voz en cuello comenta: ‘Pero, es que no se han dado cuenta que en la última nota el perro desafinó? ¿Cómo pueden ustedes aplaudirlo?’ Ese es el destino de los que gobernamos”.
Cuando fui su ministro toleraba alguna de mis travesuras, pecados de juventud, pero sin privarse sus elípticos consejos, especialmente para que fuera a dormir temprano. “No se olvide doctor Paz que debe acostumbrarse a dormir la siesta. Tendrá así dos mañanas.” ¿Qué razón tenía usted, General! Felizmente lo seguí al pie de la letra. Hasta mis ochenta años. He tenido desde entonces y gracias su benévola advertencia, en vez de un día, dos mañanas.
La historia es un largo recuerdo. Es una forma de discriminativa solidaridad con el pasado. Porque el presente lleva al pasado como si fuera una inseparable mochila; un equipaje de sueños, desengaños e irrenunciadas esperanzas. La historia nos confiere la posibilidad de ejercitar una justicia póstuma. Nos enseña a calificar a sus protagonistas y percibir la presencia de aquellos que, aún cuando ya no existen, han dejado su impronta en el presente. Pues la semilla que sembraron los hace más fuertes que la muerte.
Al evocar a Juan Perón, mi mirada no sólo se dirige melancólica hacia la figura de un personaje que muchos respetamos y comprendimos, sino que convoca a una presencia que está viva; cuya doctrina mantiene su lozanía pues está enraizada en nuestro ser nacional y en la concepción de un Estado inspirado en las exigencias del bien común y de la justicia social.
“Perón y los perros”
Perón amaba a sus perros. El que no ha amado a un perro no podrá entenderlo nunca. Hasta que no se llega a mar a un perro no se puede saber cuál es el misterio de esa relación gobernada por el desinterés, la ternura y la lealtad por parte de ellos, que sólo esperan, sin agotar nunca la esperanza, una muestra de nuestro cariño.
Debo confesar que la paciencia de Perón con sus perros era infinita. Así la conversación versara sobre el tema más grave, la expresión del General se distendía cuando ellos irrumpían ladrando y brincando a su alrededor. Los ladridos ahogaban la conversación, nadie podía entender lo que su interlocutor decía, lo cual no alteraba para nada la calma de Perón. El seguía hablando inclinado a la derecha o la izquierda mientras acariciaba a sus perritos que, por supuesto, seguían ladrando a voz en cuello.
Cuando el golpe de esta do de 1955, él partió solo. Pero sus fieles seguidores se ingeniaron para que los perritos pudieran llegar a Panamá. “Cuando llegaron fue una fiesta”, me dijo Perón con los ojos llenos de lágrimas. Yo lo comprendo. El perro vive, duerme y sueña pensando en su amo. El es, a su manera, su dios. De él se espera todo. Y no espera nada. Se conforma tan sólo con que lo mire. Y él nos retribuye con una mirada húmeda, tierna y profunda, que se fija en nuestros ojos. Una vez le escuché a Perón en su quinta de Madrid: “Pero dígame, doctor Paz, ¿quién saca de nosotros lo mejor que hay de cada uno, sino ello, solamente ellos?”
La alusión es un tipo de metáfora enigmática: cuándo más conozco a los hombres más quiero a los perros. “El que lo dijo, y eso se convirtió en refrán –reflexionó Perón-, no conocía ni a los hombre ni a los perros. Porque pretender compararlos es establecer puntos de referencia que no existen. La ternura de un perro es inalcanzable para un ser humano. Nunca un hombre no miró con mirada de perro. No podría ni siquiera imitarla. Nunca un perro pudo clavarnos con una firma.” “No saben firmar, acoté sonriendo. “Y si lo supieran, que acaso lo saben –me contestó Perón- tenga la certeza de que no nos defraudarían.”
Entonces yo era joven, y me parecía quizás exagerado ese amor inocultable del General por sus perros. Desde luego, quise siempre a los perros. Lo aprendí de mis padres. Desde chico estaba habituado a vivir con ellos. En la casona de la calle Cerrito y en la quinta de Morón los había. No se admitía que los castigar y mucho menos que fueran objeto de mortificaciones por parte de seres miserables. Hubo una perrita en Washington por la que sentí una gran ternura. Nos la había regalado Remorino. Era una salchicha miniatura y se llamaba “Prima Grúa”. Mis hijas que eran entonces pequeñitas la trataban como a una persona de la familia, era su prima.; murió muy joven –apenas tenía un año- y en forma trágica. Cruzó la calle para saludarlas cuando volvían de la plaza y la pisó un auto. Fue víctima del amor.
Hubo después otra –Wimpi–, también salchicha. Era cordobesa. Yo estaba allí cuando su dueña la compró. Tenía unas pocas semanas. Pero nunca se olvidó de mí. La última vez que la vi estaba muy viejita pero después de mucho tiempo me reconoció por la manera como toqué el timbre de la puerta de calle. A esas dos perritas las quise. Pero sólo supe lo que es esa relación de amor con un perro cuando di con Online. Mientras escribo, ella está al lado mío. Me he servido un whisky y se acerca imperativa para que yo humedezca un dedo en el vaso y se lo haga saborear. Lo disfruta y me mira agradecida. Online es una salchicha miniatura. La compramos con María, mi mujer, cuando sólo tenía dos semanas. La elegía porque trepó por mi corbata y me mordió suavemente la nariz como si con eso quisiera señalar que yo era su amo. Le dije sonriendo a María: “que sea ella, por sinvergüenza”. La bautizamos Online porque nos hizo evocar al personaje de Giraudoux.
Y ahora sí comprendo lo que me dijo el Viejo Amigo: “No pierda el tiempo con los hombres, gánelo con su amistad con los perros”. ¡Pobre General! Las cosas que habrá visto, que sé que vio y padeció: ingratitudes, traiciones, olvidos. Con la excepción de mis amigos, la experiencia me ha enseñado que peor que un hombre son sólo dos hombres. Pero un amigo, uno solo, limpia la suciedad del género humano.
Al hablar de los perros no puedo evitar la mención de esta página admirable de Maurice Maëterlinck: “El hombre ama al perro, pero lo amaría aún más si considerase, en el conjunto inflexible de las leyes de la naturaleza, la excepción única que es este amor que consigue atravesar para unirse a nosotros las barreras, sobre todo aquellas infranqueables que separan las especies. Nos ama y nos venera como si lo hubiéramos sacado de la nada. Es nuestro esclavo íntimo y apasionado, al que nada lo descorazona, el que nada rechaza y al que nada es capaz de alterarle su fe ardiente y su amor”.
6 de septiembre de 1993. Son las diez de la noche y acaba de morir Ondine. No puedo decir nada más. Me he puesto a llorar.
Perón y la familia
Los padres de Juan Domingo Perón, Mario Tomás Perón y Juana Sosa Toledo en el rancho de Roque Pérez, provincia de Buenos Aires donde nació el presidente de los argentinos el 7 de octubre de 1893.
La relación de Perón con su madre revestía caracteres singulares. A Mario, su padre, lo recordaba con cariño y a su abuelo, don Tomás, con sumo respeto. Había sido un distinguido médico y Perón complacido escuchaba que había sido amigo de mi tío abuelo el legendario Ricardo Gutiérrez, fundador, con el doctor Elizalde, del Hospital de Niños.
Aludía jocoso a su bisabuela escocesa. Recuerdo sobre este particular una conversación que mantuvieron el General y Porfirio Rubirosa en ocasión de presentarle sus cartas credenciales, en 1950. En mi carácter de ministro de Relaciones Exteriores estuve presente en la entrevista. Ruborosa –Rubi, como le decían sus amigos- no era santo de la devoción del presidente. Nunca me lo había dicho de una manera explícita pero podía inferir de sus comentarios. Le molestaba su fama de frívolo y su donjuanismo profesional. Ignoro si se habían conocido antes, pero la entrevista fue muy cordial y yo me entretuve escuchando lo que fue en gran parte un monólogo del dueño de casa.
En esa ocasión se refirió a su abuela de origen escocés cuyos ojos, acotó, eran famosos por su belleza. Describió con prolijidad el diseño del clan al que su familia pertenecía. Riéndose le preguntó: “¿Ha escuchado, embajador, comentarios acerca de que soy avaro?”.
“¡No, por cierto!”, se apresuró a contestar Rubirosa. “Pues ya los va escuchar”, le advirtió Perón. “Esa característica es común a los escoceses. Se cuenta que dos de ellos apostaron veinte libras a cual permanecía más tiempo debajo del agua. Como no salían a flote los fueron a buscar: los dos se habían ahogado.”
En lo que a mí concierne, debo ser justo y dar mi testimonio. Cuando la revolución de 1955, me exilé en los Estados Unidos. En momentos en que mi situación económica se hacía insostenible, fue Perón quien espontáneamente vino en mi socorro y, a pesar de sus precarias finanzas, me hacía llegar mensualmente una ayuda que no olvidaré nunca.
Porfirio Rubirosa seguía fascinado el ir venir de estas confidencias. Sin embargo, la parte más sabrosa estaba por llegar. A boca de jarro le espetó: “¿Tiene hijos, embajador?”.
Rubirosa le respondió: “No presidente, no he tenido suerte”. “No lo crea; los grandes hombres no debemos -y subrayó el plural-, tener hijos.”
¿Fue sincero o se trató de un cumplido? Porfirio asintió complacido. En ese momento recordé un consejo que nos solía dar mi padre: “La mejor manera para hacer correr a un tonto es decirle que es ligero”. Y reí para mis adentros.
Antes de despedirse, el presidente le hizo un elogio de la personalidad de su ex suegro, el generalísimo Trujillo, con lo cual la entrevista, que temí pudiera ser formal y distante, resultó cálida y amena ¡Pobre embajador Rubirosa!
Sobre la singular relación de Perón con su madre, ilustra el siguiente episodio. No hacía mucho tiempo que ejercía funciones de canciller. Una mañana mi secretario Víctor Faruelo me comunicó que la madre del presidente quería hablar conmigo. La atendí y del otro lado del hilo encontré una señora amable que con humildad pedía una audiencia. Le contesté que sería yo el que iría a saludarla y conversar con ella. Se trataba de un gesto de buena educación. No obstante, insistió en verme. Le reiteré mi propósito de visitarla y al final accedió. El departamento donde vivía cerca de la plaza Miserere próxima a la estación Once, era modesto. Me recibió afablemente en una salita decorada con algunas pinturas y unas fotografías que presumí eran de allegados suyos. Era de mediana estatura, maciza, de cabellera renegrida, facciones comunes y aspecto aindiado. Llamó mi atención la nuca cortada a pico como la del presidente. Extendió su mano para saludarme. Las manos de la señora Sosa de Perón eran regordetas pero firmes. Percibí a través del saludo manual a una mujer elemental pero corajuda. Agradeció mi visita. “Tengo que hacerle un pedido. ¿Me va a disculpar?” El pedido no tenía importancia, se trataba de la designación de un joven recomendado que aspiraba a ingresar en la carrera diplomática. Me conmovieron los títulos que ella exhibió en su favor. Eran todos subjetivos. Fui amable y no le prometí nada en concreto.
En mi gestión de canciller no efectué ninguna designación. Los únicos nombramientos que hice fueron de embajadores y ministros, dentro de los límites permitidos por la ley. En ese sentido conté con el más amplio apoyo de Perón. Sin embargo, como nunca se sabe a ciencia cierta lo que puede ocurrir, dejé una puerta abierta a sus ilusiones, porque la esperanza es una canasta que pesa poquito y ayuda a caminar.
Al día siguiente tenía que verlo al presidente. Terminada la audiencia me pareció oportuno referirme al encuentro de la víspera. “Ayer -le dije- tuve el gusto de conocer a su señora madre.” Su expresión cambió; no pudo ocultar un gesto de sorpresa. “¿Cómo fue eso?”, preguntó inquisitivo. Le conté cómo habían sido las cosas. Escuchó atentamente. “Mire doctor Paz, le acrezco que hay sido usted el que se hay molestado, aunque no debió hacerlo. En lo sucesivo le ruego que le lleve el apunte porque lo va a volver loco con sus pedidos.” Y cambió de tema.
Más que lo formal del diálogo, que lo entendí pues pudo molestarle la interferencia en la gestión de su ministro, hubo ciertos imponderables de la conversación que me indujeron a pensar que la relación con su madre no era tan fluida como yo lo suponía Otros episodios que ocurrieron después no alteraron esa impresión.
Perón era un racionalista. La estructura de su pensamiento, cartesiana. No porque sí eligió el seudónimo de “Descartes” para firmar los artículos que escribía por años ’50, para el diario Democracia. Allí se percibe esa preocupación por reducir a un común denominador racional el no racional mundo de la política. Su propia escritura –regular, equilibrada; sus trazos, que denotan reserva, cortesía, ponderación y que pueden traducir también disciplina excesiva- conforma la de una persona cuyos sentimientos están dominados por la razón y el equilibrio mental. Es oportuno recordar, según la propia confesión de Perón, cuáles fueron los tres libros que más influyeron en él, los tres, regalo de su padre cuando se recibió de subteniente. El primero de ellos, el Martín Fierro, concebido por Hernández como un gaucho, sino racionalista por lo menos razonador. Cada estrofa del Martín Fierro es el fruto de una experiencia. El la transforma en un axioma, es decir, en una verdad sometida al proceso de la razón: “¡La pucha que trae liciones/el tiempo con sus mudanzas!”.
En cada página del Martín Fierro hay por lo menos una moraleja, o alguna lección, que para el caso es lo mismo. ¿Y qué es la moraleja sino una enseñanza, y qué, sino la aplicación de la inteligencia puesta desentrañar el fruto de una experiencia? Pura razón, pues.
“Pero el hombre en su acomodo/es curioso de oservar:/es el que sabe llorar/y es el que los come a todos.”
¿No es ésta la mejor definición del político? Y así, siempre, va desgranando su sabiduría.
La sabiduría de Perón era, diré así, telúrica. La llevaba en la sangre con la naturalidad que el caballero, aunque sea pobre, lleva su capa. Y también con su serenidad para afrontar los golpes de la vida por más duros que ello fueran. Las estrofas del Martín Fierro cuyo texto conocía de memoria y aplicaba, sin duda, cimentaron su filosofía de vida.
El segundo libro de los tres que le regaló su padre fue Las vidas paralelas de Plutarco, que Perón leyó y releyó. “Para que te inspires en estos varones sabios”, rezaba la dedicatoria. El tercero, Las carta a mi hijo de Lord Chesterfield. “Para que aprendas a transitar entre la gente”, fue el consejo de su padre.
Hacía muchos años que yo no leía esta obra. Cuando a raíz de este capítulo sobre la vida de Perón, traté de conseguirla, me fue imposible. ¿Quién se acordaba ya de esas cartas? Fue gracias a mi amigo Orlando Pazzi, que las consiguió en una ignota librería de viejo, que pude volver a leerlas. La figura del padre de Perón ha sido subestimada o cuanto menos pasada por alto. Pienso que quien recomienda esos tres libros como hilo de Ariadna para recorrer el laberinto de la vida, es alguien muy importante.