Teniente General Juan Domingo Perón
Discurso en la cena anual de camaradería
de las
Fuerzas Armadas de la Nación
7 de julio de 1953
Las Fuerzas Armadas de la República celebran hoy el aniversario de la Independencia que lograron en los días heroicos de la emancipaci6n americana. Todos los años, y en vísperas de esta misma techa, los hombres que tenemos el honor de revistar como soldados en el Ejército Argentino nos reunimos para templar el espíritu con el recuerdo de las glorias pasadas a fin de que ese mismo temple antiguo de los varones que nos dieron esta tierra que servimos, nos mantenga despiertos y firmes en esta eterna guardia que montamos por la justicia, por la soberanía y por la libertad de nuestro pueblo. Pero esta vez nos acompañan, como en los días heroicos de la primera libertad, los sentimientos, los altos ideales y la voluntad mancomunada del pueblo chileno, que representa el Presidente Ibáñez.
Su presencia nos recuerda esta noche las palabras que pronunciara en Chile el general Las Heras en 1863, ante el bronce fresco del Libertador San Martín, diciendo que “hubo una época gloriosa en la historia de este continente en que todos los americanos éramos compatriotas unidos por el doble vínculo de nuestro común infortunio y nuestros comunes esfuerzos por la independencia”.
Es el pueblo chileno y son sus ejércitos, cuya memoria será eterna como la fama de sus virtudes, quienes nos acompañan en la persona del señor general Ibáñez, que lo mismo ha sabido concitar la opinión de sus conciudadanos en las lides políticas, tan difíciles y duras en los tiempos que corremos, como llevar sobre sus hombros la responsabilidad de preparar los ejércitos de Chile para las horas amargas de una lucha que él mismo convertiría después en un tratado de paz y de amistad con el pueblo hermano del Perú.
Esta nuestra tradicional reunión de camaradería militar está completa en esta noche, que nos recuerda, con otro escenario y en otros tiempos, las noches apacibles que solían darse para el «Ejército de los Andes y de Chile» entre las duras jornadas de la gesta común libertadora. Los soldados de San Martín, acostumbrados desde 1817 a la compañía noble y generosa de los chilenos, sentimos, en la persona del general Ibáñez, la presencia de los soldados de O’Higgins, cuya tradición de honor y dignidad tiene su justa expresión en este ilustre chileno, que nos trae, con su visita, el espíritu de la Escuela de Caballería de Quillota, orgullo de las fuerzas armadas que custodian la dignidad y la soberanía del pueblo chileno.
Han cambiado los tiempos desde aquellos años difíciles y duros en que chilenos y argentinos sentíamos sobre nuestras espaldas la responsabilidad de la primera liberación americana, bajo el acicate tenaz y permanente de nuestros grandes Capitanes. Sobre aquel encuentro de nuestros pueblos y de nuestros ejércitos ha pasado también el tiempo. Durante más de un siglo hemos dejado de oír el ignoto llamado de San Martín, que expresaba como la única pero inexplicable explicación de sus altas empresas idealistas, diciendo para la historia de su genial desobediencia: “Debo seguir el destino que me llama”.
Durante más de un siglo chilenos y argentinos hemos dejado que manos extrañas apagasen, con silencios incomprensibles y a veces inconfesables, la voz de nuestra propia sangre derramada en una comunión sin fronteras y sin límites por la libertad americana. En este largo intervalo del tiempo que nos separa de nuestra primera unión sólo en contadas excepciones ha sido quebrado el silencio de nuestras fronteras espirituales, cerradas a todo llamamiento. Así, por ejemplo, durante 90 años han sido silenciadas ante nuestros pueblos las palabras que la gratitud chilena de don José Victoriano Lastarria pronunciara en 1863; y hoy nos sorprende por eso el recuerdo de sus conceptos generosos y justos pronunciados por él cuando Chile inauguró su monumento e San Martín: “¡Una es la gloria de estos pueblos -dijo Lastarria-, una es su historia, uno su porvenir!” ¿Por qué no han de volver a andar juntos su camino como cuando les trazaba la senda de su libertad el vencedor de Chacabuco y Maipú…? Y nos duelen las palabras de aquel tiempo como un reproche íntimo por nuestra inconsecuencia ante los altos ideales de la gesta común libertadora. Como si un siglo entero hubiese pasado en vano por nuestra historia común, llena de pequeñeces, de pasiones bastardas, de estériles enconos, de rencillas que son inexplicables si no se mira la deslealtad y la inconsecuencia de los hombres que debían conducir los altos ideales que en 1817 se amparaban bajo la misma bandera y cantaban incluso la misma canción fundamental, sin resquemores, ni recelos, ni suspicacias; como si un siglo entero hubiese pasado en silencio sobre la primera etapa de nuestra historia común y solidaria, las palabras como entonces, con la misma tremenda acusación, diciéndonos de frente, como se dicen las palabras duras en las horas amargas: Estamos solos. Somos pueblos nuevos y casi huérfanos en el mundo. . . en el centro de la civilización y del poder no se quiere creer en nuestra virtud, en nuestra dignidad, en nuestra gloria. . . y se pretende ver en nuestra América solamente pasiones antisociales, instintos salvajes en lugar de principios de razón y de justicia. ¡Estamos solos! Unión fecunda -dice después refiriéndose a la unión de nuestros pueblos-; consagrada por la sangre y el dolor. ¡Que no la recordemos en vano! ¡San Martín era su símbolo, y ya que el héroe revive entre nosotros, que reviva la antigua unidad de los pueblos americanos! ¡Que Bolívar sea el emblema de la unión de colombianos y bolivianos! ¡Que el nombre de Hidalgo reanime a los mejicanos! ¡Que todos juntos sigamos las huellas de aquellos grandes hombres hasta consumar la obra de la independencia, por medio del triunfo de la democracia! Este -sigue diciendo Lastarria- es un momento solemne para América. El viejo mundo le pide cuentas de su independencia… El imperio del derecho en todas las esferas de la vida es todavía un problema para la humanidad; y Dios ha querido que América sea quien lo haya de resolver primero. ¡Que no se desdeñen sus dolores! ¡Que no se burlen de sus sacrificios! ¡La misión de América es santa! Es el combate del derecho y de la verdad contra la fuerza y la mentira.
Para que esta guerra se termine con gloria, América necesita unir a sus hijos como los uniera en otros tiempos para conquistar su personalidad. Reanimemos el entusiasmo de nuestras glorias pasadas y que el nombre de nuestros héroes sea el de esta nueva liberación!
Desde el siglo pasado nos llegan también las palabras llenas de genialidad y de idealismo pronunciadas por nuestros libertadores, palabras cuyo solo recuerdo aguijonea nuestras almas como el reproche amargo por la más condenable de las infidelidades. Es el mismo O’Higgins diciéndonos desde 1817: Ha sido restaurado el hermoso reino de Chile por las armas de las Provincias Unidas del Río de la Plata bajo las órdenes del General San Martín. Elevado por la voluntad del pueblo a la suprema dirección del Estado, anunció al mundo un nuevo asilo, en estos países, a la industria, a la amistad y a los ciudadanos todos del globo. La sabiduría y recursos de la Nación Argentina limítrofe, decidida por nuestra emancipación, dan lugar a un porvenir próspero y feliz con estas regiones. Es también San Martín quien nos traza la ruta de sus ideales renunciando a todo poder político sobre Chile ante la Asamblea del pueblo chileno que lo proclamaba Gobernador de Chile, con omnímoda voluntad, indicándonos con ello y definitivamente que toda unión entre los pueblos de América no podrá realizarse sino bajo el signo de la libertad y la soberanía. Sin embargo, cuánta difamación injusta y deleznable hubiese corrido por el mundo de nuestros tiempos con motivo de la carta del Libertador al Cabildo de Mendoza, escrita casi al apearse de su caballo cubierto aun por el polvo del combate de Chacabuco y en cuyo texto declara: “Todo Chile ya es nuestro”.
En estos momentos de la humanidad, llenos de mentiras y de malas intenciones, no faltarían los suspicaces que vieran en las palabras del Libertador una confesada intención imperialista, como si sentirnos hermanos no nos otorgase el supremo derecho de llamarnos mutuamente compatriotas, como añoraba ya en 1863 el general Las Heras con los mismos anhelos y sentimientos con que hoy lo añoramos los hombres de aquí o de allá que todavía creemos que los grandes ideales pueden realizarse entre los hombres. La clave de nuestro propio porvenir También desde aquellos años difíciles de la Liberación, San Martín nos ha venido señalando la meta de nuestro camino, porque al decirnos: debo seguir el destino que me llama, nos está urgiendo a repetir con él la misma sentencia que deberá convertirse en la clave de nuestro propio porvenir, gritándonos desde el fondo inapelable de nuestra historia que debemos seguir el destino que nos llama.
Si alguien osase preguntarnos: ¿Desde dónde nos llama? ¿Hacia qué meta nos conduce ese extraño llamado que se llama «vocación» lo mismo para los pueblos que para los hombres?, la respuesta está bien clara en la historia misma de aquella década heroica de O’Higgins y San Martín, cuyo sentido dinámico nos hicieran olvidar después los hombres pequeños y mediocres que sustituyeron nuestros ideales por el interés, nuestra cultura por la técnica, nuestra verdad por la mentira disfrazada de verdad, nuestros derecho por su mistificación, nuestra justicia por la explotación, nuestra libertad por la entrega consumada en las sombras de la noche y nuestra soberanía por migajas de monedas o por vidrios de colores. Es el mismo San Martín quien nos llama persistentemente desde 1817 diciéndonos que Chile es la ciudadela de América del Sur, y su gran ideal de constituir una confederación continental golpea en su corazón extraordinario cuando regresa a Buenos Aires en bien de la América -como dicen- y se encuentra en el camino con la carta de Pueyrredón que lo interpreta expresándole: “¡Qué bella ocasión para irnos sobre Lima! “.
Comunidad de sentimientos e ideales nuestra historia común ha recogido también, entre tantas joyas magníficas que vienen a dar su luz en nuestro tiempo, las palabras ‘del embajador argentino Guido, colaborador de la conquista de Chile, íntimo de San Martín; y es él mismo quien declara: que el principal objeto de su misión debía ser estrechar las relaciones y vínculos de Chile con las Provincias Unidas y establecer los principios y leyes que debían observar ambos países en lo relativo al comercio recíproco y con los extranjeros sobre la base de la mutua reciprocidad y conveniencia.
En ningún momento los libertadores de Chile y Argentina y sus personeros e intérpretes directos olvidan que la lucha por los altos y comunes ideales no termina en la independencia y los acuerdos de Argentina y de Chile. Siempre es América, en particular América del Sur, el gran objetivo de la liberación, pero siempre sobre las bases comunes de acuerdos mutuos que no afecten la soberanía y la libertad de los pueblos emancipados por el ideal sanmartiniano y por el esfuerzo conjunto de los dos libertadores cuyos espíritus presiden, en esta noche extraordinaria, esta comunión de sentimientos, de ideales y de voluntad de nuestros pueblos. A tal punto llega la subordinación del Gran Capitán de los Andes a la soberanía de Chile, que no duda en aceptar, del General O’Higgins, Director Supremo del Estado Chileno, el cargo y las funciones del General en Jefe del Ejército Nacional que se llamó chileno y enarboló la bandera de Chile, aunque formaban en sus filas todos los soldados argentinos que dieron a las fuerzas de la liberación la denominación de Ejército Unido de los Andes y de Chile: nuevo Ejército Libertador Sudamericano -como le llamaron San Martín y O’Higgins-, nuevo Ejército Sudamericano con destinos solidarios y con glorias comunes.
También desde las páginas comunes de nuestra historia, San Martín, más allá de sus designios militares, nos habla de la unión de nuestros pueblos, de sus comunes inquietudes y de sus concordantes objetivos culturales, sociales, económicos y políticos. Pero, así como San Martín insiste en la liberación total de América sobre la base de una confederaci6n de naciones con iguales derechos, soberanas y libres, y sobre la necesidad de una mutua complementación social, cultural-; económica y política, el mismo O’Higgins, que comparte con absoluta unidad de concepción las ideas de San Martín, nos recuerda, en diciembre de 1817, comentando a su pueblo la Campaña del Perú: “esta Campaña fijará los destinos de Chile y acaso también los de América”, señalándonos así el camino sobre cuyas metas se han ensañado la pequeñez de los mediocres y el egoísmo de los interesados en hacernos olvidar nuestros grandes ideales, que son, desde la decisión común de San Martín y O’Higgins, deberes ineludibles para todos los chilenos y para todos los argentinos.
Señor Presidente, Señores Ministros, Camaradas: Los recuerdos históricos podrían extenderse casi hasta el límite de lo infinito. Los que he enunciado prueban fehacientemente que no nos hemos equivocado los gobiernos de Chile y de Argentina cuando en el Acta de Santiago que firmáramos el 21 de febrero pasado establecimos solemnemente que era nuestro propósito alcanzar los ideales comunes e irrenunciables de nuestros pueblos, concretando así el espíritu que animó la unión de Argentina y de Chile en las gestas históricas de la independencia.
Pero en ella no nos hemos olvidado de América, y en un afán generoso que nos impone el espíritu de nuestros pueblos hemos ex-tendido los alcances de nuestros ideales comunes e irrenunciables al ámbito total de las Américas, declarando con la absoluta franqueza que corresponde a dos soldados, uno chileno y otro argentino, intérpretes de dos pueblos dignos cuya voluntad representan, que mediante la acción conjunta y solidaria de Chile y de Argentina pretendemos realizar el ideal panamericano de cooperación entre las naciones y pueblos hermanos del Continente. Libertad y soberanía amenazadas Las razones fundamentales que nos impulsan y que nos alientan a realizar esta empresa extraordinaria nos llegan, como acabo de probarlo, de la conformación espiritual de nuestros pueblos, que se nutrieron en sus primeros días de libertad con los altos ideales que obsesionaban, como estrellas polares en la noche de una meta perdida, las miradas y los corazones de nuestros insignes capitanes. Los tiempos han cambiado en América, pero la libertad y la soberanía de nuestros pueblos siguen amenazadas como en 1817. Cuando se habla de ellas en el lenguaje formal de los convencionalismos adquiridos, se intenta ocultar habitualmente a nuestros pueblos la dura verdad de los oprobios y de los sometimientos que a veces no queremos confesar. Ahora va no son los sometimientos ni las opresiones políticas, que por lo menos en 1817 se vestían con uniformes de milicia, los que amenazan o ciegan la libertad y la soberanía de los pueblos de América. Hoy son las inconfesables intenciones de los intereses que pretenden dominar los que, por todas partes, pretenden mantener la división de nuestros pueblos de América para reinar sobre ellos mediante la explotación y la esclavitud más oprobiosas de todos los tiempos. Por ello, frente a las nuevas fuerzas de carácter económico que pretenden dominarnos, nosotros, chilenos y argentinos, retomando los antiguos ideales de O’Higgins y de San Martín, y pensando como ellos en nuestros pueblos y también en los pueblos de América, hemos decidido realizar la unión de nuestras fuerzas económicas, creyendo que, esta es acaso la última hora que el destino nos ofrece para cumplir con la misión que Dios nos tiene reservada en sus eternos designios insondables.
Presentimos que el año 2000 nos hallará unidos o dominados. Estamos seguros de que la generación del año 2000 será nuestro juez inexorable, y no deseamos que ella nos condene como traidores de nuestros primeros capitanes y menos aún como traidores de nuestros propios pueblos. Sabemos que en 1953, como en 1817, la infamia y la calumnia se cernirán sobre nuestros planes y amenazarán nuestros ideales. Sabemos ya que hablar de unión entre chilenos y argentinos y con la mismas palabras de San Martín y O’Higgins es merecer el encono de la lucha solapada y artera. Sabemos también que llamarnos «compatriotas» es poco menos que un delito del que nos acusan precisamente todos los mercaderes que prefieren llamar compatriotas a los compradores de libertad y de soberanía. Pero también sabemos que para dominar a las fuerzas del mal no hay otro camino que el antiguo principio de la conducción que aplicaron, con tanto dolor y con tanto sacrificio, nuestros mayores: la decisión de vencer. Decisión irrevocable y definitiva. No debemos engañarnos ante el porvenir. Ninguna clase de unión se realiza con papeles. Los pactos firmados suelen ser a veces letra muerta. Todas las grandes empresas idealistas de los hombres deben enfrentar cada día la acción del enemigo que ahora, como en 1817, no se avergüenza de proponernos, como el virrey de Lima a San Martín, que entreguemos nuestras banderas comunes ofreciéndonos en venta derechos y prerrogativas a cambio de un nuevo acatamiento a los altos dirigentes imperiales. Sabemos demasiado bien que detrás de nuestras firmas y aun más allá de la letra de cualquier convenio está la fuerza que representa la voluntad mayoritaria de nuestros pueblos, con una ambición insaciable de justicia, de libertad y de soberanía. Nuestro dilema es definitivo y terminante. Por un camino se nos muestra la tranquilidad interna e internacional, la ausencia de todas las infamias, mentiras y calumnias que suelen respetar a los gobiernos que se entregan, y junto a ese panorama de bonanza, este primer camino nos presenta también el espectáculo de nuestros pueblos escarnecidos y explotados, sobre cuya dignidad se ensañan todos los atropellos de la fuerza. El otro camino nos muestra un campo de batalla lleno de encrucijadas, especiales para toda traición, para todo sabotaje, para toda emboscada, y nos prepara una permanente y sistemática campaña de difamación pero, en cambio, por ese camino estrecho, ascendente y espinoso, van nuestros pueblos con la frente bien alta, justos, soberanos y libres. El pueblo de Chile ha visto en el general Ibáñez al intérprete de sus esperanzas porque ha creído en él y en su decisión de elegir el camino de su pueblo; y yo, precisamente por eso, porque creo en el Presidente Ibáñez y porque soy soldado como él de un ejército del pueblo, lo sigo con mi decisión, que es irrevocable y definitiva, como deben ser las decisiones que toman los soldados cuando están en juego los supremos ideales de la Patria.
Algunos piensan -y así lo proclaman- que la empresa es demasiado grande, dura y difícil, y aun se atreven a añadir que es imposible. Yo me permito contestarles en nombre de los pueblos de Chile y de Argentina que conozco, siento y quiero con la misma intensidad de mis afectos: Si. La empresa es grande, dura y difícil. Es casi imposible, como cruzar en 1817 la Cordillera y empeñar una batalla en Chacabuco. Pero precisamente por eso Dios nos hizo chilenos y nos hizo argentinos; precisamente por eso nos engendraron en la historia San Martín y O’Higgins, y precisamente por eso tal vez entre nuestros pueblos se levanta la Cordillera de los Andes para que mirando sus cumbres y aprendiendo a vencerlas cada día realicemos el ejercicio diario de vencer, que es la única escuela de los pueblos y de los hombres capaces de realizar las grandes empresas que luego la historia contempla con admiración y con asombro. Contamos con el apoyo total de nuestros pueblos. Esto lo saben muy bien, entre nosotros y en Chile, los ilustres camaradas de las Fuerzas Armadas que, venidos del pueblo, conocen sus más íntimos anhelos, y son ellos, precisamente, nuestros camaradas chilenos y argentinos, los testigos de honor ante quienes yo entiendo justo y honrado confiar los pensamientos que inspiran esta nueva liberación que nos proponemos realizar con el mismo espíritu y los mismos ideales que presidieron las gestas de O’Higgins y de San Martín.