RELATO HISTÓRICO
HISTORIA, VERDAD
Y COMPROMISO
Por Alejandro Francisco Álvarez
SEGUNDA PARTE
EL ESTADO
CAPITULO VI EL UNIVERSALISMO
El Universalismo I
En 1967 comenzó, según Kondratieff, el 4º ciclo del capitalismo. En 1970 pasó el momento de crecimiento de ese ciclo y empezó el proceso de la depresión, que durará 50 años hasta el fin del ciclo, hacia 2010-2015. Por esos años se ha supuesto que, a la par del que finaliza, comenzará otro ciclo capitalista. Pero también el que transcurre actualmente puede ser el último y no seguir después ninguno. Como está todo fuera de cauce, los otros procesos volvieron a su cauce (por ejemplo, el de las etnias en Europa) porque el capitalismo -lo que era el capitalismo- no estaba en realidad amenazado políticamente. Pero hoy, cuando el capitalismo ya no existe y sí está políticamente amenazado como sistema, ha iniciado este curso pero no se sabe cómo terminará. No puede predecirse que vaya a terminar como los ciclos anteriores y se vaya a recuperar: es absurdo ¿cómo haría, cuando los que quieren hacer el salvataje no pueden y los que pueden no quieren, como señala Mauricio Prelooker en un informe de comienzos de 1998? Los que pueden -el aparato financiero- no quieren hacerlo, y los que quieren -los estados complicados en el tema- no tienen con qué.
El sistema financiero global tiene desde hace tiempo un agujero negro, que crece como se dice que lo hace el de ozono y actualmente es de más de 600.000 millones de dólares. Sólo Corea debe 300.000 millones. ¿Cómo será después? Hace veinte años el dólar tenía un poder adquisitivo diez veces mayor que el actual, pero desde entonces su valor ha ido disminuyendo progresivamente y a comienzos de 1998 todos los indicadores señalaban que el rojo estadounidense crecía a razón de 100.000 millones de dólares mensuales. A los norteamericanos este hecho les resulta por ahora una insignificancia, pero a mí me trae el recuerdo de la desaparecida fábrica textil La Bernalesa, que estuvo treinta años quebrada y siguió trabajando bajo las órdenes de un interventor, Gabi Salomón, que actuó a la manera de Sofovich en ATC. Es éste también el caso de los grandes bancos.
La larga enfermedad de Occidente
Estamos, por tanto, aproximándonos cada vez más velozmente al punto crítico de la crisis. Una crisis que va más allá del mero capitalismo, puesto que se puede considerar como la crisis terminal de toda una civilización enferma, la llamada civilización Occidental.
En realidad Occidente nació enfermo. Pero fue la suya una enfermedad de largo trámite y con muchos altibajos. Esa enfermedad es el fariseísmo. Un fariseísmo crónico e insidioso. ¿Qué se dice cuando se dice fariseísmo?
En el estado actual de la cultura podría creerse que hago referencia a la colectividad judía, y no es cierto. Los fariseos judíos eran los del siglo II antes de Cristo, en que nació la secta farisea, como una reacción más frente al abandono de la cultura propia y a la mestización, ya que la endogamia para el pueblo de Israel no era un problema racial sino religioso. Era endogámico por una cuestión religiosa, no por una cuestión racial. No se puede hablar de raza, en principio, porque Israel es uno de los pueblos más mestizos que existen. No sólo ahora, sino desde sus orígenes. Lo que determinaba a los judíos era su culto, que constituía a la vez su cultura. El alma y eje de esa cultura era el seguimiento de la Ley: Moisés, Esdras, Ezequiel, todos tenían la misma intencionalidad -fallida, por cierto, aunque durante un tiempo funcionó- de recuperar la Ley en su originalidad primera, es decir en el Decálogo, los Diez Mandamientos, desde el primer legislador en adelante. El avatar histórico fue corrompiendo y corroyendo tanto la cultura como el culto: de ahí el abandono de la endogamia, no racial, sino religiosa (se transformó en racial mucho después).
Los fariseos, que aparecen en la época del reino macabeo, de Judá, eran también un retorno a la Ley. Pero la Ley que concebían a esa altura de los tiempos no era ya el Decálogo, sino los 630 preceptos del Talmud. En verdad no era ya la Ley, sino un sucedáneo de la Ley, de una inmovilidad absoluta.
Hay cierta dificultad en hacer inteligible esta época, porque paralelamente son los macabeos los que helenizan Palestina: el idioma, los nombres… La cultura griega en su período helenístico (siglo II a.C.) entra en Israel de la mano de los macabeos. Y de los sumos sacerdotes del Templo, porque más que un retorno a la Ley (la nación) era la sujeción al orden de los magistrados (el estado, el reino). En dos siglos pasaron de ser puros cultores de la Ley a ser escribas, recaudadores de impuestos y demás oficios estatales que aparecen claramente en los Evangelios cristianos y en las Antigüedades Judías y la Guerra de los Judíos, extensas obras impregnadas de cultura griega del fariseo Flavio Josefo. Ambas cosas -la helenización de la cultura y la estatización de la sociedad- encajaron perfectamente la una en la otra. ¿Por qué? Primero, porque fue bajo esas formas que el fariseísmo se convirtió en oligarquía. Fue la cultura griega la que oligarquizó a los judíos, apoyada en una estagnación del culto y en una extensión humana de la Ley originaria (los Diez Mandamientos). ¿Qué produjo en los judíos? Eso que señala el Evangelio: no sólo se convirtieron en oligarcas sino que fueron los que contribuyeron en segunda instancia (pues primero fueron los griegos) a la construcción de un pensamiento contracultural, y por ende anticristiano, porque ése era ya el tema.
Los fariseos de hoy
Pero hoy, cuando se habla de fariseísmo, no se habla ya de los judíos, se habla de los que son ideológicamente fariseos. Esos no son judíos, aunque en la colectividad judía -y éste es uno de sus problemas-, después de la Diáspora, la única secta sobreviviente, y por tanto culturalmente dominante, haya sido la farisea. Los judíos han mantenido a partir del año 70, desde un punto de vista histórico y antropológico, las costumbres del Talmud -tal cual era criticado en aquel momento- como alimento, y aliento también, de una empresa positiva: la preservación del pueblo de Israel, y de otra negativa: haberse constituido en los claros enemigos de Cristo, y del hombre. Desde un punto de vista ideológico, informaron al conjunto de las oligarquías de una serie de métodos que eran propios de los fariseos. Pero tales métodos también eran los de la oligarquía griega, como se demostró después en Bizancio y más tarde en el imperio turco de la Sublime Puerta, cuyos gobernantes no eran los turcos sino los griegos.
Quiero decir con esto que, con cualquier religión -cristiana, musulmana o judía- el fariseísmo sobrevivió como metodología, como ideología, yo diría como forma muy clara de control y dominio oligárquico, más perfecto en el daño que las oligarquías griegas originarias. Los fariseos asumieron de este modo la pauta contracultural fundamental, que es la tragedia. Y ésta es la enfermedad de las formas políticas, pero también de la civilización y de la cultura de Occidente, que fue propagando a lo largo de los siglos el contagio de la contracultura.
Hoy, casi dos mil años después, los ropajes caen y quedan a la vista estos huesos que hoy todo el mundo está viendo, y en los huesos se identifica el fariseísmo. ¿No fue farisaica, en todo, la oligarquía británica? El primer grupo oligárquico organizado en el Occidente cristiano fue la oligarquía británica. Su pensar es un pensar farisaico, el del “Israel británico” del que habla Arnold Toynbee, que el protestantismo – en tanto forma farisaica de vivir el cristianismo- vino a reforzar.
Nada de cuanto que aquí expreso es contra los judíos. Al contrario, es a favor de ellos. Porque las primeras víctimas del fariseísmo fueron las comunidades judías, y llevan casi dos mil años inmoladas. El fariseísmo es tan oligárquico, es decir, tan asesino, que a los primeros que ha sacrificado ha sido a sus propios correligionarios.
El antisemitismo
Vale la pena, llegados a este punto, preguntarnos de qué es producto el antisemitismo: ¿del resto de los pueblos del mundo o del fariseísmo? Y podríamos contestar que el antisemitismo fue una creación del fariseísmo, en primer lugar para controlar a las comunidades judías: por eso los fariseos crearon la culpa, claramente trágica, y el gueto, un sistema incuestionable de control, como sigue siéndolo y como lo vivimos también en la Argentina. En este sentido, los fariseos han sido, antes que nada, verdugos de su pueblo. Y después, también, verdugos de todos los pueblos. No ofrecen esas víctimas a Jehová sino al dios verdadero de los fariseos que, como dice el Evangelio, es Mammón, el dios del oro. Y eso no es la colectividad judía, que en esta historia ha sido el primer cordero victimado por el fariseísmo, por mano propia o por mano ajena (el caso de los imbéciles que entran en el juego del antisemitismo, comprobablemente manejados por los fariseos).
La enorme mentira de los campos de concentración, repetida al infinito, consistió en que los fariseos nunca pudieron decir es quiénes eran los responsables verdaderos de la vida dentro de ellos. Porque los kapos eran ni más ni menos que judíos fariseos. Tal la razón del silenciamiento de Rassinier, el diputado socialista francés prisionero de Dachau durante tres años que, tras su liberación escribió la verdad de los campos.
Como los fariseos han informado ideológicamente al conjunto de los sistemas oligárquicos del mundo, sean de donde sean y de la religión que sean, han formado también parte indiscutible de los verdugos del mundo y han sido los principales verdugos de Israel.
Pero ¿no ha sido ésta, acaso, la verdadera condena? ¿No ha sido esto lo que eligieron un día, frente a la torre Antonia?
Por más que la Iglesia Católica, y personalmente nosotros como cristianos, los perdonemos -nunca hubo condena sobre los judíos- lo que no se puede perdonar es el fariseísmo, sean sus cómplices judíos o no. Como la inmensa mayoría de los fariseos no son judíos, no hay nada que perdonar.
Y aún así debemos perdonar. Pero se trata ya de otra cuestión. Aunque, por esto también, se plantea es la Devolución: ¿Qué exigimos a los fariseos? Que devuelvan lo que no es de ellos, lo que robaron, lo que esquilmaron, lo que mal administraron. Si lo devuelven no habrá más problemas, hayan sido lo que hayan sido. Es la regla: el que ha pecado debe arrepentirse y restituir para ser perdonado. Así de simple.
Y todo esto constituye un problema cultural fundamental. Fundamental en la cultura Argentina, porque tenemos también, como los hay en otros lados, núcleos agresivos que no son los judíos. Hay una mentira permanente, de origen farisaico -son siempre ellos los que lo dicen- que se apoya en el tema del antisemitismo. Apoyándose en ella, conducen a la colectividad judía por medio de la condena incesante a la persecución antisemita, a la que previamente provocan y hasta diría que promueven. Pero el verdadero tema no es ése. El verdadero tema -el que será capaz de cortar la eterna cadena que mantiene atado al pueblo judío y el que aportará la solución liberadora y con ella el alivio- es la comprensión del fariseísmo como contracultura.
En la Argentina jamás existió persecución antisemita, y en los lugares donde existió también han sido los fariseos -no los judíos- los que la fabricaron. Los judíos no son responsables más que de su propia tristeza, de la cual son herederos. Esa tristeza terminará con la Parusía, la aparición del Espíritu: la conversión de Israel será uno de sus signos históricos.
¿Quién duda que Israel es el pueblo elegido? Nadie. Los cristianos, además, lo afirmamos. Está, además, en la Profecía, no en el Antiguo Testamento, sino en el Nuevo. ¿Ha dejado Israel de ser el pueblo elegido? No. Por tanto ¿cómo podríamos estar en contra? Sería una incongruencia. Los que están en contra de los judíos, aunque se digan católicos, son estúpidos, instrumentos del fariseísmo… pero no cristianos. Los cristianos, por serlo, somos ya seguidores de un judío.
El Universalismo II
No se puede hablar de lo que pasa hoy si no se habla del origen de la modernidad, porque esto que vivimos hoy está inserto, en su último tramo, en la modernidad anglosajona o del Norte, que en realidad empezó hace unos 500 años, en el siglo XV, con algunos adelantos ya en el siglo XIV.
Hay quien piensa -por ejemplo, Bárbara Tujman, historiadora norteamericana que ha escrito dos ó tres cosas importantes, o Règine Pernoud, especialista en Edad Media francesa que tiene unos trabajos también muy importantes- que el punto de cambio estuvo, en rigor, en los siglos XIII-XIV, durante el período de la Peste Negra. Murió por entonces entre el 50 y el 60 por ciento de la población de Europa, o de Occidente, y ese hecho, según estas historiadoras, habría perturbado notablemente y trastrocado posteriormente la perspectiva personal y colectiva de la sociedad medieval.
Para Werner Sombart, en un trabajo llamado Lujo y Capitalismo, el tema del lujo es el origen del capitalismo, como lo es para Weber el juego (y ambas dos cosas son ciertas, porque juego y lujo van juntos). El lujo empezó después de la Peste Negra, entendiendo por lujo aquéllo que los señores italianos del Renacimiento temprano en las ciudades italianas y los señores de Francia empezaron a poner de moda en la vida personal y familiar. El lujo llegó mucho más tarde a España, una vez concluida la guerra de la Reconquista, y parece haber sido -por lo menos para Sombart- lo que empujó aquéllo que después Marx denominó la acumulación primitiva, esto es, la acumulación dineraria, en manos de la naciente burguesía de las ciudades, que era precisamente la que proveía el lujo: orfebres, sastres, constructores, ebanistas… En la arquitectura civil y militar no religiosa se ve en el salto del castillo de tipo castro (o castrum) al castillo con defensas estudiadas y aspilleras, así como en la transformación de los castillos medievales de los siglos X, XI y XII en fortalezas, por otra parte más confortables y con más ventanas. En las construcciones románicas de arco de medio punto, hasta el siglo XII, eran de muros portantes y no se habían abierto en ellos más que pequeñas ventanas para luz o defensa y se salvaban únicamente con postigos exteriores de madera o mediante cortinas o tapices, pero la aparición de los ventanales aparejó, a partir de entonces, un mayor empleo del vidrio. El reemplazo del arco de medio punto románico por una arquitectura de nervaduras (vigas, columnas y arquitrabes góticos), en los siglos XIII y XIV, lo hizo posible: las paredes dejaron de participar de la estructura y su papel era de relleno: sin debilitar nada, podían agujerearse en cualquier lugar.
Simultáneamente con esto, cambió la pintura. Hasta entonces el fresco, los murales, eran creaciones públicas. Aún en el trescento, Ghiotto, Simabue, Masaccio, Fra Angélico hacen todos arte de iglesia, para el templo. A partir de los florentinos, el ascenso de la burguesía se ve, por ejemplo, en la aparición del cuadro de caballete, típico de la pintura privada, y en el retrato, que también pasó a formar parte del lujo. Digamos que, a partir de Boticelli, los pintores comienzan a trabajar para comerciantes e industriales (como Cosme de Médicis, confaloniero que llevaba el estandarte del arte de Calimala, o de los tejedores, una especie de secretario general del sindicato textil, como Framini*), para los ricos en suma: el burgués visitaba, por ejemplo, al pintor Van Eyck, o lo citaba en su residencia, para pedirle un cuadro de su señora, o de la pareja.
El estatuto y el contrato. Privilegios sólo para la burguesía
En el valle central de Inglaterra, el valle del Támesis, desde el Seber a Cornwall, son todos prados y colinas sin marcación de terrenos (terrenos libres) y en tiempos del Renacimiento sobrevivían allí los derechos comunales propios del Medioevo (de pasturas, aguadas, etc.). Esos derechos fueron eliminados a partir de Cromwell, porque una de las cosas que hizo siempre la burguesía -empezando por Cromwell- fue eliminar los derechos comunales, los “propios”, como se los denominaba en España. Los “propios” eran las propiedades de la comuna, en España y en Hispanoamérica (por eso en las afueras de Montevideo, donde estaban las quintas de la comuna, hay todavía una avenida que se llama Propios). En la Edad Media lo que era de la comuna era de los habitantes, como se enseña en Fuenteovejuna (“Del rey abajo, ninguno”), y no de la institución estatal-burocrática del estado burgués -hoy en día independizada de sus habitantes y en la práctica sólo recaudadora de impuestos y multas- llamada Municipalidad o Comuna.
Las comunas medievales y sus propiedades (quintas o lo que fuere) estaban regidas por el derecho foral (el estatuto y el fuero, esto es, el privilegio), pues todavía no se había hecho presente el derecho burgués (el contrato). La ideología moderna está contra el privilegio. A partir de Martínez de Hoz, ha sido doctrina manifiesta en la Argentina la de “acabar con los privilegios” (los privilegios de los demás, se entiende). Pero ¿qué significaban los privilegios? Sin ir más lejos, eran privilegios en la Argentina los de los ferroviarios cuando tenían su propia ley de retiros, pensiones, etc., y su instituto. Lo mismo ocurría con los bancarios, los viajantes, los empleados del seguro. Privilegios eran también las quitas zonales que figuraban en los convenios: los trabajadores ganaban más o menos de acuerdo a la zona, y esto tenía como objetivo trasvasar y hacer circular riqueza de las zonas más ricas a las más pobres. El privilegio es, en suma, una compensación: quiere decir ley privada. Para la burguesía la ley privada no existe ni debe existir… en los hechos del texto; sólo puede existir en la realidad: todo lo de ellos es privado. La hipocresía empieza ahí. Los resultados, para los argentinos, han ido quedando a la vista desde el gobierno militar de Martínez de Hoz en adelante: los privilegios son ahora únicamente los de la burguesía.
Aquí la cuestión del Derecho se torna importante, porque no se trata del Derecho escrito. No es la Ley positiva, sino el nomos. La burguesía llegó a cambiar el Derecho positivo, pero previamente empezó por cambiar, durante doscientos y pico de años, el nomos mismo de la tierra, es decir, la relación del hombre con la tierra, que no es la propiedad, ni la producción. Propiedad y producción han sido conceptos posteriores. Diría Karl Schmitt que de esa manera cambiaron el jus publicum europeum, el Derecho Público europeo. Convirtieron el Derecho Público en un caos, pues lo que hicieron fue nada menos que privatizarlo. Ya era así en el siglo XVI y se extendió a lo largo de tres siglos y medio. Y así, por ejemplo, una de las causas profundas de la guerra civil en España en 1936 fue la eliminación de los propios en los municipios, por parte de los terratenientes, sacándolos a la venta: ¿qué cosa podía haber, acaso, en la recientemente proclamada República, más democrática que ésa? Claro que después compraron los que los compraron: los que tenían el dinero. Como siempre, los ricos. Tal ha sido permanentemente el verdadero juego de la democracia. Y los españoles que no tenían el dinero, el campesinado pobre del sur, que a lo largo de más de 300 años, con el propio, habían tenido dónde llevar a pastar sus ovejas y dónde cultivar, fueron sumidos en el desastre. ¿Cómo no iba a producirse la guerra civil? Un muy interesante libro de Gerald Brennan contiene la descripción muy exacta de este proceso revolucionario de los ricos contra los pobres en España, cosa que nadie hace y que a los marxistas les ha importado un bledo.
Lutero, primer ideólogo de la rebelión privatizadora
Detrás del ascenso de la burguesía, que ha traído en el mundo todo el proceso de apropiación de lo que antes había sido propiedad común, hay otra cosa. No ha sido la burguesía solamente. En el caso de la rebelión ideológica -Lutero, por ejemplo- el problema no era lo que Lutero decía -cosa que a Lutero mismo le importaba muy poco-; el problema real quedó patentizado cuando el levantamiento de los campesinos en el centro de Europa. Una de las primeras medidas de los príncipes fue privatizar los bienes de la Iglesia. Por eso se hicieron luteranos. Lutero, en efecto, estaba del lado de los terratenientes.
Exactamente lo mismo ocurrió en Inglaterra con Cromwell. En realidad fue Enrique VIII quien inició allí el proceso de la revolución de los ricos contra los pobres, y después siguieron todos los demás, incluido Cromwell, que llevaron el proceso más adelante aún, porque eran presbiterianos, vale decir calvinistas, y no anglicanos. Los anglicanos fueron en un principio los miembros de la oligarquía de la ciudad de Londres; los calvinistas presbiterianos eran los miembros de la oligarquía del interior de Inglaterra, los terratenientes particularmente, cuyos intereses encarnó Cromwell.
La interpretación que podemos dar a todo este momento clave del proceso internacional en curso no puede ser la del marxismo. Hemos de orientarnos mejor si seguimos el rumbo que tomó Hilaire Belloc en sus obras Historia de Inglaterra, Las grandes herejías y Europa y la Fe, en las que estudia y expone el proceso tal como fue en Inglaterra.
Los ingleses negaron el Derecho Romano porque jamás fueron romanos. Parafraseando al uruguayo Methol Ferré, que decía en su libro El Uruguay y el Imperio Británico que “no es que echamos al imperialismo del Uruguay, es que se nos va”, los ingleses podrían decir lo mismo: “no es que echamos a los romanos, se nos fueron”. La razón era obvia: Inglaterra estaba en la última periferia de Roma, muy distante y aislada del centro de la política europea de aquel entonces, por lo que no tenía ningún peso en ella. Algo similar a lo que en nuestros días representa Islandia en relación con Europa. A los romanos les insumía demasiada fuerza para nada.
No se puede hablar de los orígenes de la enfermedad de Occidente sin tomar en cuenta este conjunto de hechos del pasado, al menos como marco. Todo lo que siguió fue nada más que el desarrollo de esta esencia, que estaba ya presente en la semilla de Occidente, en el mismo momento de su nacimiento. Todos los elementos que aparecen hoy ya estaban antes, obviamente con grados diferentes de desarrollo.
El conflicto del Emperador con el Papa, que aparecía como fundamental en la superficie, era un hecho superficial en este contexto, y en lo profundo era otra cosa. ¿No era federal Alemania? La lucha por los electores en Alemania, que fue la que creó los partidos güelfos y gibelinos de entonces -que asolaron Italia desde el siglo XIII hasta el siglo XVI o más- señala claramente que donde se decidía por lo menos el 50 por ciento de la política europea era entre el Rin y el Oder. El otro 50 por ciento se decidía del otro lado de los Pirineos. Y el campo de batalla era la costa del Mediterráneo e Italia. Italia fue el campo de batalla de Europa durante 600 ó 700 años: en ella se batían todos los poderes extra italianos. Así lo veía y lo pensaba Dante Alighieri; por eso De Monarchia, La Divina Comedia y otras obras suyas constituyen un gran alegato por la unidad italiana en el marco de un imperio que es la reminiscencia del Imperio Romano en una nueva Europa. Esto era lo que él creía, y lo creía de Enrique Hohenstaufen, que lo defraudó, al menos según la perspectiva que se había formado. Dante no decía el enfrentamiento, sino la unidad del Emperador y el Papa, porque eran ambas espadas, ambos poderes, los que debían construir Europa. Pero Enrique no pudo hacer lo que Dante quería.
Marx, un burgués hecho y derecho
Y aquellas lluvias trajeron estos lodos, porque las cosas siguieron su curso: las creaciones de la contracultura o del sistema, por ejemplo, porque decir “sistema burgués” es una verdadera deficiencia histórica y sociológica terrible que padeció Carlos Marx, porque es tomar las cosas por la forma y no por su escencia y su realidad. Marx era en realidad un burgués hecho y derecho, con todos los rasgos típicos del burgués. Quería una cosa imposible: que lo que la burguesía decía fuera cierto (vgr.: La cuestión judía). Su acentuado frenetismo obedecía a que, en el fondo, veía que no era cierto. Sus intentos de demostración no eran para el proletariado, sino para la burguesía. Porque “Marx concebía a un proletario como lo concibe un burgués”, dice Junger. ¿Qué proletario era ése?
No el proletario verdadero, sino el que el burgués imagina.
El ideal del proletario es, en verdad, el ideal de la burguesía respecto del proletariado, encarnado en unos tipos que creían que daban esa pelea. Que en realidad era otra. Porque era otra también cuando eso que llamamos burguesía estaba en su desarrollo. Y detrás de eso estaban también los dueños de la tierra, los señores, que empezaron siendo guerreros y fueron sucesivamente servidores, caballeros, señores y oligarcas. Tal fue el proceso de su metamorfosis. Entre la época del Cid (siglo XI) y la época posterior a Juana de Arco, la del enfrentamiento entre Borgoña y Francia, media un abismo, pese a no haber transcurrido más que dos siglos. ¿Cuál fue ese abismo? El abismo de los que en un primer momento eran guerreros, después servidores y luego caballeros, seguidamente señores por derecho, más tarde señores por imposición y finalmente oligarcas que manejaban sus posesiones, sus gentes y sus ejércitos de acuerdo a intereses estrictamente personales. Todavía hay menos distancia entre Guillermo el Conquistador y Enrique V, no sé si en la realidad pero sí, al menos, en la conciencia de Shakespeare, en pleno siglo isabelino: Enrique era del siglo XIV, dos antes que Shakespeare, y Guillermo del XI; ambos estaban a mitad de camino entre depredadores, piratas, conquistadores y caballeros, todo al mismo tiempo y a veces una cosa y a veces otra.
Se dice que en tiempos de Guillermo el Conquistador fue que se inició la conquista de América, la del Norte, pero yo no concuerdo con algunas teorías, y en primer lugar no concuerdo con una tesis histórica que pretende, en vez de hacer historia, restituir la historia. La historia no se restituye: es inmutable. Para el hombre, el pasado es inmutable,. Por tanto, fue como fue, en el medio que fue, con los hombres que fue, con la conciencia que tenían cuando fue, cuando leían lo que leían, pensaban lo que pensaban y establecían las relaciones que establecían. El criterio de juzgar con las pautas de hoy las cosas de ayer es lo más ahistórico que existe. Una estupidez que, en rigor, es creación de ideología. Y eso no tiene objetivo histórico, sino objetivo político. No es, por tanto, historia, ni tiene nada que ver con ella.
Un libro de 1992 del uruguayo Emir Rodríguez Monegal, colorado y montevideano seguramente, constituye una recopilación de cómo vieron a América, hasta la Independencia, los comisarios ideológicos de nuestro tiempo. Publicado, obviamente, por el Fondo de Cultura Económica, constituye una colección de absurdos. Ya desde las tapas comienza pegándole duro a Cristóbal Colón. El libro en su conjunto constituye una boutade, un gigantesco chiste que sería cómico si no fuera trágico. Rodríguez Monegal, como muchos otros escritores, historiadores y periodistas de nuestra época, se trasponen a un tiempo y una geografía que existieron hace 500 años con el bagaje de lo que piensan -o la intelligentzia piensa- al día de hoy. Asumiendo la actitud de ridículos fiscales o, peor aún, de justicieros clownescos que aprovechan que la Inquisición no está más, levantan el dedito acusador y dicen a los muertos, que obviamente no pueden responderles: “¡Usted, señor…!”. ¿Quiénes creen ser? Si los muertos pudieran levantarse de sus tumbas, seguramente agarrarían sus Tizonas y les cortarían no sólo el dedito acusador, sino tal vez algo más.
Sres. Comisarios Ideológicos: el pasado fue como fue
Yo no soy partidario de la corrección, ni de la revisión ni de la restitución histórica. Creo que el pasado fue como fue, que no fue para nada miel sobre hojuelas y sí un lecho de rosas, pero por las espinas, para todos. Creo que lo de España en América ha sido una réplica proyectada, ensanchada, de la Reconquista: los hombres que terminaron en 1482 una guerra (¿intermitente?), de 800 años de duración, tomando Granada, fueron los mismos que después serían los conquistadores de América o, como mucho, sus padres. Y a esos
800 años sumaron aquí en América 300 más: en total 1.100 años de sangría y de lucha, algo que no padeció ningún país en la historia, ni siquiera China respecto de Corea. Y hoy ya nadie es capaz de considerarlo así. La guerra había empezado en 714 de nuestra era y terminó -desde nuestro punto de vista- en 1827, con la batalla de Ayacucho (desde el punto de vista nacional de los españoles, terminó en realidad en la batalla del Ebro, en 1938). No sé si se entiende: desde Covadonga hasta Ayacucho. Y pese a los interregnos de paz, durante todo ese tiempo todo se hizo siempre dentro del mismo marco, y siempre hubo un retorno a la guerra, de la cual, en estos casos, nunca se sale totalmente.
Se trata del mismo síndrome que nosotros venimos viviendo desde Hernandarias en adelante, pero en el caso de los españoles agravado por su situación geográfica, por su conformación y por un largo decantamiento. En este sentido nosotros somos mucho más libres, pero también porque ellos son más esclavos. Ha habido un equilibrio en esta economía, economía de la historia si se quiere, donde el reparto ha resultado así. Nosotros tenemos, por un lado, la modernidad invasora, y por otro la propia. Y ellos también.
En última instancia, los españoles tuvieron menor capacidad de resistencia y menor posibilidad de soslayar esa verdadera invasión de Europa a la Península Ibérica que encarnó Carlomagno. En realidad esa invasión ya había comenzado en el ciclo anterior con Escipión, no el Africano sino el padre, quien venció a Viriato, el primer caudillo español que resistió el ingreso de un imperio, el romano, a la que éste denominaba entonces Celtiberia (después Castilla), entre el Tajo y el Duero. Viriato fue, en efecto, uno de los primeros guerrilleros del mundo, aunque su oficio era el de pastor, del tipo de los del Antiguo Testamento, dedicado como todo el mundo ahí a la cría de ovejas.
Colisión y colusión
Por tanto este antiguo síndrome o complejo, que se dio en España y, bajo otros andariveles, también en la Argentina, determinado por una profunda penetración por un lado y un profundo rechazo por otro, es al mismo tiempo una colisión y también una colusión. Y aún actualizado, está plenamente vigente desde el momento que, por ejemplo, España padece su Gibraltar y nosotros nuestras Malvinas. Si hubiera sólo colisión, en última instancia en un forcejeo uno gana y otro pierde. Pero existen simultáneamente colisión – enfrentamiento- y colusión -acuerdo-. Y qué se acuerda y qué no se acuerda. Y se choca en lo que no se acuerda. Esto que pasa en la Argentina o en América hoy, ha ocurrido en España desde el siglo VII, y yo diría que desde mucho antes. Porque esencialmente la geografía española permite que los hombres se aíslen y por lo tanto que conserven esto que en el folklore se llama patrimonio y pervivencia (haciendo extensiva la palabra folklore a “lo que sabe el pueblo” y “lo que se sabe del pueblo”, porque folklore no es sólo formas externas -como el carnavalito, el mate y el facón de plata- sino substancialmente estas dos cosas, que entretejen la realidad de la tradición).
En la tradición hay estos dos elementos fundamentales, según quienes la han estudiado seriamente – en particular Imbelloni, pero también Vega, Vivante y todos los que hicieron antropología de verdad en la Argentina-: la pervivencia y el patrimonio. El patrimonio es la estratificación del patrimonio, y la pervivencia consiste en esa estratificación. Y la estratificación está ligada a la mezcla (de sangres, por ejemplo), a cierto tipo de influencias, a un intercambio y al lugar geográfico. Juan Alfonso Carrizo hace la recopilación de los cantares populares argentinos en el Noroeste, durante más de 300 años la región más transitada de la Argentina, porque quienes los recuerdan, representan, recitan, tocan, bailan o cantan están vivos; en la pampa no se podría hacer. No se trata aquí de un mero problema de aislamiento; creo más bien que tienen que ver las leyes, que las hay, de la geopolítica: cómo el curso del río de la humanidad se desarrolla en un escenario geográfico determinado y de acuerdo a los accidentes que tiene, igual que el agua. En general el montañés (y el habitante del Noroeste argentino lo es) tiende a conservar más su patrimonio. La pampa, en cambio, hasta comienzos del siglo XX estuvo despoblada y, mal que les pese a los que aún hablan de unos supuestos “indígenas de la pampa”, prácticamente nadie la transitaba. La pampa era a lo sumo zona de paso: sólo algunos indios -los únicos fichados- veranaban en la Sierra de la Ventana, y los manzaneros del Neuquén vivían en los contrafuertes de la sierra y del otro lado de ésta. Juan Manuel de Rosas, en su Manual de la Lengua Pampa, ha explicado qué quedaba en su época de la lengua pampa: muy poco dada la araucanización esta región, un fenómeno tan importante que finalmente la lengua pampa se perdió. Ya en la época de Rosas el pampa no tenía prácticamente hablantes, porque la inmensa mayoría hablaban araucano.
De las muchas cosas que se saben de quiénes ocuparon qué lugar en el mundo, una enorme cantidad proviene de los topónimos, de los nombres geográficos.
No es, por tanto, un problema de la circulación de gente o de bienes, aunque todo el Noroeste argentino estuvo sometido a la influencia del Imperio incaico. La influencia cultural, económica, religiosa, lingüística más importante fue la del Imperio incaico, mientras duró. Después los españoles, donde ahí los tipos venían del mismo lugar, venían de Lima.
La cultura liberal es cultura vulgar…
A lo largo de los siglos XIX y XX lo que se podría denominar la cultura liberal anglosajona no penetró en el Noroeste, ni siquiera en el Nordeste argentinos, al menos en forma directa. Penetró en cambio donde hoy está y se ha impuesto oficialmente, en el borde. Siempre estuvo en el borde, porque es superficial también. Estuvo en el borde, es decir en la superficie, desde el punto de vista geopolítico, y en el borde, superficie, desde el punto de vista social. Pero no ha trascendido el borde.
Entre pueblo y vulgo hay una conexión, una comunicación constante. Yo digo que la cultura anglosajona es vulgar por los términos folk; en inglés, y volk, en alemán, que tienen el mismo origen latino, vulgus. Son formas germanizadas de vulgus, porque la cultura anglosajona considera al vulgo, no al pueblo.
La palabra pueblo, también de origen latino, es populus…
El vulgo está constituído por esas gentes que, teniendo dinero, poder, títulos, o no teniéndolos, siendo esclavos u hombres libres, siendo lo que sean, son brutos. Porque vulgo no es una estratificación social, vulgo son aquéllos que, no importa dónde, no importa con qué poder, o con qué dinero, o con qué lujo, son incultos, ignorantes, esto es, vulgares. Vulgo, por tanto, no quiere decir pueblo. La avenencia de ambos términos por parte de la contracultura es un hecho muy reciente: llegó con la televisión comercial, para la cual lo popular es, necesariamente, lo que es berreta, lo vulgar…
SPQR era la leyenda que llevaban los estandartes, pendones y banderines de las legiones romanas, con el laurel y el águila. Quería decir Senatus Populus Quinite Romanorum, es decir “El Senado y el Pueblo de los Ciudadanos de Roma”. Pueblo, para los hombres verdaderos, es eso: se trata de los que acceden o quieren acceder, aún siendo esclavos, a un conocimiento, a una capacidad que les permite ser parte de la polis, independientemente de su status social. Siempre hay en el seno del pueblo gente muy culta, y no por ésto deja de ser pueblo. Pero ocurre hoy en día, y viene ocurriendo hace mucho tiempo, que en las capas dirigentes son incultos, esto es, vulgares. Los dirigentes, no el pueblo. El pueblo es culto, aún teniendo en su seno elementos ignorantes desde el punto de vista del conocimiento, porque por ser pueblo no ignora la cultura. Y el término pueblo se refiere a la cultura, no al conocimiento: ésta es la distinción fundamental, extraordinariamente importante.
… o contracultura calvinista
En la pelea que se viene dando por la definición de cultura, está lo que dice Perón acerca de qué es pueblo y qué es masa. ¿Quién gobierna hoy la Argentina? La masa: hoy es todo masa en ese nivel. Porque el pueblo ha quedado afuera, empobrecido, sin trabajo, viviendo de manera creciente en las villas miseria, que se han multiplicado exponencialmente desde mediados de los años 70. Y los que son masa están en el poder, en el dinero, y no tiene nada que ver, porque se trata de conceptos que no son de carácter económico. Por otra parte, como está probado a lo largo de toda la historia, el que tiene mucho dinero generalmente es bruto. Porque hacer plata es una actividad a la que hay que dedicarse. El que se dedica a hacer plata es un verdadero militante. Y en verdad no puede militar en otra cosa, en ningún saber, por ejemplo. Por contrapartida, el que no se dedica al dinero no va a hacer nunca una fortuna, es obvio.
Para la contracultura, para el calvinismo, riqueza, poder, sabiduría y salvación están unidas y no existe una sin la otra. Dentro de la moral calvinista el hecho de tener dinero o de tener poder es símbolo, o signo, de los predestinados a la salvación. La moral calvinista ha consagrado e institucionalizado a los bastardos. Cuanto más bastardo se es, más se está salvado. Es éste un asunto gravísimo, pero la moral norteamericana de hoy, o la moral del capitalismo, es calvinista y no puede ser de otra forma. Es la moral del ganador o, como se empezó a decir más recientemente, del exitoso: ¡Yes, winner! ¡I’m a winner…!
Conocimiento o saber
Como dice Gurjieff, cuanto más elevado es el conocimiento, menos se paga. Porque nuevamente aparece aquí la disyuntiva conocimiento/saber. El conocimiento que hoy tenemos en el poder imagina que tiende a cero pero, desde el punto de vista ideológico, pretende ser dinámico. Sin embargo, el conjunto del pensamiento científico debe detener el movimiento para poder observar. Y después no lo puede volver a poner en marcha. Entonces los servidores del conocimiento, en vez de medicina, hacen anatomía; en vez de física, mecánica (que es lo máximo con que llegan a poner en movimiento una cosa). Pero como hay ciencias que no lo permiten, por ejemplo la química, entonces se dedican a estudiar, no los procesos, sino los resultados: el antes y el después.
Señala correctamente Lyndon Larouche que el conocimiento científico sólo se obtiene en el momento del choque. Viene a decir que en el momento en que se produce el hecho es donde hay que estudiarlo, es decir en el momento más dinámico. Nuestros contemporáneos -y yo insisto en esto-, Illya Prigogyne, la escuela francesa y una serie de científicos e investigadores de todo el mundo dicen que hay que verlo todo sólo en movimiento. Del otro lado contestan a ésto que yo puedo modificar el experimento. Sí, modifico el experimento, pero siempre ha sido así: el experimento siempre es el mismo, porque el hombre siempre estuvo presente. No interesa, es un dato irrelevante, que se coloca entremedio es para evitar que yo participe del proceso dinámico. Yo participo del proceso dinámico y en el proceso dinámico digo: Esto es estadístico. No puedo decir otra cosa desde Heisenberg o desde la mecánica cuántica posterior a Boltzman. El tema de la termodinámica, el de las geometrías nuevas, tienen que ver con ver el mundo tal cual es… tal cual se presenta a los sentidos, perdón. Luego, a partir de esto, de lo que se trata es de verlo tal cual es, cómo es verdaderamente. Y sólo se puede ver… andando. No se lo puede parar para ver cómo es. Parar el mundo para verlo es aplicar la teoría del reloj: para observar cómo funciona lo paramos, lo desarmamos y después lo volvemos a armar. ¿Sobran piezas? ¿Faltan? Como eso en el universo no se puede hacer, los que trabajan de este modo lo hacen de un modo impropio, que al final siempre se demuestra erróneo.
No quiero decir que siempre tenga razón uno de los dos puntos de vista, quiero decir que es más exacta a veces una cosa y a veces otra, depende de qué y depende de en qué sentido. Pero en general el ordenamiento del conocimiento es legal, tiende a extraer leyes. Es una especie de conocimiento juridicista de la realidad y me parece que la realidad se burla constantemente esas leyes, que le importan muy poco. Nadie notificó a la naturaleza, al mundo, a las cosas y a los fenómenos de que hay una ley, descubierta por el hombre, que los gobierna y que dice tal o cual cosa. El universo hace lo que tiene que hacer.
Freud, o el conocimiento exacerbado
El conocer de este modo ordenado es un conocimiento presionado por esa moral, la moral de Estados Unidos, la moral calvinista; es un conocimiento determinado por esa moral. Y en manos de individuos que son no sólo portadores de esa moral, sino modelos de esa moral. Han sido modelados por esa moral. No son solamente sus portadores ideológicos, también viven esa moral y de esa manera han acomodado su vida. Es eso lo que constituye la contracultura. No sólo lo reparten como ideología sino que lo viven como realidad propia. Esto los impulsa a aislarse, también. Porque, paradójicamente (y no tan paradójicamente) es una moral inmoral, que informa la contracultura. Tal es el origen de esta situación que hoy vivimos.
¿Qué es esta situación sino una exacerbación de todas estas cosas? En el último momento de sus vidas, exánimes ya, dan el último grito. Porque es el último resuello el que exhalan. Parece un grito potente: simplemente era todo el aire que tenían en los pulmones. Después de ése murieron. Lo que estamos oyendo es ese grito. De unos pulmones que mueren, de un corazón que se para. Eso es la muerte. O la agonía. La lucha entre vivir y morir, pero ellos quieren morir. Por ejemplo, en el desarrollo de Freud, a lo largo de tres o cuatro etapas, él va pasando, para decirlo de alguna manera, del complejo de Edipo a la existencia del Tanatos. En sus últimos años, alrededor de 1938, el tipo hace Eros y Tanatos. Es, entonces, el sentido de muerte. Pero ¿qué sentido de muerte? El sentido de muerte que tenían ellos. Que tenía él, judío fariseo renegado, materialista, que odiaba al hombre -y además lo decía-, que odiaba a la especie. Un demonio. Verdadero. Sin autoconciencia -pero no dejaba de ser demonio por eso- que por esta razón terminó en el instinto de muerte: de la Libido al Tanatos ha sido la ruta seguida por Freud. Ninguna de las dos cosas existe, independientemente de que sí existan en algunos, como formas anormales, patológicas, de un estado determinado de enfermedad.
Todo esto lo ha visto el padre Castellani, probablemente el investigador que más ha entendido a Freud. Doctor en Teología, en Filosofía y en Psicología en la Gregoriana de Roma y en la Sorbona de París, Castellani fue la única persona que, en 400 años, obtuvo un título otorgado por la Sorbona sellado por la Santa Sede. Un caso único: inherente a ese título, tenía autorización para enseñar en cualquier lugar del mundo, y para publicar, sin pedirle permiso a ningún obispo. Estudiaba permanentemente, y lo hacía con un espíritu abierto, sin prejuicios. Fue a buscar en Freud lo que había verdaderamente en él. Algunas cosas encontró y respecto de otras demostró que en conjunto constituyen una formidable locura. Castellani nos viene a decir entonces: Hay en Freud una cosa que está bien, que es ésto, hay otra cosa que está bien, que es esto… y lo dice sin ningún problema. Una de sus conclusiones es que Freud ha sido un investigador extraordinario. Y recién después de decir todo eso, puede hacer la demolición absoluta: de Freud no queda nada. Menos aún ese último avatar freudiano del Tanatos, que en realidad es una profecía sobre el futuro inmediato de esa etapa de la civilización que el propio Freud contribuyó a formar: la de la contracultura, para decirlo de alguna manera; la de la “cultura de la muerte”, para darle su verdadera acepción.
Castellani compara a Freud con Adler y Jung y se manifiesta de acuerdo con Erich Fromm y con Stack Sullivan. De este último señala que es un médico que tiene una enorme experiencia clínica y que no se pierde, por tanto, en los vericuetos de la teoría, aunque lamentablemente haya muerto demasiado temprano, en 1948, antes de concluir su obra.
En la línea de pensamiento de Castellani, Marx, Freud y Nietzsche son las tres personalidades de una contratrinidad o trinidad del Demonio, la de la contracultura, en la que Marx es el padre, Nietzsche el hijo y Freud viene a personificar un espíritu santo invertido, esto es, el Odio.
Globalización y punto cero, el viejo sueño de los que odian
Cuando hoy vemos -me refiero a la situación más actual, pues hasta aquí me he referido a un antes de ahora- el grado en que se ha desarrollado el capital financiero, la liquidación sistemática de la producción y de los bienes de producción y de consumo (mientras hay hambre en el mundo y no hay trabajo) y la conversión de todo eso en un valor absurdo, abstracto, que se puede llamar dinero o cualquier otra cosa siempre que no sea real, podemos preguntarnos: ¿No era éste el ideal de los banqueros del fin de la Edad Media? ¿De los lombardos, de los Médici, y también de aquéllos de la época de la Restauración, los Rothschild y compañía? Bueno, aquí lo tenemos realizado, con el soporte del unimundismo o globalismo, como hoy se lo denomina: el one world acariciado por los anglosajones.
La globalización, la abstracción de la economía en finanzas y la omnipresencia de la droga – alimentadora principal (dinero efectivo siempre) del sistema financiero-, más todos los efectos colaterales que son principales en la sociedad humana, en la humanidad, todo ésto ya estaba presente en el arranque de la burguesía, hacia fines de la Edad Media. Y ha resultado peor que la peste negra, que arrasó con el 60 por ciento de la población europea, al menos como perspectiva: ahora está condenado el 95 por ciento de la especie humana, que es la única especie verdaderamente en peligro de extinción en el mundo de hoy.
¿Cuál es entonces la situación? Si la situación de los seres humanos es la abrogación de la soberanía, la liquidación de los estados, la liquidación de los bienes, la liquidación de la producción, la liquidación del trabajo, búsquedas todas éstas del punto cero, de la inmovilidad absoluta, pretextos del estudio o del conocimiento de absolutamente todo, esto es el cementerio. Si durante un tiempo hay algo que se mueve, son los gusanos. Después ni siquiera ellos podrán vivir y también desaparecerán. Si ésta es la verdadera idea de los que dirigen el mundo ¿es o no la cultura de la muerte?
Pero todo esto ¿no estaba ya presente en aquel momento, no como los frutos de hoy, sino como semilla, como potencia? La diferencia es señalada también por Castellani cuando habla de la compulsión de Freud, y de todos los modernos, entre potencia y acto: describen una cosa y lo toman como acto, cuando en realidad es una potencia. Una distinción que Santo Tomás hace con toda claridad: no es lo mismo la potencia que el acto, aunque el acto esté contenido dentro de la potencia o de la posibilidad. (Disandro agrega otro concepto que es patencia, el camino del pathos, sendero, o sea sentido y camino hacia que la potencia se convierta en acto).
Crisis y psicosis se alimentan mutuamente
¿No es lógico que, por tanto, se pierda el sentido de la vida? ¿Que cada hombre pierda el sentido de su vida, los pueblos el sentido de su misión y aún de su existencia, en muchos casos? Porque en ese punto cero no hay ni dirección ni marcha. Y aunque es nada más que una representación, porque en realidad hay dirección y hay marcha, eso no es conciente, no se sabe. Se va, en realidad, en cualquier dirección, en una marcha incoherente. Este estado de cosas, generado por la crisis y retroalimentando constantemente la crisis, no es posible para el hombre, genera -esto es lo que genera- la psicosis noógena, una enfermedad del espíritu de carácter noogénico, no psicogénico. No con origen en la psiché, la psiquis, sino con origen en el noos, en el espíritu. Es una enfermedad del espíritu, no de la mente. La mente queda obviamente perdida, pero como consecuencia. Y ésto demuestra el orden jerárquico que existe: espíritu-mente-cuerpo. Y toda teoría de las funciones indica que la función más general condiciona y determina siempre la función más particular. Y he aquí otra crítica a Freud que hace Castellani: ¿Cómo lo menos puede lo más?
¿Cómo desde una función subordinada se puede conducir una función preeminente o superior? Es ridículo e ilógico, y sobre todo no es cierto, pero es lo que tratan de lograr todo el tiempo. Y esto es grave, en primer lugar porque, de algún modo, hay una unidad del conocimiento, una interrelación y hasta una mimetización metodológica de conocimientos de orden diferente que tienden a tener el mismo orden metodológico. De ahí que, por ejemplo, Marx aplique esto a la política o se termine en el consenso. El fondo del problema consiste en que si esto incrimina toda política popular, esto es falso. Pero esto no incrimina toda política popular, aunque desde el punto de vista de su exposición pareciera que sí lo hace, porque ¿cómo lo menos puede lo más? Porque esto es menos, aunque sea más desde el punto de vista numérico; es menos en calidad. ¿Cómo puede lo más y con lo de más calidad? Muy simple: porque eso que debería ser de más calidad es en realidad de menos calidad. Por tanto: menos calidad y menos cantidad. Pero es entonces aquí donde aparece un concepto, propio de la modernidad, que es el concepto de revolución.
El concepto de revolución es reaccionario
Desde el punto de vista de la conciencia de ellos, revolución significa dar vuelta: lo que estaba arriba queda abajo y lo que estaba abajo queda ahora arriba, como expresan los anarquistas en alguno de sus cantos (“dar vuelta la tortilla”, “darse vuelta la cabeza” y fanfarronadas semejantes que, si bien pueden figurar como letra de una canción, constituyen una burrada cuando se las transforma en un sistema ideológico).
Toda revolución surgida del concepto que de revolución tiene la modernidad anglosajona reprodujo el sistema anterior, agravado por dos razones: primero, porque el supuestamente “nuevo” estado de cosas fue infinitamente más grave e inhumano que el anterior; segundo, porque resultó más pernicioso aún debido a la hipocresía de proclamar que el sistema era “otro”. De tal modo, cada revolución intentada ha sido una verdadera involución, a la vez que un acto profundamente reaccionario y una perfecta defensa del régimen, el último remache de la cadena.
Si antes había sido la Bastilla, la cárcel, después fue la guillotina pública, y hoy, cuando más se proclaman los derechos humanos, son los desaparecidos o el tiro en la nuca, en forma anónima: el grado de degradación es simétrico al de la declamación. Es algo ínsito en la dinámica cultural profunda del sistema, y todo lo demás (los conceptos políticos, económicos, sociológicos, etc.) ha sido adaptado a estos principios, que son los de la contracultura.
Dante lo había vaticinado en La Divina Comedia, obra que sí hay que leer con los ojos de hoy. Dante fue el único que se adelantó a profetizar lo que iba a venir, pues ¿no es ésto el Infierno o, mejor aún, no son éstos los círculos de ese inferno de La Divina Comedia? ¿No habla Marechal, en el Adán Buenosayres, de la ciudad de Cacodelfia, que es la ciudad que Dante pone a partir de uno de los círculos del Infierno? Cacodelfia tiene que ver con los cacos, es la ciudad de los amigos de los ladrones.
Lo único que ha funcionado, antes y durante el proceso contracultural, y aún ahora, no ha sido la revolución sino la devolución. Toda revolución es siempre un intento, por lo menos teórico, discursivo, de volver hacia atrás; es mentira que busque ir hacia adelante. Su verdadera naturaleza está en lo que la revolución hace.
Menem decía “revolución productiva” y “salariazo”, y cumplió. Lo que debemos entender es que con él ocurrió algo semejante a la profecía que recibió Ciro el Joven: “Destruirás un ejército”. Ciro no comprendió el verdadero sentido de ese vaticinio, se lanzó alegremente a la guerra sin pensar que el ejército que iba a destruir era su propio ejército, pero así lo hizo y la profecía se cumplió. Contra aquéllos que dicen que Menem mintió, se puede decir que Menem hizo la revolución productiva y el salariazo, pero a la manera del oráculo de Ciro: dijo la verdad, pero no anticipó en qué sentido cumpliría su promesa.
Es en este concepto, en este marco, que toda revolución es irremediable y totalmente reaccionaria. Marcha hacia atrás: lo ha hecho en la Unión Soviética y lo repite ahora en China, que con 1.300 millones de habitantes ha entrado en la espiral de la crisis del Extremo Oriente, con una creciente desocupación que seguramente terminará en la hambruna.
El cambio verdadero: la Devolución
No quiero significar que no haya habido procesos de cambio. Sí los hubo, pero se trató de procesos de cambio verdadero, que no posa de anti-tradicional, ni de tradicional. Perón, por ejemplo, no posaba ni de revolucionario ni de reaccionario. Hacía lo que tenía que hacer, en una combinación donde la tradición resultaba absolutamente imprescindible para cambiar. Hemos hablado, al hacer referencia al folklore, de la pervivencia y la estratificación: de algún modo, el que quiera hacer un cambio verdadero y cuando es necesario, tiene que apoyarse en esa estratificación y en esa pervivencia para poder saltar. Como Jesús, que no llegó para abolir el Antiguo Testamento, sino para perfeccionarlo, en su propia naturaleza. Los que destruyeron el antiguo orden de cosas fueron los que decían encarnar la pureza de los viejos principios. Eso no lo hizo Jesús, lo hizo el Sanedrín. Como aquí, en la Argentina, no fue Perón quien destruyó la Constitución y la república; lo hicieron sus enemigos. Él simplemente las hizo funcionar al pie de la letra, como eran. Hizo cumplir la ley, pero como la ley era hipócrita y estaba hecha para no ser cumplida, sino para obligar a los demás a cumplirla y ellos quedar al margen; cuando Perón la hizo cumplir sus enemigos quedaron afuera. Lo tuvieron que echar para que volviera a funcionar de la manera hipócrita que funcionó siempre, esto es con la estratagema del tero: poner los huevos en un lado y pegar el grito en otro.
Cuando yo digo devolución estoy diciendo: Me tienen que devolver esta verdad.
No me interesa decir “Esta república no”, “Aquello que hace aquél país sí”, o peor aún, “Habría que…” Nada de eso importa. Importa cumplir lo que dice la ley, al pie de la letra. Y si la ley no dice lo necesario, hagamos otra, legítima. Y cumplámosla entonces.
De lo que se trata, en última instancia, es de volver a reunir el discurso y la realidad, algo que el régimen no puede soportar, puesto que está basado en la mentira. Lo único que no puede soportar el régimen, en efecto, es la verdad. La verdad fue lo único que no pudo soportar del peronismo. No una medida u otra, sino la verdad.
Devolver, por tanto, quiere decir devolver todo lo que se roban, en primer lugar la verdad a su propio curso, en todos los órdenes. Y consecutivamente todas las demás cosas, tangibles e intangibles, entendiendo por intangibles las más simples, aunque más profundas. Primero, entonces, las intangibles: la soberanía del pueblo, el orden político, la capacidad de decisión… y trascartón todos nuestros bienes tangibles.
Pero desde un comienzo el conjunto habrá de comprender que la Devolución no ha de ser en función de cambiar todo de negro a blanco, como en el ajedrez, sino de ponerlo en su verdadero orden, que es el orden de su verdad y de su propia naturaleza. Esto es algo simple y no va para atrás, sino para adelante.
¿Qué fue el romanticismo?
No vamos a volver a ningún lado, vamos a ir hacia, fuera de todos los sueños del romanticismo, que es en todo el mundo connatural con la contracultura y uno de sus brotes más cancerosos. Ninguno de los hombres importantes de la historia fue un romántico, sino más bien un clásico. Goethe no fue romántico, por eso Fausto se salva, finalmente, del coro de las madres, y ésa es una de las piezas más antirrománticas que se han escrito, un verdadero alegato antirromántico.
¿Qué fueron los románticos aquí, en América? En la Argentina, imbéciles: si se los agitase bien y se extrajese una mezcla, no encontraríamos absolutamente nada aprovechable. Malos poetas, peores políticos, dirigentes bastardos, asesinos… eso eran los románticos. Todos. Y en América, barrocos, es decir: desde el punto de vista ideológico eran liberales y desde el punto de vista de su producción estética o de cualquier otro tipo, incluso política, estaban de acuerdo con el borbonismo o eran directamente borbones. Vivieron siempre, y hasta hoy, en el siglo XVIII. O ¿de dónde salieron gentes como Alfonsín, personaje arquetípico del siglo XVIII? No desde el punto de vista de la conciencia del devenir, sino de la conciencia del devenir en lo que dicen, en dónde lo dicen, en desde dónde lo dicen: no hay ahí ni lugar, ni espacio, ni tiempo. Es un presente, por lo demás absurdo; una locura. Gentes que recitan a Rivadavia o a Rousseau como si vivieran ahora y acá no hubiera pasado nada, ni en la Argentina ni en el mundo. Justamente, porque se trata de lo que han buscado ansiosamente: el tiempo cero. Yo diría más aún: lo que dicen es no histórico (no ahistórico); está fuera de una manera por la cual su resultado es un acto de negación. Pero el acto en tanto tal, paradójicamente, es un acto de afirmación que resulta ser una negación, aún de sí mismos. Pero dicha como afirmación. Y ¿no es éste un mecanismo de alienación, no es la locura? Un tipo que hace abstracción de su espacio, de su lugar, del locus y del tempus está loco, alienado a tal grado que no reconoce ni el lugar ni el tiempo. Por eso a esta clase de gentes nunca les satisface la realidad, ya que ella es lugar y tiempo.
Para el hombre, lugar y tiempo son absolutamente esenciales, dos coordenadas de las cuales no puede escapar. Desde la aparición del romanticismo, sus seguidores se niegan a la receta, a la que ven como vulgar y absurda; quieren actuar según su fondo. “Si por aquí hay una puerta -se dicen- yo no paso por ella”. Los románticos están entonces siempre desubicados. Pero, paralelamente, siempre angustiados, porque los sentidos les dicen que no es así. La realidad no les responde, no es como debería ser. La historia tampoco. Por eso terminan diciendo “la historia argentina es un chiste”, y cosas por el estilo.
En rigor, acabamos de describir la etiología de una enfermedad, es decir, los síntomas y la conducta que la enfermedad asume en el portador. Que es lo que demuestra que alguien está enfermo, un problema clínico. Si alguien tiene 180 pulsaciones, no es necesario un aparato de presión para descubrir que padece de presión alta.
Franco… Stalin… la sociedad requiere ciertas elasticidades, pero estas elasticidades, como en cualquier materia elástica, tienen un límite. Esta gente parece no saberlo: estira las cosas hasta que se rompen. Y en el caso que venimos comentando, las cosas se rompen cuando empiezan a convertirse en lo contrario. Cuando ya no es el límite de lo permitido, sino el ilímite de lo no permitido, de lo que destruye la vida (la vida humana, la convivencia). Pasó en la Unión Soviética donde, por lo demás, era todo mentira.
Mentira, romanticismo, droga y entropía
La mentira es esencial a la contracultura. No es una cuestión de forma o de método, es una cuestión esencial. Por eso los que decidieron resistir al régimen soviético, los llamados “disidentes” por la prensa occidental, lo fueron desgastando, en sus últimos años, con los samizdat y, más que con esta forma de prensa, con los libros que copiaban a máquina o directamente a mano, como lo cuenta Solyenitzin en Archipiélago Gulag y en Coces contra el aguijón, novelas que también circularon en el seno del pueblo de esta manera. Quien se llevaba una copia hacía dos por sus propios medios.
Faltaría añadir aquí que el romanticismo y la droga están íntimamente ligados. La droga es la forma contemporánea del romanticismo. Los románticos de los dos últimos siglos, en efecto, se drogaban, con opio sobre todo, que era la moda desde comienzos del siglo XIX. Pero además se drogaban sin necesidad de droga porque, esencialmente, el romántico sueña. En rigor, el alma romántica es una ensoñación. Y hay una relación profunda entre anarquismo y romanticismo, dado que el anarquismo ¿no es una ensoñación, de la cual el marxismo es la pesadilla creada por quienes se dijeron ¡hagámosla! y que así se hizo realidad? Todos ellos tienen un final trágico, si se quiere: le vinieron sacando el cuerpo al infinito durante mil y pico de años y al final el infinito los alcanzó.
En la Primera Guerra Mundial gastaron todo. La guerra civil española terminó en julio de 1939, y en septiembre, con 90 días de diferencia, empezó la Segunda Guerra Mundial. Hay un alemán, o austríaco, que en su libro La guerra civil europea (FCE), muy documental, desarrolla una tesis de Karl Schmitt según la cual esas dos guerras fueron parte de una guerra civil en la que, en la superficie, las vanguardias aparentes fueron los “rojos” y los “negros”, aunque en lo profundo existían otras cosas: cuestiones que Europa no había zanjado y que se fueron postergando, hasta nuestros días, tapadas por el sueño de los románticos y la mitología del progreso. Soterradamente, esas cuestiones siguieron haciendo su trabajo. ¿No ocurrió así en Yugoslavia hasta que, tras la muerte del mariscal Tito, todo estalló finalmente? En otras palabras, en el último siglo los europeos no habían resuelto nada: ni el problema nacional, ni el cultural, ni el idiomático, y mucho menos el del odio. Desde fines del siglo XIX tenían todo pegado con moco y congelado a 50 grados bajo cero, de modo que, hasta hace una década, no se movió nada. Cuando alguien tiró de repente un fósforo encendido, la deflagración resultante fue formidable. Tras ella las cosas aparecieron como si no hubiera ocurrido nada: estaban nuevamente en el año 1910, el de la caída del imperio Austro-Húngaro, en plena guerra de los Balcanes. Como si hubieran cortado el hilo del tiempo entre 1910 y 1989 y, eliminando el segmento intermedio de casi 80 años, hubieran pegado ambos momentos. Es sensacional, pero a la vez terrible: ¡suprimieron de la historia el período de lo que Karl Scmitt llamó la guerra civil europea! Por eso, tal vez, la Virgen apareció en Medjugorje, en plena Croacia, a 50 kilómetros de Sarajevo.
En este marco, que podría ser analizado con mayor profundidad, deberían agregarse muchos más elementos, fuerzas y sucesos, que poco a poco se van poniendo en paralelo en función de un pretendido “nuevo orden mundial” que es, en realidad, la expansión de la lápida de la tumba. Convertir una lápida que estaba en la cabecera de la tumba en una lápida que la cubra totalmente, de cuerpo completo.
En todo este desgraciado y trágico asunto, lo paradójico es que estas gentes hacen lo que temen. Temen la entropía y, por tanto, la gestionan, como quien, temiendo morir electrocutado, mete los dedos en el enchufe. ¿No es esto lo que decía Jung respecto del esquizofrénico, cuya alienación consiste en hacer lo que teme?
Los esquizofrénicos son extraordinarios estafadores
Por lo general el esquizofrénico no mata, el que mata suele ser un ciclotímico (el anarquista es el que, estadísticamente al menos, tiene rasgos ciclotímicos: un típico anarquista es Sancho Panza, no Don Quijote. Por eso hay grandes criminales entre los anarquistas). Pero el esquizofrénico es un extraordinario estafador, como lo revela Kreschmer, que añade que hay una gran ligazón entre la inteligencia y la esquizofrenia. Los oligofrénicos no son esquizofrénicos, no pueden. Los tipos muy inteligentes suelen ser esquizoides; son los que tienen más rasgos -y sufren más riesgos- de esquizofrenia.
Toda sociedad funciona en base a normas. Sus miembros están dispuestos a aceptar determinadas cosas obvias. En cambio la conducta esquizoide consiste en desarrollar una “legalidad”, una normativa, que no respeta lo obvio. La conducta esquizoide no acepta ninguna norma. Y no sólo no las acepta, sino que cualquier cosa obvia le produce una severa alteración nerviosa y del ánimo. Pasar por una puerta le puede resultar terrible, porque ve una pared, o una ventana, con tal de no ver la puerta. Hasta es capaz de describir la pared o la ventana que ve, su color, sus características. No puede, por tanto, pasar por la puerta como cualquier hijo de vecino.
El tipo esquizofrénico o esquizoide, descripto por Jung, tiene cierta concatenación con los productos culturales tardíos, con la disolución o la ruptura de algún orden o de alguna legalidad. Esa tipología prevaleció, por ejemplo, en los períodos del helenismo, del romano tardío y del gótico tardío. No hay peor gótico que el alemán o el inglés, que son demasiado góticos, góticos flamígeros, desviaciones del gótico. El gótico verdadero es el francés, el de Notre Dame o el de Reims, que respeta cierta legalidad y que, en ese sentido, constituye un orden clásico nuevo que respetó las obviedades existentes: los oficios, las organizaciones que había en el seno de la sociedad. Los ingleses, en cambio, llamaban a los italianos y les pagaban un dineral para que les hicieran las iglesias y las torres.
El capitalismo, un cáncer de la civilización
Decir que lo que está es crisis es el capitalismo es lo mismo que decir que lo que causa la viruela es un bacilo determinado, y esto es relativamente cierto, no totalmente cierto. No es ni siquiera el 50 por ciento de la enfermedad. Porque el bacilo es un agente de la enfermedad, no la enfermedad. La enfermedad es la respuesta física a la presencia de una cantidad densa del agente, que es la que la provoca.
El capitalismo es agente de la crisis, pero él también sufre la crisis. Más se podría comparar con el cáncer, porque el cáncer consume el cuerpo huésped, pero también se consume a sí mismo. Cuando se consuma, se mueren ambos dos. Es otra vida, dirigida estrictamente a matar al huésped y a matarse a sí misma, a desaparecer, porque es un orden imposible, un orden no vital. O un orden vital deformado a grado tal que es sólo la muerte: muere y mata. Pero cuando mata, muere. Y no puede sobrevivir a eso.
El capitalismo es un cáncer de la civilización.
En realidad, el capitalismo como tal no existe, pero ha estado -eso que llaman capitalismo, que no es tal- ha estado larvado y ha acompañado al hombre desde hace 5.000 años. Capitalismo hubo siempre. Digo que no existe en el sentido de que es una derivación semántica que sirve al uso, digamos, pero que no indica el fenómeno. Es lo mismo que disponer de una habitación, con gente adentro y todo, y ponerle un cartel en la puerta que diga “Grabando”, o “Instituto”, cualquier cosa. Ahora eso no abarca el fenómeno y quizá ninguno de los que están en su interior se identificaría con ese nombre del cartel. A lo sumo dirían bueno, sí, pero… A ese cartel hay que predicarlo. Es lo mismo que el capitalismo. ¿Qué capitalismo? Primero, ¿qué es el capitalismo? Si es que hay algo llamado el capitalismo, ¿cuál es su forma definitiva, o simplemente su forma, para poder identificarlo? Pero resulta que en su forma ha sido proteico, en orden a Proteo. Ha asumido todas las formas posibles: el capitalismo antiguo (que tiene varias formas también: mercantil o comercial, financiero en Babilonia en la época de Ciro el Grande hace más de 2.500 años y mucho antes de que lo explicara Marx), agrario en Roma (y antes de Roma en Egipto para las posesiones territoriales de los sacerdotes, por ejemplo los templos) o territorial en Irlanda, basado en la propiedad de la tierra…
Estamos acostumbrados, porque vivimos en esta época, a decir que el capitalismo es un fenómeno que apareció entre 1600 y 1800; otros lo asimilan a la Revolución Industrial, desde 1750 en adelante. Pero no es así. Son formas, o metástasis, que va adquiriendo el espíritu del lucro o Mamón, como lo denomina el Evangelio, y sus servidores son los servidores del dinero, o de Mamón.
Algunos aspectos del capitalismo tienen connotaciones positivas para algunos, en la medida en que, en un momento de su historia, incrementó, desarrolló o contribuyó a desarrollar una tecnología de la producción. Pero eso se pagó carísimo: con la esclavitud, la explotación, la miseria de cientos de millones de seres humanos, amén de la usura. En la periferia y en el centro. Porque eso de que en el centro “todo bien” es otra impostura: Londres, Manchester, Liverpool, Amberes, lo han desmentido sobradamente.
La crisis ¿es una crisis del capitalismo? Sí, lo es. Pero el capitalismo ha devenido en tumor en la civilización, maligno, ramificado, con muchas metástasis y, por tanto, su crisis es en realidad su crecimiento. Quiero decir: su aproximación al fin. Pero, como dije, el fin del tumor es también el fin del huésped. El tumor termina y el tipo se muere.
Cuando muere el cáncer, muere también su huésped
Decir entonces crisis del capitalismo y crisis de la civilización es lo mismo: una crisis de este tumor es una crisis de todo porque muerto esto también se muere la civilización. La lleva consigo. No puede sobrevivir a esta muerte. No tiene sobrevida. ¿El hombre? No, no: ésta civilización. Entendiendo por civilización el orden material generado por una cultura, que no es lo mismo. Cultura y civilización no son una misma cosa. La civilización es el orden orgánico material engendrado por una cultura o desarrollo cultural determinado. Así, la civilización del Nilo fue producto de la cultura egipcia. Pero como esto se prolonga siempre, la civilización revierte sobre el origen cultural y modifica también la cultura. El problema se plantea cuando esto es deforme: entonces, en una cultura materialista -siendo la civilización el orden material de la cultura- su reversión (su feedback) implica que retroalimenta esta cultura del materialismo y, por tanto, que escinde, que separa: todos los elementos no materiales quedan afuera. Y es ahí donde aparece el tumor en toda su malignidad y en su propia dinámica. Por eso entra en crisis, también, la civilización. Porque se trata de una crisis retroalimentada constantemente. ¿O no hubo siempre una civilización material? Porque la idea de la burguesía, o de los panegiristas de todo este disparate, es que la civilización material es producto del capitalismo, de esta época. Y eso es mentira: siempre hubo civilización material, desde Mohenjo-Daro y aún antes, 5.000 ó 7.000 años atrás.
¿Cuál es, entonces, el problema? Que nunca, hasta este proceso de 500 años de modernidad bárbara del Norte, nunca hasta entonces -y hasta este momento- la civilización material se confundió, perversamente, con la cultura del hombre. Siempre habían estado claramente separadas. Funcionalmente separadas. Y, por tanto, funcional y orgánicamente reunidas también. Porque el fenómeno de retroalimentación ocurrió, obviamente, siempre: por eso los griegos hicieron el Partenón. Cuando hicieron el Partenón, pensaron el Partenón; fue una cultura que pensó el Partenón, que se demostró a sí misma el Partenón como su imagen. Pero, una vez hecho, el Partenón creó también la propia cultura. Este proceso tiene dos caras o, mejor dicho, un camino de ida y un camino de vuelta, de retroalimentación. Pero el Partenón, las Pirámides, el Quijote o lo que se quiera, siempre, claramente, dieron a la cultura, como retorno de la obra, una imagen que desarrollaba esa propia cultura tal cual era. Cuando ésto dejó de ser así empezó a desarrollarse otra cosa y apareció, obviamente, la contracultura.
Presencia de la tragedia: soberbia y angustia
La presencia de la Tragedia, para tomar un proceso originante -para nosotros-, que en su momento estuvo bien como un desarrollo del drama o como una desacralización del drama, que en realidad eso fue, también contenía -en tanto semilla- todos los elementos de este desastre. Estaban en juego ahí el libre albedrío, el destino, el héroe, la predestinación, el triángulo, los tabúes, la ausencia del amor en realidad; todo lo que está presente en la tragedia llamada “clásica” (que no es clásica, pues la época clásica es anterior a la presencia de la tragedia como teatro). Y digo que el gran ausente es el amor porque cuando el autor trágico quiere representar el amor maternal pone a Medea, que asesina a sus hijos y, para simbolizar el amor filial pone a Edipo en el hombre y a Electra en la mujer.
En estas tragedias los protagonistas terminan haciendo, no sólo lo que no quieren, sino lo que no saben. Como dice uno de ellos: Al final ¿cuál es el problema? ¿Cuál es el delito? El delito era que había lanzado a un desconocido en un precipicio y después se había casado con una mujer, por el poder. Ahora, uno era el padre y la otra la madre; eso era lo que el tipo no sabía. La culpa, la responsabilidad, resultan entonces inherentes, no conscientes. Muchos siglos después Freud las convertiría en inconscientes, y de esto, que además no existe, porque es cierto solamente en un universo matriarcal; por esta razón Freud sólo podía ser judío: lo que estaba elaborando era su problema. Esto no lo dice Castellani, lo digo yo: solamente podía ser en un contexto arqueológico –cultural arqueológico– como es la comunidad judía farisaica, que es la Diáspora. Sólo ahí es verdad. ¿Por qué? Porque hay una contradicción irresoluble entre la religión mosaica y la organización real. La organización real es matriarcal y la religión es patriarcal: ¿cómo se resuelve este asunto? Se resuelve así: con el crimen, matando. Porque es un doble discurso de la cultura, éste es el otro problema. Es algo que no se puede hacer; es una trasgresión absoluta. Y mortal, tanto para las personas como para la comunidad. Y es mortal también, por imposible, para la cultura y para la civilización. Por eso pueden retomar el mito prometeico y el fuego y todo el espectro característico del que se enfrenta al sino, al Destino. ¿Cuál es el Destino? El que labraron pacientemente, trasgrediendo lo que es la ley natural verdadera.
Pero ¿no ocurre lo mismo en la sociedad de hoy? Con la forma y la realidad del poder oculto transpatriarcal, hay una forma ideológica matriarcal. ¡Los vuelve locos a los tipos, se hacen homosexuales, cualquier cosa…! ¡Y como ésto, irremediablemente, lleva a la violencia, puede pasar cualquier cosa, como en la tragedia griega! Lleva al crimen. Pero lo que lleva al crimen no es la pretensa violación de la Ley Olímpica (¡ojo!) sino la violación de esto que no es la Ley Olímpica sino la ley natural, el derecho natural… los Diez Mandamientos, para decirlo mejor, más claramente. Es una violación intolerable, pero el tipo ¿qué va a hacer? El tipo no sabe, viene cualquiera y le dice: Usted lo vio hacer pis a su papá, tiene que superar el complejo de qué se yo y tiene que hacer tal cosa y también encamarse con tal para que… y el tipo cagó. Lo vuelve loco del todo. Loco, es decir alienado, desde el punto de vista cultural, no psicológico. Es un alienado cultural, por el conflicto fundamental entre cultura y contracultura: el tipo está en el medio. Pero ésto está traducido al orden moral, siempre. Ahora es universal, porque lo han universalizado. Digo, el cáncer llegó a ramificarse de manera tal que todo está infectado. ¿Cómo es en el orden moral? Es la soberbia. Y la angustia.
Soberbia y angustia son las dos caras de esto. Entonces es la muerte.
Y para Freud era verificable en la comunidad judía de Viena, que era la comunidad que estaba en el gozne, en el eje de ruptura de lo que era la judeidad del este -de la zona, del pogrom, del gueto– y la judeidad del oeste, que eran los ricos, los aristócratas, los aceptados, los integrados. Ambas dos cosas son conflictivas para los tipos, y no pueden tolerar a ninguna de las dos. Estos son, pues, el padre y la madre del sionismo. Del sionismo como tendencia nacionalista para salir de este embrollo.
Un virus en el huevo de dinosaurio
Es como haber encontrado un virus, por ejemplo, en un huevo de dinosaurio: una enfermedad desconocida. El tipo no sabe: entonces pone el huevo de dinosaurio, que está vivo, y el virus también. Entonces hay una enfermedad que se te cae el culo. ¡A todos los tipos se les cae el culo y nadie sabe qué carajo pasa que se les cae el culo! ¡Esto funciona igual! No importa que haya estado congelada. Porque cuando vos la ponés en funcionamiento otra vez, funciona igual. Ahora, funciona según cómo es el sistema actual, no como era allá, sino como es ahora. Porque es a esta generación viviente a la que le pasa. Desde un punto de vista estructural ¿le pasa lo mismo que le pasaba antes? Sí, pero le pasa en otro contexto, tan diferente que parece que fuera otra cosa, no ésa. Pero no es otra cosa, es la misma. El virus es el mismo: es el virus del fariseísmo. En realidad, traducido éste al orden moral, es la soberbia. Que no es una vana traducción, porque de traducción que es como último estrato, es también la primera, porque éste es el orden del espíritu. Entonces no es última, ni es más profunda, sino que es primera y más alta. Y por lo tanto determinante, ya que esas funciones son las que determinan las funciones inferiores, que les están subordinadas: la psiché y el soma.
Aquello que ya estaba en germen -y en germen con objetivos de carácter político y de carácter contracultural- y resultaba claro en la Grecia del siglo V A.C., se ha desarrollado. Cuando llega el siglo XV han pasado veinte siglos. Y aquí sucede algo extraño: entre el siglo V A.C. y el siglo XV D.C. la tragedia no experimentó absolutamente ningún desarrollo. Entre Esquilo, Sófocles y Eurípides, que además son todos de la misma época (en cien años están los tres) y Shakespeare, hay 2.000 años. Sin embargo hasta Shakespeare no existe nada. ¡Qué casualidad! ¿Cuándo vuelve otra vez la tragedia a existir como forma? Cuando aparece una oligarquía -período isabelino, claro- que tiene aquellos mismos intereses y aquel modelo también. Porque el modelo es tanto la polis griega y el Imperio Bizantino como el Israel del Antiguo Testamento. Sobre este modelo obtiene su sentido la Reforma. También en Inglaterra.
Desde el punto de vista ideológico o, si se quiere, desde el punto de vista del contexto estructural cultural, la nueva oligarquía europea reconstruye la contracultura con sus armas; sus instauradores han encontrado un virus y lo revivieron. Y la enfermedad se extendió igual. Pero fijémonos en un detalle: no hay trágicos. Corneille, Racine, Lope de Vega, Calderón de la Barca, no son trágicos, y tildarlos de tales es un chiste. El que es un trágico es Shakespeare, y no hay más. ¿Por qué, entonces, tanto bombo a la tragedia, cuando los autores trágicos son sólo cuatro: Esquilo, Sófocles, Eurípides y Shakespeare? Pero ¿no hay otras tragedias? Sí ¿pero lo son verdaderamente? No: Corneille y Racine eran los sostenedores culturales e ideológicos del siglo clásico francés, del siglo XVI; a Lope y Calderón les es absolutamente imposible hacer tragedia: son españoles, no pueden. ¿Por qué no pueden? Porque son católicos.
Si hay algo absolutamente incompatible con la tragedia, es la catolicidad. Ideológica, estructural y culturalmente incompatible. De la tragedia debería aceptar la Iglesia Católica, la cultura católica, únicamente a los monofisitas: Cristo es nada más que hombre, o nada más que espíritu. Entonces sí podrían hablar de la “tragedia del Gólgota”. Pero tampoco aquí hay ninguna tragedia; si hay resurrección y perdón, no hay tragedia. Porque no hay héroes. Hay sí sufrimiento (incluso sufrimientos terribles), dolor, angustia, martirio, daño… pero es drama, el drama de la vida, no el de la muerte. La tragedia es el drama de la muerte, por eso es tragedia.
Lo de Wagner no es tragedia
Un “trágico” posterior, Wagner, está fuera de la tragedia. Tiene otra raíz, bárbara también, que es la teología de los dioses muertos. Lo de los griegos era por ahí más substancial en un sentido, pero también más material. En la “tragedia” wagneriana no hay otra presencia, porque todos saben y todos ven que el sino -que es Odín o es Freia, o Loki- es fantástico, no es real. Es decir, Wagner recrea un mito, pero los griegos no recreaban mitos: sus tragedias eran verdaderas para quienes accedían a ellas. Como Shakespeare también es verdadero… Hamlet, príncipe de Dinamarca; Macbeth, rey de Escocia; Enrique V, rey de Inglaterra… Shakespeare toma las cosas ahí donde están, hace lo mismo que los griegos, para quienes el mito es un auxiliar de la historia que cuentan. Tomemos Siete contra Tebas, que es una cosa terrible, o Antígona, que es la consecuencia de Siete contra Tebas, y veremos que no son algo puramente mitológico, sino el mito transfigurado en historia o la historia transfigurada en mito. Por eso lo de Wagner está afuera de este asunto.
Lo de Wagner no es la tragedia, es el romanticismo. Es el sueño. Por eso Ludwig II de Baviera.
Pero la tragedia no es sueño: pretende ser realidad, y no sólo esto: quiere ser también la única realidad verdadera y profunda del hombre, la que demuestra que el hombre “no tiene redención”, que hay predestinación y no hay ninguna redención. La tragedia les dice a los hombres que no hay salida, y no sólo no hay salida sino que ni siquiera hay culpa a veces: en el caso de Edipo no hay culpa, y en Hamlet tampoco: es el individuo juguete del dualismo, como queda claro. Por esto los trágicos toman partido en favor del demonio. Lo hacen como diciendo: “No va a pasar nada…” Pero las cosas pasan, y a una escala monstruosa. Para comprobarlo, sólo preguntémonos: ¿Cuántos Hamlet, Ofelias, etc. caminan por la calle? Veremos que son cientos de miles.
En la tragedia no existe libertad alguna
La conducta de Hamlet está equivocada, pero Shakespeare demuestra que está bien, que es la única posibilidad. Aparte está predeterminada: cada paso que da ya estaba previsto. Por otra parte, no sólo no hay salvación, no hay perdón, no hay resurrección, sino que, además, tampoco importa que el protagonista sepa o no sepa, porque de todos modos lo suyo es “inevitable”, está predeterminado. No hay entonces, de ningún modo, libertad alguna. La tragedia es la ausencia absoluta de libertad. ¿No es, por tanto, la forma más anticristiana que se ha creado?
El cristianismo se creó para quebrar esa concepción. ¿Cuándo aparece Cristo? En el punto en que el helenismo ya se había apoderado de Israel. ¿Y cómo aparece? Resucitando. Quiero decir: no con una filosofía, sino con un ejemplo, un testimonio, una doctrina… y este acto…
Shakespeare podía haber dejado a Hamlet en un drama -lo han hecho Calderón, el teatro clásico-, pero le dio una vuelta de tuerca más. ¿Por qué? La pregunta es ésta: ¿Por qué? ¿Por qué lo han hecho y lo siguen haciendo? Porque esto ha beneficiado siempre el desarrollo de su propio poder político. Y también cultural. Todos los trágicos son, desde siempre, servidores del poder político y cultural dominante. Todos: Esquilo, Sófocles, Eurípides y Shakespeare, los cuatro. Y todos los que hacen estas cosas con el aura del rebelde.
Pero el aura del rebelde siempre estuvo bien protegida por la oligarquía en su plenitud y fue en realidad un arma conducida contra los otros. No contra ellos, no contra el poder, sino contra los que lo desafiaban.
Los antagonistas del poder
Y al poder lo desafiaban sus dos antagonistas: los TIRANOS, por un lado, y el PUEBLO, por otro. Pericles sabía que de esto se trataba, y por esto -no porque era bueno- repartía entradas gratis al teatro en los demos. Sabía perfectamente, además, que era un problema de educación y, por tanto, daba entradas a las barras bravas de entonces. Porque había que educar al pueblo en la tragedia. Democracia sí, pero con este gravamen, que todos habían de pagar. Esto fue la democracia griega de la que todos hablan.
Era como es ahora. Porque las amenazas contra el sistema siguen siendo las dos que acabo de mencionar. Por eso, para los ingleses, el monstruo más grande de la humanidad fue César. Primero Alejandro, después César. Y después Napoleón. Son las tres betes noires de la contracultura. Por eso Perón tampoco hubiera podido pasar jamás por esas horcas caudinas. No colaba. Era imposible.
Veámoslo más de cerca: Julio César (como antes Alejandro) es un conductor, alguien que se permite la unidad en la diversidad, que es capaz de concentrar y repartir, que termina con el sistema oligárquico (independientemente de que después se haya creado otro, pero ya sobre el ecumene, no sobre la ciudad de Roma ni sobre Italia) y con el senado. La destrucción del orden oligárquico se da con César como se dio con Alejandro. Alejandro también había destruido un orden oligárquico. ¿O no puso demócratas en todos lados, aún en el marco de la organización de su Imperio, que era una organización militar? Y Roma ¿no es también una organización militar? El título de emperador es un título militar, no civil; en realidad, es un grado militar.
Ahora bien: la única ciudad del mundo donde hay una estatua dedicada a Bruto es Londres. ¡Una colosal estatua a Bruto en la capital misma del Imperio Británico y a veinte siglos de distancia! Claro, porque ¿cuáles eran los héroes de Casio y Bruto? Cástor y Pólux. Y Armodio y Aristogitón, los que mataron al último rey.
Pero en ese contexto, César es “el tirano” y a la vez el “el demócrata”. Cosa que a la conciencia oligárquica (para la cual sí-no son las únicas posibilidades) le resulta absolutamente incomprensible, como le era incomprensible Perón, como le era incomprensible Napoleón…
Perón, o la lucha contra el crimen
No obstante, al llegar a este punto es preciso marcar una gran diferencia: tanto en Alejandro, como en César y en Napoleón, su organización política era militar. En rigor no tenían una organización política, tenían una organización militar. Popular, pero militar. Pero Perón no. Perón es el único que con esa misma conciencia crea una organización política no militar. Separa la organización militar: a tal grado es su enfrentamiento, tanto con la tragedia como con la violencia. Y fue eso lo que, en nuestro caso, se pagó. Si no hubiera sido así, hubiera sido no ser así a cambio de ser como los otros. Que era lo que quería Evita. Sin la capacidad de Perón de reaccionar rápidamente frente a un hecho muy concreto, ¿qué pensó, por un momento? Pensó en la milicia, se dijo “Armemos a la gente”. Pero no era ya así. Lo que ella pensaba era de nuevo Napoleón, César o Alejandro. Era “el pueblo en armas”. Y después ¿qué? ¿Ésa era la batalla principal, o la batalla principal la dio Perón?
Tal es el dilema para los que estamos inmersos en esta cultura, para la cual Eva Perón y el “Che” Guevara son los paradigmas (trágicos, obviamente) más actuales y Perón está maldito porque murió en la cama, y ni hablar de Castro, porque es un sobreviviente y ¡no puede ser! ¡También se va a morir de viejo!
¡Este es el problema! No hay ningún otro. Este es el problema principal, central, axial. De éste derivan todos los demás; no es que no existan otros, sino que éste los abarca, los funcionaliza y los domina, sean económicos, políticos, sociales, de cualquier carácter. ¡Éste es el problema central! ¿Cuál? La lucha contra el crimen.
Los que manipulan la cultura de masas son cainitas: he aquí todo el enigma, que no es tal. Toda solución, para ellos, es la muerte. En su universo -que es el mismo universo de Stalin- no hay otra solución más que la muerte, individual, social, económica.
Pero la solución siempre es la vida, no la muerte. Es al revés. Mejor dicho, ellos están al revés: adoran a la cabra, no al Cordero. ¿No es Mamón, acaso, un macho cabrío? De él han derivado el conjunto de los sofismas que informan la contracultura, colocados como imitaciones, porque el demonio es el mono de Dios, decía San Ignacio. Es un imitador y además no puede evitarlo, porque no puede crear nada. Imita, como un mono imita al hombre. Pero no es un hombre, es un mono.
Para redondear, creo que hay que dejar claro que el síndrome contracultural es este mismo: no es el Cordero, es el macho cabrío. No son lo mismo, son similares, pero contrarios. Se trata de una imitación, pero en todo es así, en todo se encuentra esto: la similitud, pero conteniendo como esencia la negación. Porque precisamente su negación más profunda consiste en su similitud. En tener una naturaleza opuesta… con una similitud. De esto viven, encadenándose perpetuamente, la hipocresía, el doble discurso, la mentira… y el hablar de la vida y causar la muerte constantemente.
Por eso la lucha que desarrolló Perón fue heroica en grado sumo, porque no sólo hubo heroicidad en lo que hizo, sino que para hacerlo tuvo que ser heroico hasta el punto de abandonar lo que el mundo quería y esperaba de él. ¡Y ese heroísmo es más grande que el haber hecho lo que hizo! Haber arrostrado durante 25 años el estigma de que le dijeran: “No, usted se fue…” Delante mío lo han hecho, y delante de él, en su cara se lo decían… ¿Quiénes? Los dirigentes: “Habría que haber resistido en el 55…”
Un día me puse histérico; entonces mandé a la puta madre que lo parió a Jorge Antonio, delante de Perón. Era el que decía eso. Le dije: ¡Ustedes son unos hijos de puta! Entonces Perón, para contemporizar, dijo: “Y no, algo de razón tienen, hijo…” Yo le dije: No, no tienen razón. ¡Es mentira todo eso!.
Evitismo y guevarismo
¿Fue correcto o no fue correcto esto? Ya entonces yo veía que el evitismo se proponía generar de nuevo la tragedia.
¿Qué es hoy el guevarismo? ¿En manos de quién está? No en Cuba, donde se asienta en su propio contexto cultural y además está Fidel Castro vivo, así que carece de asidero. Me refiero al guevarismo de fuera de Cuba. ¿No es esto también, no es la muerte? Porque el héroe de Cuba es Fidel Castro, no Guevara. Castro es el héroe porque se la banca, y ahora hasta se tiene que humillar… ése es el héroe. Vencedor del enemigo y, además, vencedor de sí mismo. Entonces Castro es también un héroe en doble grado, en altísimo grado heroico.
Éste es el tema verdadero, por eso no aparece ni en la calle ni en los medios. En reemplazo de Fidel, los guevaristas, como en reemplazo de Perón los evitistas, tienen detrás todo el poder de los medios para decir cuanto se les antoje. Son el mejor telón, la mejor bambalina para ocultar la verdad, elocuente por sí misma.
María Eva era la tragedia y era la salvación, las dos cosas. Algo muy típicamente femenino, por otra parte. No se llamaba María Eva por casualidad. Creo que para unas cosas era María y para otras era Eva. Lo que la mató finalmente fue eso, que estalló dentro de ella… y por eso murió. Porque no se puede vivir así, es imposible.
En cambio Perón es coherente… y paga. Es coherente y no puede no serlo, además. En lo profundo está crucificado. ¿Qué le dicen todos, qué le dice el mundo, qué le dicen los compañeros, los amigos…? Le dicen una cosa que él no va a hacer jamás. ¡No lo va a hacer! Ha tomado una resolución, la resolución de no hacerlo, y virtualmente se degolló cuando la tomó. Entonces ¿cuál es el problema? Éste, no hay otro. Es el problema universal, en este sentido, no en el otro estúpido sentido de comerciar con todo el mundo o hablar inglés. Mucho más universal que cualquier imbécil que habla inglés, de aquí o de Londres. Porque esto sí abarca la totalidad del hombre en tanto hombre, en tanto humanidad. No queda nada afuera.
La posibilidad de la catarsis
Por eso yo digo: Bueno ¿cómo se soluciona? Y me respondo: si no hay catarsis no hay posibilidad alguna. ¿Cómo es el proceso catártico? ¿Qué quiere decir catarsis? Quiere decir limpieza. Purificación, en realidad. Sin un proceso catártico previo es imposible. Porque una vez aceptada esta negación que es la tragedia, el crimen se instaló. Porque después… ¡todo es el crimen! Y porque los crímenes se han acumulado, cada uno justificado por el anterior…
Un mundo así no tiene salida. Porque para salir de ésto, para romper la cadena del crimen, se requiere la purificación. ¡Y sin purificación no hay solución, no la puede haber..! Pero no porque yo lo digo, sino porque se ha violado absolutamente todo el orden. No el orden social, no el orden político, no el orden cultural, no: se ha violado el orden de la Creación. Lo que se ha violado es lo que no se ve: el orden del universo. Entonces pasan cosas de las que nadie puede dar cuenta… Por ejemplo, viene “El Niño”.
“El Niño” son esos crímenes, devueltos por la Creación: un verano sin verano, un invierno sin invierno, eso primero, pero sigue… ¿No creían los griegos, acaso -y por eso la Polis- que el hombre es un reflejo del orden del universo, y que su orden es un reflejo de aquel orden? Pues es cierto. No es un reflejo como pensaban ellos, sino una imagen… y una semejanza. No del universo, sino de su Creador. Y por lo tanto la función en el universo es la misma función ordenadora. Si estos hombres se han dedicado a desordenarlo todo, todo empezando por sí mismos ¿cómo quieren que termine esto? ¡Termina mal, no puede terminar bien! No es una película en manos de un libretista que nos puede dar otro papel que representar. No, esto es así. Otras voces en esta misma voz, que vienen desde el fondo de la historia, han señalado lo mismo, en diversos momentos y lugares. Es así y siempre fue así.
El simbolismo del Titanic
Una vez captado el signo del tiempo y la estructura misma del orden del universo, se adquiere la conciencia de que no pueden ser violados. Y de que aquél que los viola lo paga. Y si es uno lo paga él, o su familia, sus hijos o sus nietos… o el conjunto de la sociedad. ¿Quién lo pagaría, si no? ¿Cómo se recupera este caos, este desorden, esto que no admite ni siquiera el movimiento de los planetas? Porque hasta eso se puede alterar, sí. ¿Cómo puede ser esto? El único lugar del universo donde hay un desorden de esta magnitud es acá, en el planeta Tierra… ¿Creen, acaso, que es gratis? No, saben que esto, así como va, se pudre. No pueden decir que no saben, que lo ignoran. No es que no saben el mal que causan y que este mal afecta, no al orden humano, sino al orden del universo, de la Creación.
Entonces es otro el embrollo. Es otra cosa, que es más trascendente. Esto está claro, pero es entonces que aparecen los que dicen: Bueno, pero el petróleo, la economía, el flujo de inversiones…¿de qué están hablando? ¿A quién le importaría verdaderamente lo que dicen, si cayera en la cuenta de que son todos epifenómenos, cosas, efectos de causas que a su vez son efectos y otros efectos y otros efectos..? Una cadena larguísima que termina en esos efectos, los que el tipo ve como quien mira un iceberg y cree que es un cubito de hielo en un vaso de whisky. ¡No, hay 9 partes de eso abajo, ocultas, y la parte que se ve es la menos importante! ¡Y además vamos en rumbo de colisión, como el Titanic, que era insumergible y fue hundido por un trozo de hielo, agua congelada, la cosa más tonta..!
Porque las cosas que opone Dios a la maldad de los hombres son las más simples, las que consideraríamos más insignificantes. La verdad habla sin artificios, diría Juan Domingo, pero los soberbios desprecian las cosas simples…
Lo que vendrá
En cuanto a lo que vendrá después de todo esto, el problema es que no se puede prever nada. La cuestión de la crítica o, mejor, de la formación de un criterio, para la posibilidad de construir un juicio justo, un juicio sano, está íntimamente negada por el desconocimiento de las coordenadas reales en que las cosas pueden venir o se puedan desarrollar. Un desconocimiento absoluto, verdadero, puro, del futuro. No se puede extrapolar nada.
En rigor, yo creo que no hay ninguna esperanza histórica. Es decir que, del mismo modo que decíamos “lo menor no puede engendrar lo mayor”, “el discípulo no es superior al maestro” (si ambos dos son lo que dice la palabra), del mismo modo del mal no puede salir el bien. De este tremendo daño ¿cómo va a salir un bien? Es decir, mientras no se produzca ese proceso catártico del que hice referencia más arriba, no es posible. Si es todo para mal ¿quién lo haría, cómo se haría, qué imaginación política, sociológica, etc., hay para hacerlo? No existe tal cosa. Porque esa imaginación posible es una imaginación racional, necesariamente (si no es racional tampoco tiene importancia), y a poco de andar se quedaría sin base. Porque no hay dónde apoyar ningún sistema racional. No digo ya el sistema racionalista del siglo pasado, o el racionalismo marxista… Digo un sistema racional nuevo ¿sobre qué se apoyaría?
La esperanza histórica, por tanto, para mí está terminada. Es decir, la esperanza en que la historia resuelva el problema de la humanidad de algún modo con su propio desenvolvimiento, con el mero tránsito del tiempo y del acontecer. Eso no puede ocurrir.
Heidegger decía al final de su vida: “… y ahora sólo Dios nos puede salvar” (o “sólo un dios podrá salvarnos”, según otras traducciones). Y es así. En esta cuestión, entonces, el problema de la esperanza histórica, que sí sobrevive -pues sería una estupidez pensar que uno, con un acto de voluntad, la abroga- sirve en el plano personal. Yo no tengo esperanza histórica ninguna ni me produce nada no tenerla, ni siquiera me importa. Pienso que de la historia sola no es posible abrigar esperanzas.
Pero en este punto aparece la esperanza escatológica (de eskatos, final) que es también histórica, porque su realización es dentro de la historia, no fuera de ella. Lo que ocurre es que tal esperanza no surge ya de las fuerzas y las tendencias que se llaman vulgarmente históricas (ese sería ya otro problema). Pero actúa sobre ellas. Porque ¿cómo termina la soberbia si no es con la humillación? ¿Cómo termina el crimen si no es con el perdón o la purga? ¿Cómo terminan los ladrones si no es devolviendo lo robado? Es irremediable, pura lógica, que es la otra herramienta de que disponemos junto con la esperanza. Que, por otra parte, si no están presididas por el amor no sirven tampoco de nada. No hay esperanza sin amor ni lógica sin amor. Tales cosas no existen. Por eso esta lógica inhumana, mala, perversa, que se piensa y niega al que piensa, muere.
Descartes estaba picado de un mal que es este mal: su lógica lo primero que hacía era negar al que piensa. Decía “Pienso, luego existo”, cuando primero uno existe y recién después piensa.
El sentido de la acción
Si la esperanza no puede ser una esperanza histórica, sería una estupidez decir que el que esto dice propone sentarse y esperar. No es cierto: el hombre tiene que pelear. Por lo que es, por lo que quiere ser, por su familia… pelear siempre es en un sentido. La recuperación del sentido de la vida, de todas maneras, redunda en favor de los hombres siempre. No es jamás en contra, es siempre a favor.
El enemigo que tenemos delante es mucho más grande que el que se nos mostraba hasta ahora: ¡el imperialismo!, ¡el capitalismo! No, es el demonio, y la pelea de hoy es una pelea desnuda: es una clara pelea contra el mal. ¿No vas a pelear por tu vida, por la vida de tus hijos, por la salud… por todas estas cosas? ¿No vas a pelear por tu pasado, por tus raíces, por tu patria? ¿Cómo se hace? ¿No es, acaso, contra el mal, que niega todo eso, incluida nuestra vida física? ¿Contra el mal, que ahora también quiere negar nuestra vida futura? Porque el mal no quiere siquiera eso.
¿No es ésto el mal, casi en estado puro? Porque el mal en estado puro es la negación y el vacío. No ya el vacío absoluto de los científicos, sino el vacío verdadero, el vacío de todo, de absolutamente todo. No el vacío de materia, sino el vacío de materia y espíritu, de todo. La pelea es ésta, no otra. Y hay cientos de miles de armas para dar esta lucha, que es la lucha verdadera.
Las otras luchas o forcejeos son en torno de epifenómenos, y aún de gansadas y disparates, cosas todas que -además- se caen por sí mismas y que cuando son combatidas, por el contrario, se hacen más fuertes porque se les otorga más vida. Porque como están muertas son vampiros que chupan la vida, incluso de la pelea: se alimentan de éso, precisamente. ¿No se alimentó Menem de sus oponentes, al grado tal de transformarlos en sí mismo? Ahí están. ¿O, partiendo del odio, no se alimentaron los alemanes de los judíos, y viceversa, al punto que hoy el estado de Israel es un estado alemán, nazi? Porque no se puede pelear con el odio contra el odio, porque uno se convierte entonces en el odio contra el cual comenzó su lucha y ¿cuál habrá sido entonces la pelea?
¿Qué quiere decir “no hay más enemigos”?
En el universo material el enemigo debe ser físico. Y si no hay enemigo físico -que es lo que han hecho estos tipos: ¡Nada por aquí, nada por allá! ¡No hay más enemigos!-, los hombres se quedan quietos. Obviamente, esto no es cierto. Cuando se da una situación en la que no hay más enemigos quiere decir queel enemigo nos está rodeando por todos lados y además lo tenemos adentro. Si no somos capaces de identificarlo, tenemos la fortaleza tomada por el enemigo. Esto es lo que pasa. Tomando el ejemplo de Macbeth, se cumplen los signos: se mueve el bosque de Birnham y el hombre no nacido de mujer está al mando de tus enemigos… ¿vas a decir que no pasa nada? Entonces estás perdido y se cumplirá la profecía.
La dualidad de la profecía, su ambigüedad aparente, no es tal, sólo está en el que escucha. Tal es la dificultad de interpretar el Apocalipsis, que es oculto pero no ambiguo, o cualquier profecía. ¿A quién se le oculta? A aquél a quien va dirigida, porque Dios ciega a quien quiere perder. Y el que quiere ver, que vea. Y el que quiera oír, que oiga. El que quiere puede, pero muchos miran y no ven, oyen pero no escuchan. Entonces ¿cómo van a salir de esto? Yo propondría a los pensadores políticos un diseño, cualquiera sea, para salir de esto. Pero un diseño, una ecuación para salir, no para entrar más adentro, como se estila.
Y pronto veríamos que no es posible, haciendo el “cálculo de masas sobre espacio”, como decía Napoleón -una cosa que nadie entendía en esa época, y ahora menos- esa ecuación que es estética en última instancia, que pertenece a la naturaleza del arte, no a la de la política en tanto ciencia, ni a ninguna otra ciencia. Y en esto el arte tiene que ver con la religión, íntimamente. Pues en ese sentido profundo, el arte es sacerdotal.
¿Por qué una enorme mayoría no ve? Porque la capacidad combinatoria que tienen es estrictamente racional, y justamente eso es lo que ha quedado fuera de juego. Esta lucha contra este enemigo no es racional ni lineal. Es de otra razón, porque el arte también tiene razón, obviamente. Una razón que no es codificable. Para mí, éste es el tema. Hay que mirar y ver, y además hacer
Hay quienes hablan de “procesos invisibles por debajo de la realidad aparente o habitual”. Yo digo que son visibles, a condición de mirar y ver. ¿Para quiénes son invisibles? Para aquéllos que usan los parámetros ideológicos o los parámetros del interés. Pero aquél a quien se le han caído las escamas de los ojos, que no tiene intereses de ningún tipo más que el amor a la humanidad y a su gente, y también el amor de Dios, sin el cual es imposible, puede ver. Ver esas cosas de las que nadie habla, como el hecho de que en la Argentina hubo 6.500.000 personas que votaron en blanco en las elecciones de octubre de 1997 o el de que cada vez se llenan más los santuarios marianos de todo el país.
¿Por qué hay, entonces, “procesos invisibles”? Simplemente porque son muchos los que ponen entre paréntesis y se borran del lóbulo frontal áreas enteras de la realidad.
Aquí hay, evidentemente, un problema.
Pero cuando uno ve lo que otros no ven, lo único que puede atinar a decir es: Bueno, yo estoy ahí. Es lo único que uno puede hacer, verdaderamente. Después, también puedo hacer campaña, o colaborar para que estas manifestaciones verdaderas se desarrollen. Y todo lo demás no existe. Todo lo demás es nada. Es vacío, quiero decir. Y en el medio del vacío, la negación. Que es una negación, no del vacío, sino del “algo”. Y eso constituye el vacío y el vacío constituye a su vez la negación.
La realidad es ésa. ¿Qué se puede decir? Miren y vean. Pero miren, vean y, además, hagan. Porque no es “no hacer”. Es hacer, pero hacer ahí, en el único lugar donde el hacer significa. Donde hay un hacer posible.
En otro lugar no hay ningún hacer posible. Todo hacer es nada, todo hacer es negación, más nada. Acá el hacer es verdadero. Hay un hacer por hacerse, un hacer que espera quien lo haga, y ése es el lugar. Un lugar que es, además, inagotable.
Todo esto se olvida fácilmente. Porque, de nuevo, el problema revierte a la nada de uno, es decir a las negaciones. ¿Qué negaciones son éstas? Son las negaciones a aceptar, humildemente, tirado en el suelo (arrodillado sería una soberbia), que uno es un imbécil y que si no viene alguien a sacarnos acá nos quedamos empantanados, y que lo que podemos hacer es pelear contra el pantano e implorar que la ayuda venga. Lo que hicieron los Trescientos espartanos en las Termópilas, que era sin esperanza. ¿Qué tiene que ver? Igual esperaban. Porque por eso lucharon.
El ejemplo de los Trescientos y otros ejemplos
No viene nadie. Te tocó pelear. Y bueno, tenés que pelear. Esta pelea, la única importante. En realidad, también, la única pelea real: todas las demás son estupideces, arreglos digo. En ésta hay muertos, bajas, lucha, batallas todos los días. Pero ahí no acude nadie. ¿Vamos a dejar morir a los Trescientos?
Después viene Maratón. Porque esos Trescientos permitieron que se diera Maratón.
Ocurre que, embobados con el héroe trágico, con el héroe imbécil, sea éste llamado Hamlet, Guevara o Evita, según su uso, la mayoría no hace lo que tiene que hacer. Porque eso que hay que hacer no tiene brillo, no es dorado, pareciera no ser heroico. Pero en realidad se pelea por una salvación, por la vida y no por la muerte. Y pelear por la vida ¿no es heroico? ¿No es heroico tener hijos, porque es una pelea por la vida? No pareciera ser heroico, porque “es tan común, vea”. Y sin embargo sí lo es.
Muchas veces se necesitan virtudes en grado heroico para poder tenerlos, alimentarlos, darles vida verdadera… Y con eso ¿no pasa nada? ¿Son acaso idiotas los que hacen eso? Yo creo que hacer eso es un acto heroico, mucho más en este momento. Entonces ¿por qué no? Claro, por la idea del espectáculo. Esto no es espectacular. Pero San Martín no era espectacular, Ceballos no era espectacular, Rosas no era espectacular, Yrigoyen no era espectacular, Perón no era espectacular. Aunque, muy a su pesar, participaron de algunos espectáculos, como cuando a San Martín lo hacen “protector del Perú” y él no quería ir ni a la ceremonia.
Es éste último un tema difícil.
En sus últimos años a Perón le molestó verdaderamente posar para una foto (accedió a ponerse una chaqueta del ejército sobre el pijama, para un póster que la Presidencia de la Nación distribuyó por todo el país, en el que se lo veía vestido de militar pero con el desagrado pintado hasta en los poros), cuando en una etapa anterior, la del tribuno, la conciencia era otra, quería la camisa abierta en las fotos (hay un dibujo famoso de Mezzadra) y se sacaba simbólicamente el saco en el balcón.
Yrigoyen ¿no era así también? ¿No le decían el Peludo? No porque se escondiera, sino porque quería hacer su vida, simplemente.
Y Rosas, que “las tenía todas”, vivió 32 años fuera del país. Artigas, 30 años en prisión. Y ¿qué pasa? Nada. ¿La reivindicación..? No. Ya está. No sé si me explico. Esto, que es el sino del Río de la Plata, es el sino antitrágico.
Eso no quiere decir que Brandsen, Necochea, Lavalle, y tantos y tantos otros no hayan sido héroes en el verdadero y antiguo sentido de la palabra. Valientes, quiero decir. Al grado de rayadura, algunos de ellos, desmesurados como Lamadrid, a quien dieron por muerto tras derrotarlo en Quebracho Herrado y vuelve a una de caballo a Tucumán, con 28 sablazos en el cuerpo. Pero frente a ellos, los que verdaderamente resumían esto no tenían ninguna desmesura salvo en su humildad, en su oscuridad. Perón no fue el único; él venía de una larga serie, de una vieja tradición cultural, histórica, política completa. Y es en virtud de esa tradición que digo lo que digo, también. No violándola, sino siguiéndola. Y no pensando en el pasado, sino en el futuro. Porque el pasado para lo único que sirve es para parar los pies en él, y mirar hacia adelante. Para otra cosa no sirve. Ahora, sin piso tampoco se puede. ¿Dónde se para cada uno? En el piso histórico al que pertenece.
CAPITULO VII
EL ESTADO
(1) El estado vs. la comunidad
El estado moderno no está fundado, como algunos divulgan todavía, en la Polis griega; está fundado más bien en la concepción política de determinado modo de ordenar la comunidad humana, que ha pasado por una serie de formas -todas híbridas- de las cuales terminó emergiendo una cosa que llaman “el estado”, que pareciera ser autónomo. Porque ha correspondido a la modernidad actual el haber otorgado identidad al estado, es decir, haberlo separado de la sociedad de los hombres, de la comunidad, y haberlo convertido en una entidad frente a la comunidad. Una idea de Hobbes, para quien el estado eran todos, solamente una imagen, ejemplo, figuración o parábola: por eso él dice “Leviatán”, ese monstruo formado por todos que tiene una cabeza de la que hay un grabado muy conocido. Pero eso sólo acontecía en la conciencia de Hobbes, o en el sistema ideológico que la presidía. En la realidad ha ocurrido otra cosa: ese estado nacido del desarrollo de ese avatar, y sobre todo negación de las formas políticas originarias, aunque conserva unos pocos de sus rasgos -más que nada los nombres, las etiquetas, que en realidad indican que adentro hay un contenido que no es el que dice la etiqueta-, es una farmacopea de la equivocación. En esta farmacia el frasco que dice ACIDO NÍTRICO contiene azúcar, el que dice AZÚCAR está lleno ácido sulfúrico; donde dice CUIDADO VENENO hay algo bueno para la salud, y bajo el rótulo BALSAMO VIGORIZADOR encontramos una ponzoña que es mortal. Por un cambio de etiquetas que un duende burlón ha hecho de noche en esa farmacia que expende política de la modernidad, sobre todo de esta modernidad del Norte, un pote que dice DEMOCRACIA contiene oligarquía, otro que dice TIRANIA contiene oligarquía y un tercero que dice MONARQUIA también contiene oligarquía: son muchas etiquetas y un mismo contenido.
Los clásicos de la ciencia política -Tito Livio, Maquiavelo y los demás clásicos de la modernidad- intentaron hacer con la política lo mismo que con las ciencias naturales: un orden clasificatorio de la forma, y determinaron ciertas formas que son teóricas, no reales. Como en todas las ciencias naturales, empezaron con ese mismo principio que usaban la entomología, o la botánica. Andando el tiempo, fueron descubriendo las funciones, que ya no son morfológicas sino fisiológicas, y detrás de ellas el funcionamiento y las necesidades. Han ido de afuera hacia adentro, de lo más visible a lo menos visible, de los fenómenos más externos a los más internos.
Pero ha llegado el momento, tanto en la ciencia como en el arte política, de descubrir su funcionamiento más profundo. Después de 500 años todavía se sigue hablando por un lado de la morfología, por otro del funcionamiento, y todo sometido a los sistemas ideológicos, que en rigor no son estudios sino desarrollos de una idea teórica respecto de la morfología o con origen en ella. Pero no es un estudio del desarrollo de esa morfología en la realidad. Es como si hubiera habido una clasificación morfológica de los escarabajos (los rojos, los pintados, los peloteros, etc.) y se hubieran asignado finalidades teóricas a cada uno y hubieran seguido estudiándolos de acuerdo a las finalidades teóricas asignadas y no de acuerdo al comportamiento del escarabajo verdadero.
Las formas políticas se han basado en ideas y no en la realidad de los hombres
Con las formas políticas han hecho lo mismo: en lugar de estudiar las formas verdaderas y su comportamiento real, han hecho el desarrollo de un comportamiento teórico supuesto, o sea de un teorema. A partir de esa conducta suponen que la democracia “debe ser” de tal forma, “funciona” de tal forma porque debe ser de tal forma, etc., etc. Y se predica de cada una de las formas de acuerdo al contenido teórico que conservan y al contenido ideológico que se les asigna, pero no de acuerdo al funcionamiento real. Algunos positivistas un poco más inteligentes, como Bertrand de Jouvenel, empezaron por lo menos a estudiar, años después, las formas reales, y en parte descubrieron que eran todas híbridas, mezclas, desde el punto de vista morfológico, y descubrieron también -y ahí fue donde se les desmoronó el esquema, porque la trama del pensamiento oficial no lo aceptó- que en realidad el estudio de las formas políticas se podría desarrollar a partir del estudio de la circulación del poder. El único que arriesgó hablar de ésto fue de Jouvenel, que definió primero el poder (en un grueso libro titulado precisamente El Poder) como capacidad de disposición con sus cuestiones anexas: potestad única del armamento (estar armado), capacidad de coacción, capacidad de coerción, capacidad de imposición, etc. Como el estudio tiene su verificación en las formas objetivas, y en el comportamiento de las formas objetivas desde afuera, la idea que tienen del poder es una idea que es también desde afuera, que es lo mismo que decir que “lo más importante del escarabajo son las tenazas”, cuando éstas están en realidad en relación con otras cosas a partir de las cuales el escarabajo las tiene y las usa. Pareciera que, del mismo modo, en el estudio de las formas políticas lo más importante es si se tienen o no se tienen tenazas. No obstante, debe reconocerse que estudios como el de de Jouvenel han llegado un poco más al fondo de la cuestión que cuanto habían logrado las trivialidades anteriores. Quizá por eso ha sido reputado de “pensador de derechas” y es muy poco citado. Lo leyeron mucho… pero decidieron que su lugar fuera en adelante el altillo de los “escritores ocultos”. Y cometieron así por lo menos dos grandes errores: por un lado ocultar un escrito por creer que es perjudicial que se conozca -que quieren conocer sólo ellos, para tener un secreto- y por el otro, ignorar que el “secreto” es una gansada. Es la misma idea del secreto sobre los armamentos.
Si bien el poder puede ser eso que ha dicho de Jouvenel (ellos así lo creen), yo entiendo que el poder no debe ser eso.
El desarrollo “correcto”, como se dice ahora, es aquel desarrollo de las formas políticas que permite el empleo de la coerción, de la coacción, del uso de la fuerza armada, tanto en política interna como en política exterior, tanto dentro del ámbito del estado como fuera de él, como relación hacia los ciudadanos (súbditos propios) y como relación con los otros estados, en las cuestiones estrictamente ligadas a la fuerza. Se ha legislado sobre ésto en todas partes. Por tanto, las características finales del estado terminan siendo esas, y eso dicen los teóricos, y eso piensan los políticos y así funciona el estado en la realidad. El estado no es entonces lo que dicen los teóricos de las formas sino lo que es en realidad: un monstruo que se come a la gente y que vive de eso. Ésto es lo que se lee en todas las teorías del estado de la modernidad, que colocan al estado por encima y fuera de la comunidad humana.
El estado burgués surgió de un contrato que no existe (y Kelsen es su profeta), no obstante, tratarse de un profeta al revés, una especie de posfeta.
El estado tiene una personalidad propia -como ya vimos antes-, una legislación que le es propia, para sí mismo; se arroga la capacidad política independientemente de quien se la otorga y es independiente de este consentimiento. Es un apoderado que olvida al poderdante sin que éste pueda revocar el poder, cosa insólita en si, puesto que es un contrato que funciona para un solo lado. En el mundo burgués, donde la única institución jurídica verdadera -tomada del Derecho Romano pero convertida en la única- es el contrato, este contrato es un contrato de un solo lado, parecido en ésto al de las pólizas de seguro. Uno firma ese contrato y mediante esa firma queda obligado, y el que está del otro lado no. Es entonces un contrato en desigualdad, razón por lo cual es evidente que no hay ningún contrato y si se supone que lo hay es totalmente ilegal e inexistente desde el punto de vista jurídico.
No obstante, esta incongruencia generó una teoría del Derecho, una filosofía del Derecho, cuyo representante más importante es Kelsen. Se llama “teoría pura del Derecho”. Paradójicamente, como siempre ocurre, se llama “teoría pura del Derecho” a algo que es teoría de la nada, porque se justifica en la inexistencia del Derecho. Su nombre verdadero sería “teoría pura de la negación del Derecho”. La más ajustada síntesis del contenido del engendro de Kelsen no es otra que ésta: “El Derecho se funda en la fuerza”.
Kelsen es en verdad el teórico de los golpes de estado y, paradójicamente, es el teórico de los demócratas. En la facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires Kelsen fue durante toda una época la bandera teórica de los enemigos del peronismo. Tanto Atilio Dell’Oro Maini y otros católicos, como los liberales y los marxistas estaban de acuerdo con Kelsen: la fuente del Derecho -decían- es la fuerza. Por eso Perón, ya en los primeros tiempos de su exilio, escribió La fuerza es el derecho de las bestias. Ese libro fue una respuesta a aquella triple alianza, formalizada con el exclusivo propósito de derrocarlo.
Considero que es preciso dejar aquí constancia de que tres años antes de 1955, en la facultad de Derecho de Buenos Aires se había desarrollado una polémica entre Cosio y Kelsen, entre la teoría egológica de Cosio y la teoría pura del Derecho de Kelsen. La teoría egológica informaba -e informa- el pensamiento jurídico de nuestra modernidad, con origen en Santo Tomás, Vitoria, Suárez, y en la experiencia histórica de los pueblos de América y de España: el Derecho natural basado en el libre albedrío, la verdadera igualdad de los hombres ante la ley, el principio de que fuerza no puede ser nunca fuente del Derecho y de que sólo la razón -la legitimidad- es fuente de la legalidad, etc. Determina a partir de esas bases qué es legítimo y qué no es legítimo.
La verdadera igualdad de los hombres ante la ley no es una igualdad que pone a todos en el mismo lugar -una abstracción teórica-; es la ley la que se ocupa de emparejar las diferencias que realmente existen en la sociedad, porque las reconoce de antemano. Por eso la institución del privilegio, por eso los fueros, es decir leyes parciales que intentan emparejar aquellas diferencias para colocar a los hombres en una misma situación ante una ley común.
El Derecho burgués, fundado en el contrato, anuló privilegios y fueros en nombre de una “igualdad de todos los hombres ante la ley”. Pero colocada la sociedad en esa situación jurídica, el resultado fue, en la práctica, que los que tienen dinero o poder son “más iguales” que los demás. De donde deviene la constatación de para qué se usa el dinero y para qué el poder, que cierra el círculo de la conciencia a partir de la cual se trama la “ciencia política” de la modernidad anglosajona: con esa denominación ha resultado en la práctica una técnica del armado de bandas de saqueo y piratería o, para decirlo más claro, de ladrones bajo amparo legal. El contrato ha sido convertido en la única instituta al haberse eliminado todas las demás, y ésto denota la conciencia que se tiene del poder. El poder, en este universo, es independiente de las formas políticas reales y tributario de las formas políticas teóricas, que funcionan como enmascaramiento. La democracia liberal es, en manos de estos teóricos, un enmascaramiento; en la realidad real no existe democracia alguna.
Una falsificación de tal magnitud está ínsita en la contracultura de la modernidad anglosajona. No es sólo intencionalidad de los teóricos del derecho político o de la ciencia política, sino que es una cuestión fundamental que reside en lo profundo de esa cultura, independientemente de que lo razonen o no. En primer lugar: no lo razonan porque no se corresponde con la lógica de su pensamiento y segundo: no lo ven porque no lo razonan, puesto que para ellos las formas políticas funcionan como dice la teoría.
Paralelamente han juzgado las formas políticas con las cuales no están de acuerdo (aún dentro de la teoría) como malas o perversas, y las propias como buenas y aún sacrosantas. Han seguido en este terreno el mismo proceso con el que impusieron el contrato (al colocar una instituta por sobre todas y dejarla como única forma de Derecho, negando a todas las demás): impulsaron una mera forma política, solamente teórica, para ellos -la democracia liberal- y denigraron a todas las demás, cuando en rigor todas las formas políticas son lo mismo: en primer lugar son todas híbridas y, en el marco de la contracultura, son todas oligárquicas, porque toda forma es sólo una pantalla, un encubrimiento.
Las únicas formas políticas reales, esto es, circuitos de circulación de la voluntad común de todos los hombres que viven en una comunidad, son únicamente dos:
O las decisiones son de todos en una organización jerárquica y constitucional determinada, o las decisiones son de unos pocos contra todos los demás. Tales son las dos posibilidades verdaderas, reales, y no hay más. Entre ambas existen, obviamente, hibrideces de una y otra, que tienen nombres o no, poco importa. Y existen asimismo tránsitos de la una hacia la otra, transmutaciones de una forma en la otra. Pero la ciencia política -siempre dentro de una conciencia determinada- no se refiere a los tránsitos sino a las formas.
La espera de la renovación
Cuando se impuso finalmente la idea de movimiento, que está en la realidad, se impuso también el estudio de la transmutación de una forma en la otra, no sólo como parte vital, sino también fundamental de la ciencia política. En rigor siempre vivimos en un tránsito entre una forma y la otra, porque las formas puras tampoco existen. Lo que existe son estructuras que tienden a una cosa y estructuras que tienden a la otra. Son, por tanto, tendenciales, nunca puras, nunca terminadas, siempre oscilando entre un aspecto y el otro, desde que tales aspectos son básicamente polos extremos, que se alcanzan hasta un 80 %, nunca totalmente. De esta suerte son los márgenes entre los que la comunidad se mueve en su desarrollo. Siempre, en toda organización, hay elementos de maldad y elementos perversos que tergiversan o corrompen, y siempre, en una organización aún pervertida, corrompida y en destrucción hay elementos que intentan salvarse a sí mismos y salvar a una parte de aquélla, tendiendo a otra cosa.
Esto no toca ni a la vida de los pueblos ni a las formas políticas porque, como contradicción, se desarrolla horizontalmente. Pero hay otra contradicción, o más propiamente otra relación, que es vertical: la que tiene el pueblo con ambos elementos, amén de mantenerla también con algo superior que es, desde el punto de vista político o histórico, una idealidad que no responde a ninguna de las formas sino a la organización ideal de las funciones en una comunidad. Y ésto constituye en Occidente una parte importante en la vida del hombre “pata al suelo”, de su fe religiosa.. Desde un punto de vista estrictamente histórico o político, ésta ha sido una enorme contribución tanto del judaísmo como del cristianismo que es su continuador: la verdadera esperanza profética en el escaton (el fin, la finalidad), porque aquél que acepta que la historia tiene principio debe aceptar que tiene fin. Por eso el racionalismo no acepta que la historia tenga principio y por tanto tampoco acepta que tenga fin.
¿Cómo es entonces que dicen, por un lado, “fin de la historia”, si por el otro dicen que “no hay principio”? He aquí una grave incoherencia. Cuando yo acepto que la historia tuvo principio también acepto que va a tener final: en ésto consiste el escaton o esperanza profética. Y la esperanza profética no necesariamente es tremendista -aunque sea tremenda- sino que es la esperanza de la renovación, de la regeneración del mundo, de la transfiguración, o sea de una cosa que el hombre no puede hacer, que es convertir el mal en bien. Por eso todas las formas políticas, las “mejores” o las “peores” según el ángulo desde el que se las mira, están, de la misma manera, condenadas en profundidad. ¿A qué? A su nacimiento, desarrollo, apogeo, decadencia y muerte, como absolutamente todo lo que vive y se mueve bajo el cielo, en la Creación. No veo, por tanto, razón alguna en pensar que la democracia, la monarquía o cualquier otra forma deban ser eternas. Lo único eterno, hasta que se consume, es la esperanza profética. Y eso está colocado fuera de la historia hoy.
Pero la esperanza profética está en la historia
Sin embargo, la esperanza profética está colocada en la historia. Y lo está de dos maneras: si en el pensamiento racional político se la sitúa fuera de la historia, en el pensamiento real de los pueblos está en la historia y es vivida como tal; y es vivida también como esperanza cultural de los pueblos porque está en el culto, y el culto es la cultura.
Nuestra modernidad está exenta de toda esperanza profética, porque vive en la ignorancia del principio y en la ignorancia del fin. Tiene, obviamente, una tarea histórica que cumplir, pero lo que no se puede es llevarla a extremos que el hombre no puede cumplir. Ha de cumplirse, pues, en la medida en que el hombre puede realizarla. Esta medida es una especie de dinámica ondulatoria de las formas políticas y del desarrollo político, hasta alcanzar su momento final. Hasta ese momento, el proceso está relleno de esperanza histórica y profética, a veces más cerca y a veces más lejos de acuerdo a cada circunstancia de la ondulación. Los senos de la onda son los más favorables a la posición de democracia social, participación, etc., y paradójicamente son los que más se alejan de la esperanza profética. Cada cenit de la onda, en cambio, al estar más distante de las formas de democracia social, es más oligárquico, más tiránico, más miserable y violador del orden moral, pero está más cerca de la esperanza profética. Es una contradicción, o una armonía, que se corresponde claramente: a un tono aquí corresponde exactamente otro tono en otra escala. ¿No es ésto la armonía? Lo es para el hombre común y para todos los hombres concretos. El hombre concreto participa en el primer momento (sin ser verdugo, porque entonces no hay verdugos) y es víctima en el otro (cuando sí hay verdugos, y son las víctimas las que piensan estas cosas).
Cuando las víctimas ven estas cosas la esperanza profética se aproxima más en la medida en que se aleja la esperanza histórica. Visiblemente, en otro orden, es al revés: cuanto más se acerca la esperanza histórica, los hombres se sienten más lejos de la esperanza profética, aunque permanece como es y nunca se pierde de vista. Esto debe reflejarse en las formas políticas, en la política concreta, y éste es el problema de la contracultura. Porque no perder de vista la esperanza profética impide que aquéllos que conducen y organizan el proceso en el seno de la onda la olviden. Cuando es olvidada, conductores y gobernantes se vuelven soberbios, pura esperanza histórica -como tantas veces ha ocurrido-, la onda empieza a revenir y se convierte en oligárquica.
Cuando se toma conciencia de la esperanza profética, en cambio, la onda comienza a volverse al revés y produce la reacción.
Tal es, para mí, la dinámica cultural en el plano político y organizativo de las instituciones en relación a una cuestión que es permanente y constante, que es tanto la historia, mientras dure, como la esperanza profética, mientras no se cumpla.
En algún punto de ese proceso estas dos cosas, en el momento de su cruce, se van a cumplir.
¿Será éste el momento? No lo se. Podría serlo. Muchos han pensado en otros coyunturas históricas que era el momento, y no lo era. Es legítimo pensarlo hoy, independientemente de que no se pueda hacer de ésto un objeto político. Pero sí un objeto de la conciencia. ¿Para qué? Para aprender el después. Hay que tenerlo presente, porque en rigor toda la historia del hombre debería ser una tendencia a reducir la onda, las diferencias que existen en ella entre el cenit y el nadir, o entre cima y sima. Reducir esta onda es hacer que el curso histórico sea más estable y es crear un orden más humano, sin caer en la tentación del cero, que es la tentación del revolucionario.
La tentación del “punto cero” y sus consecuencias
El punto cero es la tentación del revolucionario, del humanista: llevar esta onda al punto cero del nivel, siempre igual. Ésto es la muerte, por un lado, y es la muerte según la profecía porque es el humanismo absoluto frente a la profecía, que es inmutable y permanece. Es en ese momento que se establecen dos líneas contradictorias. Y aparece entonces el Anticristo, colmado de humanidad a grado de su maldad. Es una conversión al revés.
No estoy hablando aquí de las Profecías. Hablo de una conversión al revés en las formas culturales y políticas, en relación con aquéllas. Pues ésto es lo que pasa. Y esta dinámica es objetiva, no ideológica. Así pasa. Así discurre la realidad, incluso la que vivimos. No se trata de una teoría, porque de ésto no hay conclusión. O la única conclusión que se puede sacar es una voluntad de reducir el ritmo de la onda a un grado aceptable. Que esta variabilidad no destruya con exuberancias descontroladas la armonía y el orden. Nada más.
La variabilidad, obviamente, va a existir. Aún en el mejor de los mundos posibles existiría esta diferencia entre una mayor participación y felicidad de los pueblos y una mayor oligarquización y aprovechamiento en beneficio de un grupo, una apropiación indebida de la felicidad de conjunto. Entre la apropiación indebida por un grupo y la partición o compartición por todos de los bienes de este mundo, ésta es la oscilación. Una oscilación por un lado natural, que al tomar el hombre la historia en su mano puede reducir en sus distancias extremas -no hacerla desaparecer, porque no es posible- puede hacerse siempre que se tenga presente la Profecía en relación al otro acorde, o acorde correspondiente, de la armonía. A esta razón obedece que quienes profesan la contracultura en la música, como Schöemberg, hayan roto la armonía, y ésto también es parte de la modernidad. Hasta que finalmente la música que se oye hoy, ya a escala masiva, implica una ruptura del orden que no es una mera ruptura del orden de los sonidos, sino que es un reflejo de la ruptura del orden profundo, a la que está íntimamente ligada. Ésto empezó con Wagner, un sublevado frente a los restos de la cultura cristiana europea o, en otros términos, un bárbaro con genio, pero bárbaro al fin. Que la ruptura se ha expresado en la música está claro.
Y esa ruptura atrae. No en vano Wagner era amigo de Nietszche. Pero también se expresa en la pintura y en las demás artes, entre ellas la política. Fijemos nuestra atención en la época: Wagner era un revolucionario de las barricadas de 1848. Esto no quiere decir que los federados que estaban en las barricadas de París ese año no tuvieran sus razones, incluso profundas. Que fueron las que hicieron pensar a los teóricos del sistema -como Marx- que la dinámica de la historia era esa y que esa era su necesariedad. Lo cual es mentira, puesto que no se trataba de su necesariedad sino de su actualidad. Hubo aquí una confusión lamentable entre la naturaleza del acto, la potencia del acto, y la cualidad profunda del acto. Y no fueron capaces de descubrirlo a causa de que les era imposible, porque para entonces la contracultura ya había abandonado la metafísica definitivamente. Y habían aparecido, ya por entonces, en su reemplazo, quienes dijeran que en realidad todo se reducía a mecanismos psicológicos: las escuelas de Viena, que aún con diferencias teóricas de mecánica interna, en rigor pensaban todas de la misma manera. Felizmente podemos volver a decir ahora que se trataba, simplemente, de los mecanismos del ser y no de mecanismos psicológicos.
Los psicólogos fueron el reemplazo objetivo de los directores de conciencia. Constituyeron un producto -y no demasiado tardío- de la Reforma. De la mismidad de la autoridad de la interpretación de la Escritura, por ejemplo. Pero ellos fueron uno de sus frutos más amargos: dejaron al hombre común -que somos todos- totalmente solo y desamparado. En la dinámica que venimos comentando participaron, ellos también, de la tendencia a la reducción a cero de la ondulación: una tendencia a que el tropismo y la armonía con lo profético desaparecieran.
La guillotina y la policía son creaciones del estado…
Y bien: por diversas vías lo siguen intentando. ¿O no es lo mismo la globalización, el nuevo orden mundial, etc., etc., aún en otra dimensión espacial y temporal, en otro tamaño, en otra cantidad, pero en la misma dimensión real y con la misma calidad?. Quieren, con estas nuevas especies, hacer lo mismo y con los mismos objetivos. ¿Qué es el estado moderno, sino el producto, la institución, el instrumento y la herramienta para cumplir ésto?
La guillotina y la policía, vale decir los elementos que en verdad funcionan para realizar la apropiación de todo con la debida tranquilidad, tienen “inscripta en el frontispicio” (como diría Perón) la creación de una instituta, el estado, capaz de garantizar la permanencia de esa apropiación. ¿O qué otra cosa es el estado? Si bien se le acoplan funciones administrativas, éstas son necesarias de la misma manera que es necesario que haya quienes se encarguen en una explotación agrícolo-ganadera de llevar el forraje a los animales, ordeñar las vacas, es decir atender a los animalitos porque se los necesita para sacarles la leche, esquilarlos, carnearlos, etc. ¿No se hace eso también con los hombres? ¿O qué cuida el estado? Alguien ha llegado a decir que el estado es un pastor hijo de puta, o el mal pastor.
Y digo “mal pastor” porque está frente al “buen pastor”. Acá se repite nuevamente, por entre el ruido, el tema armónico. Aún como desarmonía. Al hombre le es imposible romper la armonía, porque es una música que hizo Otro. Queriendo romperla, lo único que hace es crear un sonido de resonancia que tiene una respuesta, en otra escala, en el orden profético.
En el orden histórico tenemos que ver con esta cuestión como res, cosa, o como conciencia de una actividad libre que permita la recuperación de la armonía equilibrada; no de la armonía de la ruptura sino de la armonía consciente, que busca la armonía, que la construye. Esto significa, por ejemplo, poner a Bach frente a Wagner o a las catedrales sonoras frente a la bomba. Pese a ser un ruido, la bomba es, sin embargo, una nota en el concierto universal, a la que se corresponde la aparición de otra, muchas veces inexplicable, como cuando se acusa a El Niño de las catástrofes meteorológicas que ocurren últimamente, cuando el responsable es este “padre” cuya autopsia venimos acometiendo. Esa aparición, generalmente imprevista, es una respuesta de algún modo armónica a algún quiebre de la armonía.
Pero entonces ¿cuál es nuestra libertad sino crear el sonido que sea verdaderamente armónico, que se corresponda por conocerlo? Esto implica una subrogación a la melodía principal, que no tocamos ni inventamos nosotros. La consonancia con esa melodía implica ciertas notas sí y otras no, cierta escala sí y otra no, cierta clave sí y otra no. Expresado por medio de este ejemplo musical, es lo que el hombre puede hacer. Lo contrario, como viene ocurriendo, constituirá una nota falsa que tendrá su correspondiente, porque lo que no puede hacer el hombre -insisto- es romper la economía del universo. No es posible. Puede romper su propio orden, puede destruirse, pero no romper el orden del universo y la Creación.
Al hombre sólo le es dado cooperar con la obra de Creación en ese orden, pero no destruirla, porque somos monitos tontos encerrados en una jaula a prueba de necios e insensatos. El hombre puede entrar, comer, explorar, hacer todo cuanto se le ocurra; lo que no puede es romper la jaula. Están los que dicen, o piensan: “Quiero romper todo”. Habría que advertirles: “No vas a romper nada, salvo tu cabeza”. ¿Por qué? Porque en realidad, el mundo no es una jaula. El mundo sólo es jaula para aquéllos que piensan que es una jaula y hacen de eso la razón de su actividad. De una actividad que los destruye porque, como se dijo, la libertad -mi libertad- consiste precisamente en cooperar en esa economía, en ese orden del hogar (que es lo que economía quiere decir) que es el hogar del hombre, de todos los hombres.
No hay jaula y, sin embargo, esas personas que quieren romper todo viven dentro de los barrotes. Porque ellos han creado la jaula. Coces reales contra el aguijón que no existe, que ellos reciben entre sí… aunque también las recibimos nosotros. Tal es la dinámica histórica. Pero ¿está determinada? No, pues ningún acorde está determinado más que en su propio orden. Y el armónico correspondiente está determinado por ese orden. Quiere decir que el orden primero y el armónico primeramente emitido es el que determina lo que es armónico con él después. Y ésto es el bien. ¿Cuál es el mal? La negación de ese bien.
¿Y por qué el mal no alcanza? Porque no alcanza a negarlo, porque es subrogado. El estado, entonces, es un elemento más de ésto.
En realidad el estado ha sido creado para proteger una forma ideológica -encubierta por una ideología, para decirlo mejor- y absolutamente real de circulación maligna y perversa del poder. Me refiero a este estado de la modernidad. No quiero decir que no deba haber ningún estado, sino que el estado debe ser otra cosa. Fundado en otras premisas y en otras bases. Digo ésto porque no creo…
… y los marxistas perfeccionaron ese estado
… donde se ve claramente la dependencia del marxismo respecto de la ideología burguesa (para decirlo en los términos de ellos, yo pienso otra cosa) es en que lo único que han hecho es tomar el estado burgués y perfeccionarlo en su naturaleza. Éso es Stalin. No lo cambió, lo perfeccionó. ¿Cuál ha sido el modelo? Francia.
Esto quiere decir: el perfeccionamiento del estado burgués es el perfeccionamiento de lo mismo, no un cambio. Ahora bien: a eso que es el perfeccionamiento de lo mismo, que decían que era malísimo, le llaman “cambio”, “revolución”. Están locos de atar, y sin embargo ¿nadie ha visto, en ningún momento, en ningún lugar, esta fractura terrible? Sí, y muy tempranamente. Para ubicarnos con comodidad, hacia 1919 fueron muchos los que lo vieron en Occidente… y lo ocultaron. Y a quienes no quisieron ocultar se los silenció. Pasó en los partidos socialistas y comunistas de Europa, sobre todo en el Partido Comunista Francés, donde todas las primeras delegaciones que fueron a la Unión Soviética, hasta el año 22, volvían diciendo la verdad: “Eso es basura”, “Están todos locos”, “Son criminales”… Pero el aparato del partido (del francés) se encargaba, cada vez que así ocurría, de hacerlos callar expeditivamente.
Esto no lo digo yo: hay un librito que se llama Los que crearon el mito. Ahí están las declaraciones textuales, las cartas, los manifiestos, los nombres. Y está claro cómo fue. La complicidad franco-soviética era más que obvia, producto de dos elementos aportados por los franceses:
1º. La situación geopolítica de Francia en una Europa de naciones, que empezó con Francisco I, ese primer dandy de la modernidad, bastante torcido, aliándose con el sultán de Constantinopla frente a Carlos V
2º. El sistema ideológico de la contracultura, de la cual Francia -mimada del proceso de la revolución mundial- es una de las grandes cunas.
Era obviamente imposible mostrar la verdad a los ojos del mundo. Francia se encargó, como en cada etapa de este escalonado proceso de eclipsamiento de la realidad, de construir la tramoya ideológica destinada a ocultarla sistemáticamente. De modo que a los que decían algo fuera del libreto de la ideología oficial se los silenció, se los presionó, se los hostigó, se los expulsó. Y los intereses, finalmente, quedaron ligados. Ésto es lo que vivió Europa durante todo el siglo XX.
De ahí al endiosamiento del estado, que es lo que han hecho, cumpliendo en última instancia la profecía histórica de Hobbes -el Leviatán- había sólo un paso.
Leviatán es el Monstruo que muchos ya habían empezado a intuir. Herman Melville lo percibió también a mediados del siglo XIX, vio que eso era el mal y le puso una encarnadura metafórica: Moby Dick. La novela narra no sólo la persecución del mal sino también la destrucción del estado: el grupo que va en el Pequod intenta, en efecto, destruir al monstruo. Melville tiene dos o tres cosas que son claramente una crítica despiadada a la situación; Bartleby, por ejemplo, es la acusación que lanza Melville a la administración burocrática ya instalada, invadiendo la libertad de los seres humanos: la libertad frente a la burocracia implica negarse a sus mandatos como única actitud posible. Por eso Bartleby, el personaje, un hombre libre, insiste permanentemente: “Preferiría no hacerlo”.
El estado final sólo es un grupo de saqueadores
El monstruo, que estaba en la conciencia de todos, era invariablemente escondido. Ahora ya no se puede esconder y, por tanto, proceden a la inversa: lo muestran como un premio, como un timbre de honor: es bueno estafar, robar, ser un pirata (cosa que los ingleses hicieron siempre, pero que ahora hacen todos, incluídos los parodistas imbéciles que tenemos hasta en la última provincia Argentina). Y como ahora ya no les conviene que el estado exista han optado por destruirlo, porque ya ha cobrado independencia aquéllo que lo animó.
Como “el demonio es el mono de Dios”, decía San Ignacio de Loyola, en el sentido de la imitación -no como hombre precisamente, sino como mono- ellos han vaciado el “espíritu” del estado, ese “espíritu” que lo animaba y que eran ellos mismos disfrazados. ¿Cómo? Matando su cuerpo. La “trascendencia” del mundo de la modernidad es esa: convertir al estado en un grupo financiero, de saqueadores, que era su esencia desde el principio, pero que hoy está a la vista mediante lo que en lenguaje figurado podemos examinar como un proceso de muerte y transfiguración histórica -no profética- presidido por el pentáculo y los dos cuernos del macho cabrío: el orden financiero y el narcotráfico. Los dos cuernos, que son las dos columnas del templo masónico, son también las mismas dos columnas que sostienen este estado de cosas en el mundo.
Vamos hacia una situación mejor, pero con una condición
Ahora bien, vivimos un período de transición desde una situación mejor a una peor. Podría decirse que vamos ahora a una situación mejor de carácter histórico o vamos ahora a una situación mejor de carácter histórico-profético, no sin antes pasar -en cualquiera de los casos- pasar por una catarsis histórica profunda, porque en cada seno de la onda, para transitar de una forma a la otra, siempre hay un proceso, mayor o menor, de catarsis. Sin ésta no es posible. O es una catarsis presidida por la purificación o es una “catarsis inversa”, presidida por la penetración de lo impuro. En el caso de la Argentina está ésto muy claro: la instalación del crimen, del latrocinio, de la nocturnidad, y de todos los agravantes del Código Penal: la premeditación, el escalamiento y todos los demás. El orden de la justicia también transita a un orden de la injusticia, dentro del mismo un proceso de perversión, de destrucción.
Pero es precisamente esa descomposición la que permite que otro proceso, el de regeneración, se desarrolle. Si no, la descomposición seguiría actuando en forma larvada. El caso es el mismo que el de una infección. Las defensas del organismo ¿qué hacen? Juntan glóbulos blancos en torno a lo que molesta al organismo y no le permite desarrollarse. Junta. ¿Qué es el pus? Glóbulos blancos muertos en la batalla, defendiéndote, defendiendo al organismo contra eso, aislándolo y finalmente destruyéndolo, a costa de su propia vida. Para que ese proceso se dé debe haber un proceso infeccioso, que no se da en un proceso normal. No sé si me explico, pero ésto también es así. El pus es una cosa asquerosa; sin embargo son los tipos que murieron, que han dejado de vivir, en defensa de tu organismo ¡guarda! también. Las dos naturalezas: son cadáveres, claro, se pudren. Ésto también es así. Yo no estoy hablando de fatalidad. Estos procesos no son fatales. Pero ocurren con sistema. Y ocurren en virtud de un orden superior que abarca al conjunto del proceso, no de mecanismos mecánicos o fatales.
La modernidad anglosajona oscila entre la mecánica y la magia. Pero nuestra modernidad circula entre la historia y la profecía. Son dos cosas totalmente distintas; aunque parecen similares no lo son. Recordemos nuevamente aquí que estamos pasando revista a la configuración de la modernidad anglosajona, a los dominios del mono. Los territorios del hombre son los de la historia y la profecía. Veamos algún ejemplo concreto.
¿Cómo se creó la iglesia de Inglaterra? ¿No se creó, acaso, con una monería, diciendo: “Enrique VIII es el Papa”? Porque todo lo demás siguió formalmente similar, de la misma manera que un antropoide es similar al antropos. Pero también es lo contrario, porque lo más similar es lo más contradictorio. Bien dice el refrán que no hay peor cuña que la del mismo palo. Y ese retorno a las fuentes que hizo el protestantismo fue tan atrás que sobrepasó a Jesucristo y llegó a Moisés. Entonces se hizo mosaico. No fue, en rigor, un retorno a las fuentes, sino una modificación por similitud. Es similar, pero contrario. Y su similaridad es, precisamente, su contradicción más profunda, porque hay más contradicción entre lo similar que entre lo diferente. Y mayor toxicidad, por supuesto. Podemos tener que ver más con un budista que con un hereje, porque al budista no nos ata nada, más que la humanidad, y entonces la comprensión es mucho mayor. Y mucho mejor. Con el similar, en cambio, nos ata la diferenciación necesaria. Que es necesaria porque en el medio está la cuestión de la verdad. Y aunque también la verdad está en la discusión o el diálogo con el budista, son en este caso verdades muy diferentes, muy distintas; no necesitan de la diferenciación para la formulación del juicio, de la discriminación absolutamente imprescindible para que el hombre pueda formar un criterio. Que es el criterio de verdad.
Todo cambio es siempre una restauración
La dinámica de todo retorno no es nunca un retorno, sino realmente un avance (se trata de una onda, no de un círculo, que se extiende en tiempo y espacio, y en incorporación de las generaciones que sucesivamente van viviendo también, que se van sucediendo en el mismo espacio y en otro tiempo). La reacción frente a ésto, toda reacción (por eso me refiero al problema de la revolución, o de la palabra revolución o del contenido ideológico de la palabra revolución), todo cambio, se refiere al pasado. Apunta al momento anterior de la onda. Es, primero, nostálgico, melancólico; recuperatorio luego; reproductor de lo mismo después; finalmente acepta que tiene que crear una cosa nueva que sea como aquélla. Aún así, le pone esta nota: una cosa que sea como aquélla. Siempre está basada en una restauración.
No hay cambio sin restauración. No lo hay, lo digan los hombres o no lo digan, lo piensen o no lo piensen. Pero ¿qué ocurre? Que si no lo dicen y no lo piensan, entonces ponen en lugar de restauración la palabra revolución y lo que ocurre es que están condenados a repetir lo peor, no del ciclo que imaginaban, sino del otro, del inmediatamente anterior, porque si su ejemplo no es un desarrollo del ejemplo de sus mejores épocas, es un desarrollo del ejemplo de las peores. Por eso ¿qué hicieron los soviéticos? Como Marx hablaba de la “edad de oro” y éso es una cosa que está absolutamente fuera de toda conciencia puesto que es mitológica y no histórica, los comunistas rusos estaban condenados – cuando decían “cambiemos todo”- a repetir el zarismo. Y a lo peor del zarismo. No a Alejandro III, sino a Iván.
Es que siempre ocurre así, porque la memoria y el recuerdo tienen que ver con la formación del criterio. Es inevitable. La radicalidad pretensa del proceso llamado de revolución mundial lo único que hizo fue repetir lo peor del pasado que criticaban, asumirlo… ¿Qué hicieron Stalin, o Lenin? Lo mismo que Iván. ¿O no eran los “nuevos zares”? Perfeccionaron el régimen, eso sí: a la Okrama la convirtieron en lo que después fue la KGB. Y resultó que los de la Okrana eran unos nenes de pecho al lado de estos “nuevos zaristas”. Era la perfección del estado, o sea la perfección de la perversión. La perfección del mal, si es que se puede decir perfección. Al menos cuando perfección implica hacer más perfecta según la idea de su propia naturaleza a una cosa, sea la que sea. Y siendo ésto un mal, perfección del mal, que sea más malo, más perfectamente malo, más negador de todo bien. Y ésto es lo que fue la denominada “revolución rusa”. Pero ¿no ha sido y es también ésto el estado liberal en general? Nosotros lo hemos vivido en la Argentina.
Entonces, ¿cómo se protege el tipo del estado? ¿Qué hace la persona? Se protege en su familia, en sus vecinos, o sea, desde un punto de vista, mirado desde afuera, es de nuevo una restauración. Quiere decir que frente a la revolución de la modernidad siempre ha habido una respuesta, y ésta ha sido la restauración. La restauración de la cristiandad, como no podía ser de otra forma. Pero la restauración, aunque apoyada en la tradición, bien sabe que no puede repetir. Y sólo la restauración es capaz de crear lo nuevo necesario a que el proceso continúe.
Restaurar no niega lo nuevo, muy por el contrario, afirma lo nuevo necesario. Lo que niega es lo nuevo innecesario, porque la tradición es la que se lo impone.
El abandono de toda tradición, o la creación de una pseudo-tradición ajena, extraña, extranjera, o inexistente -inventada, en una palabra- no oculta la realidad profunda, auténtica; solamente la cubre, como quien cubre con una capa de cal un lienzo pintado: el lienzo sigue estando abajo, con la única diferencia de que ha dejado de estar a la vista. Y reaparece cuando se quita la capa de cal.
En todo diálogo verdadero está Dios, única fuente del saber
Lo mismo ocurre ahora, que desaparece el estado: se ve una cosa que ya estaba, que siempre estuvo, que impulsada por mayor necesidad física y espiritual de ella, se ve con mayor claridad, como se ven los huesos cuando se escarba en la carne porque esa es su estructura fundamental. Eso es la comunidad.
El hombre siempre vivió en comunidad, siempre. Esta comunidad puede ser una comunidad a favor del hombre, o puede ser un gueto o un campo de concentración. Usted elige. Pero aún siendo gueto o campo de concentración, no deja de ser comunidad, sólo que mala comunidad, comunidad forzada. Como la comunidad de una penitenciaría o de un hospital de enfermos psiquiátricos. Porque las relaciones que se establecen allí entre los hombres terminan formando una red de afectos, obligaciones, derechos, autoridades formales o no formales, etc.
Toda convivencia engendra comunidad, siempre. Por eso, la contracultura aspira a que no exista la convivencia de ningún carácter, porque sabe ésto. Y sabe que estas relaciones que engendran comunidad, le engendran al mismo tiempo enemigos. Los enemigos de la contracultura, en efecto, son todos aquéllos que tienen relaciones entre sí. Por eso se ha desarrollado extraordinariamente la tecnología empleada para separar a los hombres entre sí y cortar el diálogo personal, vivo y actuante, ya no sólo con el televisor como centro del hogar, sino mediante el empleo cultural coactivo de la computadora personal (PC) o la nueva organización de los recursos humanos en las empresas, por ejemplo.
Un filósofo italiano contemporáneo, nietzscheano, Giorgio Colli, fallecido en 1994, fue de parte de los italianos, con un alemán, el que hizo la última edición anotada y criticada de la obra completa de Nietzsche. Independientemente de su “nietzscheanidad”, porque nadie puede ser nietzscheano si no es sifilítico (como nadie puede ser romántico si no es tuberculoso), y Colli no era sifilítico, él dejó escrito, en un librito que se llama Origen de la filosofía, una cosa que ya dijeron otros, pero la dice con precisión: que una cosa es el saber, la sabiduría, y otra la filosofía. Una cosa es la sofía y otra la filo-sofía. Una cosa es la sabiduría y otra cosa es la amistad con el saber. El saber engendra más saber y se alimenta a sí mismo. La amistad con el saber mira al saber, describe al saber, mas no es el saber. ¿De dónde surge este saber? Para mí, como dice el general Perón, y además como es, todo saber proviene de Dios. Y se encarna en aquellos que mantienen con sus semejantes el criterio de persona, o sea de equiparación interpersonal, y que permiten el desarrollo del diálogo, que es de donde surge lo concreto de la sabiduría. Lo concreto de la sabiduría nace del diálogo de esta forma. Todo saber proviene de Dios y se hace realidad, encarnadura, en el diálogo entre personas vivas y actuantes.
¿Cómo constatamos hoy que se rompe el diálogo, el diálogo político, por ejemplo? Porque no hay diálogo, hay monólogo. Y no es posible el diálogo porque la sabiduría está ausente o, mejor dicho, está presente pero no la reconocen, la ignoran, creen que es otra cosa. “No, eso se hace en la Iglesia”, dicen los imbéciles. Y en la Iglesia se hacen otras cosas, no ésta. En la Iglesia se reza. El resto se hace en la vida.
Están también los que creen que su diálogo es con un sistema ideológico determinado, que es ponerse frente al deber ser y liquidar el ser en función del deber ser, en orden al ser propio de cada uno o en orden al deber ser histórico fuera del sujeto, cuando en realidad no hay ningún fenómeno histórico que no sea intersubjetivo. Y, para complicarlo todo, visto desde afuera, ésto del individualismo es una condena a la intersubjetividad, objetivamente. Y visto desde adentro, desde el partícipe, es innegable que es así. Y partícipes somos todos.
Hay una cosa incomprensible en cómo aquéllos que son partícipes lo niegan. ¿Cómo es ésto? Es un misterio. Pero ese misterio forma parte del misterio de iniquidad. Es indevelable. Es, obviamente, la presencia del mal, de una forma del mal ¿bajo qué aspecto? Bajo el siguiente: yo niego al otro cuando me niego a ésto. Pero también me niego a mí. Y este acto de negación que se interpone intersubjetivamente en el medio, hace que el diálogo sea imposible. Y el reconocimiento del otro también. No hay entonces el otro; hay enemigo. Por eso la contracultura está basada, apoyada, en la competencia. Y lo sospechoso -para el régimen- es el diálogo. Era ya lo sospechoso en Sócrates: lo que lo lleva ante los tribunales es eso: el mantenimiento de un diálogo ininterrumpido. Durante años y con muchas personas. Y ese diálogo es la búsqueda de la verdad, con un método en el caso de Sócrates, que no es un filósofo, sino un sabio. Todos los filósofos son posteriores a Sócrates. Y los presocráticos, aunque escribían, eran sabios porque escribían poéticamente, hacían poiesis, esto es, escribían acción, acto, no literatura (Parménides, Heráclito, Anaximandro, autor de grandes poemas, el resto de los atomistas). Lo que escribían salía del diálogo, del ágape, que después fue retomado por el cristianismo.
La restauración toma de la tradición lo esencial y acepta lo nuevo
El cristianismo no rechazó nada, y lo que absorbió es quizá el mejor ejemplo de restauración conocido en Occidente. Donde mantener la tradición no fue rechazar todo ni aceptar nada más que lo propio (vgr: la controversia sobre la circuncisión en el primer Concilio de Jerusalén). La restauración acepta de la tradición lo que conviene a la restauración, y acepta lo nuevo porque conviene a la restauración, y de esta manera se da un paso hacia adelante, o dos, o tres, o diez. Tal fue el sentido de la helenización, en el caso histórico concreto. Muchas cosas se aceptan, aunque no todas. No todo sin discriminación, ni siquiera algo sin discriminación, sino que todo lo que sirva al propio desarrollo resulta incorporado. Para los judíos estaba todo condenado; el extranjero era impuro. Pero ¿qué quiere decir “impuro”? Impuros son los hombres, nada más; las cosas no son impuras. Dice Jesús: “Nada de lo que entra es impuro, impuro es lo que sale del corazón del hombre”, y se refiere a todo: pensamiento, palabra y acto, incluso la omisión. Y esa es una demostración de cómo se mantiene la tradición y se absorbe lo nuevo, y ésto es lo que constituye la restauración, que era -y es- la intención de Cristo. Porque era la continuidad de la elección del pueblo elegido, su extensión, la recuperación de la Ley fundamental y la liquidación de las leyes incidentales que prevalecían por sobre aquélla.
Para restaurar hay que restaurar lo esencial. ¿Qué era lo esencial para Cristo y sus seguidores? Los Diez Mandamientos, y todo lo demás -seiscientos treinta y pico de preceptos (el sábado, el cerdo, la circuncisión, el divorcio, etc.)- que estaba bien en la época de Moisés o de la Justicia, había dejado de estarlo en la época Jesús o de la Misericordia. Tal es el discurso verdadero.
En tiempos de Cristo también aparece el tema revolución-restauración, que para la modernidad son contradictorias. En rigor son lo contrario, pero en sentido inverso al que proclaman los modernos, pues toda revolución es reaccionaria, siempre, y toda restauración implica un cambio, a veces muy grande.
Perón es un restaurador, lo es también Yrigoyen, y Rosas, y San Martín. Son restauradores todos. Los revolucionarios eran los que se les enfrentaban, los jacobinos. Hasta Fidel Castro se ha convertido ahora en un restaurador: ha tenido una oportunidad histórica, y también profética, que se le ha conferido y a la que decidió asentir. Porque el cambio procede así, no de otra forma. Lo opuesto es no sólo una ingenuidad, primero, sino que también resulta, después, una perversión.
Tras el asesinato del estado, la búsqueda de la nueva identidad
En esta dinámica que es interna de la comunidad local, y de la comunidad local en la relación con otras comunidades, en ese tipo de cosas, porque esa es la relación real, institucional-orgánica quiero decir, es donde este proceso se alimenta y se desarrolla. Esto como dinámica de la realidad. Desde el punto de vista de la postulación -que es lo que la pregunta hace- necesariamente la destrucción del estado que fue, la liquidación de la losa, es decir la liquidación de una persona -porque lo que han hecho es fusilar a una persona ideal, jurídica, que era el estado, la mataron, no tiene más identidad- hace que sea menester la existencia, no de una persona, sino de la identidad verdadera de la comunidad en una cosa que suele llamarse estado, pero que nosotros podemos llamar con cualquier otro nombre. Pongámosle, por ahora, estado o administración.
Pero la dinámica interna de ese muevo estado o administración, tanto como sus bases y su acción, van a ser distintas, no van a ser las que hemos conocido hasta ahora. ¿Por qué? Porque la circulación del oxígeno que le da vida es otra, y éste es el tema del poder. El que provisionalmente llamamos nuevo estado tiene que ser diferente en las fuentes que lo alimentan, en el origen de su poder, en las instituciones políticas concretas, y también en la circulación interior y en su muestra exterior, o sea en el sistema de poder del cual se nutre. Porque el sistema de poder son las venas y arterias, y la organización política y las políticas son la sangre, lo que circula por esos canales, no los canales mismos. No hay que confundir una cosa con la otra.
Apoyado en un desarrollo de este tipo, que es real, ¿qué otro estado puede ser pensado que no sea un estado, o que administración puede ser pensada que no contenga estos elementos, que sea ampliamente extensa y sumamente concentrada? Las dos cosas. Y ésto no es ninguna contradicción porque, muy por el contrario, en todo crecimiento biológico a mayor extensión corresponde siempre mayor concentración. Un darwinista diría: por eso en los mamíferos aparece el cerebro, con una diferenciación enorme: a mayor extensión mayor complejidad, mayor concentración. La corteza cerebral, el cerebro del mamífero, es un cerebro desarrollado, de mayor peso, mayor complejidad y mayor funcionalidad o capacidad funcional. Porque es una compensación armónica, también.
Entonces este estado es un estado muy extenso, de mucha participación y de una altísima concentración en un punto. Un punto no es un hombre, es un punto. Entonces este punto decide muy pocas cosas, pero todas definitivas, y todos los demás deciden muchísimas cosas, y todas decisivas para su esfera, porque las decisiones son de arriba hacia abajo, aunque se tomen de abajo hacia arriba. La resolución se toma de abajo hacia arriba, pero la ejecución es de arriba hacia abajo, como es obvio. En la concentración, por tanto, se resuelve sobre muy pocas cuestiones, todas absolutamente esenciales, mientras que en lo extenso se resuelve sobre el noventa y pico por ciento de las cuestiones que no son esenciales al orden general, sino esenciales al orden local. Por eso nosotros decimos: gobierno de la comunidad. Lo decimos porque es absolutamente imposible que un estado tome las resoluciones que atañen a este barrio, es estúpido, además de antifuncional y, por supuesto, retornaría las cosas nuevamente a un sistema ilegítimo de oligarquía. La oligarquía se caracteriza por retener siempre la decisión.
No es posible ningún cambio sin una extensión de la decisión a cada nivel de necesidad, porque responde a la dinámica de la necesidad, la función y el órgano, que es lo que crea organizaciones e instituciones y lo que genera decisiones. El poder se desarrolla de esa forma, que implica capacidad de decisión en el ámbito que corresponde, en los temas que corresponden a ese ámbito y mediante el mismo mecanismo siempre: el mecanismo de la toma de decisiones, es decir, del allegamiento de los criterios para la toma de decisiones de abajo hacia arriba. Que no es sólo la necesidad; es la necesidad más todos los parámetros de las soluciones posibles.
Finalmente, la decisión es centralizada, en cualquier nivel, porque siempre hay alguien que la tiene que tomar. No se toma en comisión. La comisión (lo colectivo) sirve para allegar el conjunto de los aspectos de un problema y la cantidad de resoluciones posibles (dos, tres, cuatro, casi nunca más) que pueda haber, mientras que la decisión consiste en decir: ésta es la resolución. Después viene la ejecución, que también es descentralizada.
La circulación del poder según la voluntad común
De esta manera el poder circula, no por su capacidad coerción y de coacción (de obligar o de reprimir), sino por la capacidad de cumplimiento de la voluntad común. Esto es lo que se llama el bien común, ordenado según jerarquías reales, independientemente de que ellas sean funciones y no hombres. Porque los hombres cambian, pero las funciones permanecen. No son otra cosa que las denominadas investiduras, que son lo permanente frente a lo sucesivo, los hombres, que -por otra parte- jamás han de ser concebidos como elementos circunstanciales ni aleatorios. La sucesividad significa que cada uno que asume una investidura lo hace con potestad para ejercerla.
Sería absurdo en un nuevo orden de cosas dar a alguien una investidura y quitarle la potestad de desplegarla, que es lo que ocurre cuando, como hoy, el estado no es tal, el poder está en otro lado y las investiduras son meras formalidades. Ningún ministro o funcionario público del régimen, nacional, provincial o municipal, tiene hoy poder para ejercitar su investidura, ni siquiera en los falsos términos de ellos. No podrían desplegar, si se la propusieran, iniciativa alguna. Porque ellos no son la oligarquía; son comisionistas de la oligarquía, que está detrás de ellos. Y como comisionistas, sólo pueden trabajar de expropiadores al servicio
de sus patrones, los apropiadores, que son los dueños de todo. La tarea de los expropiadores sólo consiste en instrumentalizar la cosa pública en beneficio de los apropiadores, pero son éstos los que tienen en su mano, para cada cosa, la decisión final. Todo sistema oligárquico funciona así, son sus rasgos mecánicos esenciales en cualquier época de la historia. Independientemente de las variables de cada tiempo, era así en Grecia hace 25 siglos y es así ahora. Los griegos hablaban de la comunidad en el discurso político, y también lo hizo la burguesía, pero sus instituciones la negaron permanentemente, tanto en la ley, en la norma positiva, como en los hechos.
Un clásico de negación de la comunidad por la normativa fue la “ley de Pelletier”, una de las primeras del régimen instaurado por la Revolución Francesa, que disolvió y prohibió los gremios y la agremiación de los trabajadores, no sin apropiarse también de sus bienes, por supuesto, ya que con ellos -más el patrimonio expropiado a la monarquía, a la aristocracia y a la Iglesia- constituyeron el Estado con mayúscula, o sea el estado burgués. La Revolución Francesa reemplazó a los trabajadores agremiados, a los fieles de la Iglesia y a los aristócratas por le citoyen, “el ciudadano”, una categoría abstracta que englobó a todos los hombres. Subsecuentemente ocurrió lo mismo en todos lados.
En la Unión Soviética, en lugar del ciudadano fue “el proletario”, otra abstracción que, pese a serlo, debía tener una imagen racial, de vestimenta, de origen, sanguínea, con mucha mayor exigencia que las que la aristocracia había establecido cinco ó seis siglos antes. Por ejemplo, la de colocar 500 tuercas por hora. La oligarquía (o nomenklatura, según su denominación soviética) siempre se excluyó de esas categorías, inventadas para “las masas”. Por eso llegaron a la cumbre de la nomenklatura los nietos o los biznietos de la aristocracia zarista, que tenían en sí mismos la experiencia histórica de cómo se maneja un poder oligárquico.
En una verdadera organización comunitaria aquí, en cambio, la experiencia que tienen los políticos argentinos no sería útil en ningún sentido. Desaparecerían ante el hecho de tener que cumplir seriamente una función. Por eso, tal vez, resisten tan obstinadamente todo cambio.
La recuperación del saber
Necesariamente, si es que va a haber una organización humana cualesquiera después que esta tormenta pase, termine o nos destruya, sólo podrá cimentarse en lo único que es verdadero. Y no será ninguna pérdida sino una recuperación y un salto hacia adelante, porque sobre todo será -necesariamente- una recuperación del saber. El saber se paga, claro, con un abandono del conocimiento, pero significa la recuperación del diálogo, místico y real a la vez. ¿Puede ser ésta una pérdida? ¿O es una ganancia? Objetivamente, aún más allá de mi visión personal, pienso que es una ganancia. Porque quien pierde el conocimiento es solamente aquél que lo usa, lo cual le está negado a la inmensa mayoría de los pueblos del mundo, que no tienen conocimiento de nada y que usan algunas cosas sin saber siquiera cómo funcionan, a cambio de lo cual pierden un saber que sería, sí, propio y útil. ¿Qué les importaría, por tanto, perder la tecnología de las comunicaciones y los satélites? ¿Para qué sirve esa tecnología a 40 millones de argentinos? ¿Para que les roben y los marginen, a cambio de lo cual deben perder su alma, su honra, su dignidad, su trabajo, su comunidad, su familia…? Es un negocio a pura pérdida. Pero esa es la propuesta que implica el conocimiento: sean todos esclavos. Perón lo decía de manera infinitamente más clara: “En la sociedad humana siempre hay esclavitud. El problema no consiste en que no haya esclavitud, sino en dónde ponerla”. ¿Dónde está la libertad y dónde la esclavitud? Para el nuevo estado y para una nueva organización, esta idea es la del nacimiento de una burocracia permanente de servidores, en un grado determinado e imbuida de una mística del servicio, que sí será necesaria y que deberá ser mantenida, porque será allí donde habrá que poner la esclavitud. El dirigente tiene que ser el esclavo, porque a ésto se compromete y ésto se impone a sí mismo, por una especie de “obligación del deber ser”, según dirían los alemanes, esto es, una obligación moral profunda que ha de sentir todo aquél que ha decidido estar al servicio, mucho más que obligado por la ley.
Los imbéciles que creen en la mera forma, en la cáscara, mirarán de reojo ante estos términos. Ellos suelen decir con rapidez: “Hagamos una ley contra la corrupción”, pero ¿quiénes la hacen? Los corrompidos, para explicárselo a sí mismos…
Los futuros dirigentes habrán de ser servidores
Perón lo decía con mucha claridad: esclavos deben ser aquéllos que sirven, que dirigen que conducen, y libres todos los demás. A ésto responde también, en una re-visión de lo que antes dije, cómo ha de ser el sistema político organizativo e institucional, que es un sistema intenso y concentrado para pocas cosas y extenso y descentralizado para decidir muchas. ¿No es ésto por un lado la libertad y por el otro la esclavitud? La precondición será que los dirigentes sean verdaderamente esclavos y sientan que son servidores y vivan felizmente su servicio, y que nadie que no sea así llegue a ser dirigente. En otras palabras, el que no quiera ser servidor que se vaya. Este es, en última instancia, un problema cultural y, por tanto, un problema moral. Su ocurrencia en el marco de la contracultura es absolutamente imposible. Pero es la posibilidad única de ser de la Argentina.
La Argentina no podrá ser, de ningún modo, si no cuenta con dirigentes de este calibre. No puede ser hoy con sucedáneos, imitaciones o símiles, con dirigentes que simplemente “se portan bien” dentro de este estado, aunque los hay y son laboriosos y bienintencionados. Pero estos dirigentes están insertos en un sistema que no les permite hacer nada más que lo que el sistema quiere. No cambian nada, por más que se esfuercen. Y cuando comprueban ésto terminan aceptándolo todo para poder seguir viviendo, puesto que la alternativa es la marginación, convertirse en mendigos callejeros. Y ¿no es ésta una corrupción obligada? Entonces el régimen que dice que combate a la corrupción y sus dirigentes que lo reafirman, en los hechos obligan a la corrupción. Y ésto corrompe, obviamente, todo el sistema de poder: el que “decide” no decide y el que “no decide”, decide. El que no hace política tiene poder y el que hace política es un desapoderado. Pero ésto ocurre porque no se puede hacer política, sino eso, y el que hace política o quiere hacer política de verdad está condenado a “las tinieblas exteriores”, extramuros; más aún, si queda afuera ya no podrá entrar nuevamente al sistema. Intramuros, sólo funciona Cacodelfia, la ciudad de los ladrones, como diría Marechal, producto de una selección inversa, pues el régimen sólo funciona si colecciona lo peor.
La comunidad, a la inversa, tiene que seleccionar lo mejor, y un nuevo régimen ha de distinguirse por esta cualidad. Con la condición de asentar que “lo mejor no es lo óptimo”, porque lo óptimo no existe en la realidad, en tanto lo mejor es lo mejor posible, siempre producto de una comparación, no de una perfección ideal, como muchos creen.
Los únicos que pueden elegir son los que eligen lo peor, lo perfectamente peor, la perversión absoluta de lo peor. La ventaja que tiene el mal es únicamente esa. Así, en determinado momento, Alfonsín pudo ser reemplazado por Menem, y así seguirá porque es el curso inamovible del sistema, una vía cuesta abajo cercada por dos taludes que impiden cualquier descarrilamiento (hacia el bien). Si hoy su inclinación es de 60 grados, mañana lo será de 90 grados, pero su rumbo, obviamente cada vez más acelerado a causa del incremento de peso a medida que aumenta el torcimiento, es de colisión. En cambio cuando se trata de elegir lo mejor no se puede elegir lo perfecto, sino lo mejor posible.
Del mismo modo que la contracultura engendró un derecho, una pseudo legalidad en la cual el hombre vivió (o malvivió) durante 500 años, la comunidad engendra también un derecho. Pero el derecho de la comunidad no surge de la fuerza, sino del consenso y la legitimidad, de la toma en consideración de cada persona en particular, entendiendo que no hay ley que no se refiera a la persona, y que si no se refiere a la persona no es ley. El discernimiento de lo que es legítimo, de lo que tiene validez, parte precisamente del consenso. ¿Qué ocurre hoy? Que la ley ha perdido legitimidad -toda nueva ley que se sanciona ya nace ilegítima- porque ha perdido el consenso. Cada uno, por tanto, hace su propia ley, a su medida y según su conveniencia. Y es entonces cuando se apela a la represión.
El diálogo ha de estar presidido por el saber, no por la filosofía
Decía Perón que “conducir es convencer”, porque no todos están siempre de acuerdo y es preciso convencerlos. De esta premisa -convencer, no reprimir- y de aquél “ver” que también decía Perón, surge la imperiosa necesidad de crear la condición real para que ésto exista, que no es otra que el diálogo. Porque convencer implica dialogar y no basta con la voluntad de hacerlo, sino que es menester la instalación de un ambiente de diálogo para que eso sea posible. Ese ambiente sólo puede estar presidido por la Sofía, el saber mismo, y no por la filo-sofía. El saber, que puede ser poco o mucho, carece de la dimensión cantidad; tiene una naturaleza fundada en la calidad. Lo que se sabe está referido a la calidad de las cuestiones. El conocimiento, en cambio, se distingue por su referencia a la cantidad, magnitud, extensión de las cuestiones. En rigor, las cuestiones del saber no son muchas en cantidad, están en torno al hombre mismo y no tienen nada que ver con las gansadas sin sentido que tratan los humanistas. Absolutamente todo lo que atañe al hombre es del hombre, desde la física de las partículas hasta la astrofísica y desde la investigación de los microbios hasta el resfrío mismo. En verdad, todo eso también es “humanístico”.
Las cuestiones esenciales, que hacen a la cuestión fundamental que es el hombre mismo, son cuantitativamente muy pocas, pero como son absolutas en calidad abarcan no sólo la cantidad conocida del conocimiento sino una cantidad desconocida del conocimiento. Tal el tema de la naturaleza del saber: el saber no sólo conoce lo conocido sino que también intuye lo desconocido. La fe y el arte en todas sus manifestaciones son formas del saber, no del conocimiento. Ambos están íntimamente ligados, pues ésto que llamamos “el arte” es de reciente aparición en la historia de la cultura; antes no se podía separar de la fe, más aún, era parte inescindible de la fe, pues hasta la aparición de la modernidad fue siempre una acción sagrada. Esta unidad entre el hombre que mira, el hombre que hace, el contexto donde hace y el conjunto de la sociedad es inescindible, y es la que hace decir a Santo Tomás, en el siglo XIII, que “la escencia está en la forma”. Es cierto, pero ¿qué hizo la contracultura? Separó la forma de la escencia y dijo: “La forma es lo que vale”. Después vino Hégel y dijo que “la forma está en contradicción con la escencia” y separó forma y contenido, cosa que es imposible en la realidad porque cuando ambos se separan el contenido deja de existir, se convierte en una cáscara. Y como no hay contenido sin forma, adquiere inmediatamente otra. Por tanto, siempre la forma responde al contenido y ambos son lo mismo.
Por estas razones el problema del saber es el problema de la cultura. La cultura es saber, no conocimiento. De lo que se nutre la cultura del hombre, la cultura de los pueblos, es del saber. El conocimiento es (se les aparece a los hombres) cada vez más técnico. Es la meta que se fijó el conocimiento, su “utilidad”, diríamos. Como si el saber no fuera útil. Pero como producto de esa división, que es la misma división arbitraria de forma y contenido, ciertos hombres creen hoy estar capacitados para juzgar que ésto es útil y que ésto otro es inútil y por tanto hay que descartarlo y olvidarlo. He aquí el universo del pensamiento materialista claramente delimitado, cómo se desarrolló y a partir de qué origen. Si es que se le puede llamar pensamiento, pues para sus mentores se trata, en realidad, de chispas eléctricas que saltan entre las dendritas, capaz de ser reproducido como “inteligencia artificial” en el circuito electrónico de una computadora.
No es posible negar que una computadora puede tener conocimientos, pero sí que jamás podría saber. En primer lugar porque no puede reflexionar sobre sí misma, pero también porque es incapaz de analogías, que dependen de la formación del criterio, la educación, la cultura. Esta imposibilidad no resulta, pues, de un problema técnico, como nos quieren hacer creer mientras nos prometen que “ya vamos a llegar”. No se va a llegar jamás porque es imposible. Los japoneses abandonaron el proyecto de computadora de quinta generación precisamente porque llegaron a comprenderlo y, qué curioso, fue a partir de ese momento que su economía en expansión comenzó a retroceder.
La cuestión tecnológica
No se debe confundir esto con pensar que toda técnica es una abominación o que la tecnología está en contra del hombre. No, no es ese el problema. La tecnología es inocua. Es absolutamente inocua.
El problema de la tecnología es su empleo. Entre su nacimiento, o su creación, y su uso, ocurre una transición: no quien la creó, sino quien la va a emplear, exige que tenga ciertas cosas y no tenga otras. Ese es el que determina las condiciones de esa técnica, cualesquiera que sea. Y por lo tanto la finalidad y el empleo, o la frontera de empleo de la herramienta. Porque esa es una herramienta. El hombre sólo puede crear herramientas que ya conoce (no puede crear herramientas que no conoce). Todo, absolutamente todo, es lo que ya conoce. No hay ninguna herramienta, en toda la historia de la humanidad, ni la puede haber, que no sea una cosa conocida que es funcional en su organismo o en el organismo de los hombres, nada más. No puede hacer otra cosa. ¿Cómo se prueba ésto? Pruebe de crear una herramienta para un órgano que no sea la mano, para un ser que no tenga manos, por ejemplo, o que tenga otra cosa, o que se desplace de otra manera por el espacio o que viva en un lugar donde no hay espacio. No es posible. No se puede pensar eso. El esfuerzo de cincuenta años de ciencia-ficción lo dice: nadie pudo pese a que muchos lo intentaron. Porque sería también indescriptible, incomprensible, inhallable e impensable. Y ésto delimita la frontera real de toda técnica y de toda herramienta. No hay más allá.
Pero si bien es estúpido oponerse a la técnica; no lo es estar contra quienes diseñan esta técnica, contra los objetivos que se proponen y contra los efectos que causan al emplearla de esta manera.
Aún así, el conjunto o complejo tecnológico podría ser igualmente útil tal cual está, para otro hombre. Con el tiempo iría cambiando en la forma, en los contenidos, en el discurso. De modo que con la técnica no podemos tener problemas; tenerlos sería algo así como pelearse con un martillo porque uno erró en su uso y se machacó un dedo, de la misma manera que prohibir la técnica sería lo mismo que prohibir las puertas porque uno también se aprieta a veces los dedos con ellas.
Sin embargo, podemos observar que nuestros políticos y gobernantes hacen leyes que no solucionan nada fundándose en esta clase de razones. El ámbito legal del sistema se ha convertido en una pura formalidad de cáscara, y ellos saben que no prohiben nada en realidad. Las leyes son sólo argumentos meramente discursivos con fines tácticos (detener una oleada de protestas, por ejemplo), y así se prohibe ésto o aquéllo, o se permite ésto otro o aquéllo otro, sin prohibir ni permitir nada en realidad. Sólo se suma más nada a la nada, mientras el resto del corso sigue, por supuesto.
¿Serán diferentes las comunidades del futuro?
Suelen decir algunos que los diversos tipos de comunidades que han existido hasta el presente, en el futuro tendrán características diferentes. Pero ¿por qué han de tener características diferentes? Y en primer lugar: ¿qué quiere decir diferentes? ¿Diferentes de qué? Porque para que haya diferentes tiene que haber iguales primero. Lo diferente es una categoría subordinada a lo igual, juzga y discrimina lo que no es igual. Para lo cual habría que definir primero qué es lo igual.
En lo que respecta a la diversidad de las comunidades, es preciso señalar que la comunidad es siempre la misma. Lo que se ve como diversos tipos, lo que cualquiera puede ver como distintos modelos de comunidad, es resultado de un proceso de adaptación al medio y a la situación cultural; lo que es visible es el prisma mediante el cual los miembros de esa comunidad elaboran su cultura en un marco determinado por coordenadas de tiempo y de lugar en los órdenes geográfico, económico, etc. Pero la cuestión fundamental es siempre la misma; los tropismos esenciales son los mismos, su pervivencia o no depende de lo mismo. Hay períodos donde estas cosas se afirman y períodos en los cuales se niegan. La comunidad se afirma cuando es reconocida y entonces tiene tiempo para engendrar derecho, ley e instituciones.
Las instituciones tienen una posibilidad a favor y otra en contra. El elemento a favor es que tienden a construir físicamente una determinada condición y a que en el tiempo dure; al mismo tiempo ésto es un defecto porque para que esa condición perdure no se tiene que mover, y por tanto la congela. Si se mueve, cambia. Por tanto, todas las instituciones son siempre temporarias. El hombre deviene y sobre las mismas bases -sobre lo existente que cambia- él restaura, y al restaurar hace cosas nuevas. Toda institución que no contenga en sí misma los elementos para su restauración es destruida. Y es destruida porque aparecen otras necesidades, producto de la extensión y del tiempo.
La tecnología ha ido cuajando en formas, en unas determinadas cosas. Herramientas útiles para cada tiempo, en unas coordenadas espacio-temporales. En otras coordenadas espacio-temporales no sirven para nada. Por ejemplo, los helenistas en Alejandría inventaron la máquina de vapor. ¿Para qué la usaban? Para una fuente. En el patio de la universidad tenían una fuente que todos admiraban, movida por vapor, por una caldera de vapor exactamente igual a la que 2.000 años después hizo Watt, y tal vez que mejor incluso… Ahora ¿para qué les servía una caldera de vapor a los helenistas? No tenía sentido, era una estupidez. Y entonces era sólo un juego, al igual que el de los chinos con la pólvora.
Los incas no conocían la rueda porque no la necesitaban en un hábitat situado a 3.000 metros de altura, anfractuoso y sin caminos. Porque el hombre crea según su necesidad, y si no, no lo hace. Es imbécil pensar, como piensa el Occidente moderno, que eran atrasados por éste o similares motivos. ¿Qué parámetro es ese? Según esta modernidad pareciera que hay unos parámetros del deber ser de lo que el hombre debería haber hecho y no hizo. Eso es estúpido y carece de significado. En antropología, o en etnografía, por ejemplo, algunos -no todos- han clasificado las tribus, los pueblos, diciendo: éstos son salvajes, éstos son primitivos, estos son bárbaros… Pero ¿cuál es la “frontera”? ¿Quién la marca? Aquellos seres humanos tenían un grado de adaptación con su medio: la que les era útil. Y los de hoy también. Con una diferencia: aquéllos estaban perfectamente adaptados a su medio, éste no. ¿Por qué? Porque habiéndose independizado de la ley natural, de las leyes de la naturaleza (independizado en el sentido de no estar sometido) este hombre actual ha creado un ecosistema histórico, que es su ecosistema verdadero, pero que destruye la base donde se apoya, la fuente de donde proviene: la vida misma.
Ciertamente, los hombres estaban sometidos a las leyes de la naturaleza: cazadores y recolectores comían cuando había qué comer y cuando no pasaban hambre y tenían que emigrar. Dependían totalmente de la fauna. Cuando aparecen el cultivo, la cría y la domesticación, los hombres empiezan a separarse de la naturaleza. Es cierto que ahí es cuando empieza la historia, entendiendo por historia un determinado rol en el devenir del hombre, referido a su cooperación consciente en la obra de la Creación, pues desde entonces pudo hacer algo que ya la naturaleza hacía sin su intervención. Y digo cooperación porque cuando cultiva el hombre necesita la lluvia, el sol, una determinada preparación de la tierra, y cuando domestica tiene que pensar seriamente en la genética (aunque no utilice ese término). Se ve compelido a convertir en conciencia una serie de instintos. De sus aplicaciones conscientes nacen la experiencia y la técnica, que le dice que cada cosa se hace de determinada manera y no de otra. Ambas suponen una ejercitación de la memoria. Y esta memoria debe transmitirla. Y como debe transmitirla, el lenguaje adquiere valor e importancia, puesto que no es sólo comunicación sino también memoria. Por eso, al revés de lo que pensó una modernidad a contramano sólo confiada en lo escrito, toda tradición oral es fiel: la vida de personas y comunidades dependía de que fuera fiel.
Lo escrito se puede modificar: se escribe otra cosa y listo. Pero la oralidad no es tan versátil y si se modifica, por ahí los hombres se mueren. ¿Por eso solamente? Sí. Todo lo que la humanidad ha transferido oralmente hay que reputarlo como fiel. Cuando no es fiel es porque está infectado por el escrito.
El iletrado es fiel a sus compromisos porque cree que la palabra de un hombre vale más que un pagaré. Y es en lo único que puede creer, además. ¿Qué otra cosa va a creer además, inter-homnes digo? Su relación cultual es idéntica, es la misma que su relación cultural. Si este hombre habla con otro hombre, habla también con Dios de la misma forma, tiene las mismas relaciones con El y cuando promete, cumple, a El y a su semejante. Y si no cumple, su semejante toma represalias y Dios también. ¿O no fue el hombre creado a imagen y semejanza de Dios?
CAPITULO VIII EL ESTADO (2)
El estado (II)
Hablar de la historia argentina no es lo mismo que hablar de la historia del estado argentino, como se ha intentado aquí durante décadas. Ninguna historia es la historia del estado, a menos que sea la historia de un estado específico. Pero ocurre que hoy en día parece normal -a partir de Frondizi, que fue el primero que habló en esos términos acá en la Argentina- hablar del “estado-nación” (…) para confundir. Y ese es un concepto de este siglo, aunque no se qué significa. Para mí es lo mismo que hablar de un sofá-cama, como diría Perón, donde “uno duerme mal y se sienta peor”, una contradicción de pésimo resultado.
El estado es el resultado de una experiencia histórica determinada, coagulada en instituciones. En última instancia las instituciones son eso: una coagulación o cristalización de una experiencia administrativa o de gobierno determinada en una comunidad dada, cualquiera. Se ha dado en llamar estado porque el furor normalizador, normalista o, mejor aún, normificador de la modernidad anglosajona continental -no británica, o británica no hacia lo interno de Inglaterra sino hacia afuera- dio como resultado que el modelo de estado de la burguesía fuera el modelo francés. Un modelo que propagandizaron los británicos, pese a no ser su propio modelo, porque paradójicamente comprobaron quizá que lo podían controlar. En rigor, fue la forma que lograron para limitar el naufragio que significó la revolución de 1789: el “Estado”, ese estado escrito con mayúscula que se propuso reglarlo todo, normarlo todo, meterse en todo, y que les resultó el mejor instrumento de apropiación de la sociedad. No de administración o de gobierno, sino de apropiación.
Los que hoy hablan mal del estado son los mismos que lo crearon. Ahora lo quieren destruir, porque antes les convenía que existiera de esa manera y ahora no les conviene. Ese giro, aparentemente “esencial” no es, pues, más que un problema de conveniencia y mejor provecho. Tanto en Europa como acá, sobre las naciones se implantaron los estados, aunque después de 200 años de experiencia estatal, de estatalización de las naciones, hay en Europa una confusión grave entre estado y nación, donde no se distingue bien qué es qué. Esta confusión, que genera asimismo una confusión ideológica, es también uno de los pilares de la dominación, sobre todo fuera de Europa. Entonces Europa está desapareciendo en la idea de la “gran Europa” o del “nuevo orden internacional”… La Comunidad Europea, que empezó siendo económica y termina siendo política, es el camino del estado y no el camino de los pueblos. O, para aclararlo más, Europa no hizo el camino del estado sino el camino de los dueños del estado, de aquéllos que se beneficiaron con la existencia del estado, que fueron los que lo crearon.
Aquí es donde se diferencia el estado de una mera administración, porque desde el punto de vista de un estado como administración o gobierno ya existía antes de la revolución llamada “francesa”. Ese estado administración lo creó Richellieu -y así le llaman aún los franceses- como una organización de carácter institucional para administrar el conjunto de territorios que abarcaba la Corona. Eso implicaba fundamentalmente la hacienda, o sea la estructura impositiva, que es de donde derivan los Parlamentos. Porque no es cierto que los Parlamentos hayan tenido un origen político; son de origen económico. Es más: nacieron primeramente a manera de senados municipales en épocas de Augusto y, más cercanos a nosotros, en la época de la Lex Antonina que organizó la España romana entre el año XIX AC y el siglo III DC, instituyendo definitivamente los senados municipales -la organización institucional municipal- sobre la base de los colegios de oficiantes del sacerdocio del Emperador como dios, los augustales, que empezaron siendo religiosos y terminaron convirtiéndose en políticos. Nada tenían que ver estos senados con los Parlamentos que la falsa versión de la burguesía data en el siglo XIII en Inglaterra. En el siglo IX, en efecto, ya existían los fueros en Castilla y, sobre todo, en León, y eran todavía más políticos: como la monarquía tenía una herencia germánica fuerte, todavía conservaba un elemento electivo, como ocurrió también en Francia, donde la monarquía fue electiva hasta los Capetos. La monarquía electiva es una institución de carácter germánico.
Ahora bien, los Parlamentos tal cual la burguesía los ha tomado como instituciones tienen un origen económico. Se reunían en Francia, en Inglaterra, en España también las Cortes, para determinar el monto de los impuestos llamados directos (personales, comunales como en el caso de los transportes, etc.) y de los impuestos indirectos. No había otra discusión más que ésa, porque se trataba de una institución exclusivamente económica, y típicamente burguesa o, en otras palabras, típicamente urbana. El proceso de romanización de España -o el de Europa- se confunde con el proceso de urbanización. Una cosa que lejanamente nos recuerda el campo de concentración: sin ninguna connotación rara, simplemente digo que los campos de concentración nacieron en este último período de la modernidad, a partir de la reconcentración de población para aislar los núcleos rebeldes en Africa del Sur, en México… En última instancia Roma procedió de esa manera. Sus tres ó cuatro formas de fundar ciudades, urbs, civitas romanas, fueron: sobre poblaciones ya existentes; por transformación de poblaciones existentes; por fundación de poblaciones nuevas con colonos o por fundación de poblaciones nuevas con indígenas. En realidad el primer objetivo que perseguían era la fijación de población, la creación de centros urbanos porque se podían controlar mejor, sobre todo en las franjas de frontera. Durante la última guerra contra Roma se crearon en un período muy corto, 20 años, alrededor de 60 ciudades. Ciudades en los términos de civitas, cuya creación siempre tenía una función educativa. Todas estaban construidas de la misma manera: dos calles que se cruzan en el foro, la plaza, y en torno, extendiéndose, el damero en cuadrícula. Así se dividía en barrios. Era una cosa parecida a los incas: el Cuzco estaba dividido en dos partes también, y en dos barrios o cuartos a su vez. Una cosa que prevalecía entre los romanos, que era el 2 y el 4, lo dual y cuádruple después. Las instituciones romanas eran todas dobles, incluso durante un largo período hubo en el imperio Romano provincias senatoriales, que dependían del erarii (tesoro o hacienda del Senado), y provincias imperiales, que aportaban al fisco (hacienda del emperador). Dos haciendas, dos instituciones, como había dos cónsules, dos pretores, dos cuestores.
Incas y romanos tenían un parecido más que formal, una voluntad organizativa que se expresó fundamentalmente en el derecho, los caminos y el ejército. Por encima de todas las cosas primaba en ellos el tema de la organización, y la inculturación en ambos casos fue a través de esa organización, tanto en el derecho como en la organización del espacio urbano, tal como lo hemos descripto, o rural, por medio de los caminos principales o rutas, que ambos imperios empedraban. Los dos imperios tenían, asimismo, la avidez por contar, computar y calcular todo: en el Imperio Romano se fue diluyendo con el tiempo; en el Incario había desaparecido al momento de la llegada de los españoles, pues ya estaba bastante corrompido en la época de Atahualpa, tras la guerra civil y tres guerras con los chankas por la conquista del sur.
No hay organización humana meramente histórica que pueda durar más allá de tres, cuatro o a lo sumo cinco generaciones. El Imperio Romano duró mucho, a costa de grandes cambios y de capacidad de absorción, lo mismo que los incas, para incorporar súbditos. Imponía el idioma y la ley a partir de la administración, los impuestos, el ejército y la conexión. En vez de una imposición, se trataba de un proceso de absorción lenta: las colonización de España duró más de 200 años, pero fue absoluta. No había ahí, como sostienen casi todos los historiadores modernos, una conciencia de conquista, pese a que hasta la primera mitad del siglo II de nuestra Era hubo cinco legiones en España, ya que después de ese momento la reforma de Mario dejó sólo una, la Legión Sexta, Gemini, organizada en cohortes, más flexibles para la ocupación en tiempos de paz, y no en manípulos, mejor dotados para la guerra. ¿Por qué? Porque el ejército romano era permanente y tenía las tareas de bien público a su cargo (caminos, puentes, construcciones civiles de cualquier carácter) en todos lados. No había por entonces “tiempo de paz” en el sentido que se entiende hoy, como tiempo de espera por la guerra, sino que la construcción de obras públicas y la asistencia beneficiosa a la población formaba parte del servicio. No era cuestión de que “ya que no están peleando hagan ésto”, sino que esa actitud formó parte, desde un principio, de la misión militar. De algún modo, la construcción de la administración o, como diríamos hoy, del estado, fue esta construcción. Durante todo un período que incluye la época de Cristo, por ejemplo, se entregaba el cobro de los impuestos a “compañías privadas”, conocidas como los publicanos, que también desaparecieron durante el siglo II porque el estado, ya en decadencia, cayó en la cuenta de que estas compañías lo robaban y los funcionarios imperiales, que hasta entonces no habían cobrado sueldo, se dijeron: ¿Por qué seguir dejando que roben ellos cuando muy bien podemos hacerlo nosotros?. Fue Antonino Caracalla el que decidió otorgar sueldos a los funcionarios romanos.
Desavenencia entre parlamentarismo y democracia directa
Decíamos antes que el origen del Parlamento, contra lo que opinan los teóricos de la modernidad, no es de origen político sino económico. Por tanto, no es lo mismo ni es comparable al desarrollo de las estructuras democráticas de participación en la base (municipios, regiones, ciudades, etc.) que sí tienen un origen político. Cuando tomó el poder, la burguesía redujo esas estructuras al cumplimiento de una función económica, lo cual demuestra que tenía plena conciencia de qué se trataba: de convertir una institución económica en política y las instituciones políticas en económicas. ¿Por qué? Porque las instituciones económicas convertidas en políticas pertenecían a las clases superiores y las otras pertenecían al pueblo. A estas últimas las neutralizó convirtiéndolas en económicas o administrativas, y las propias las elevó al carácter político, y así trasladó la política de un ámbito general a un ámbito parcial. Ésto recibe el nombre de apropiación de la política, que es lo que hizo, en rigor, la Revolución Francesa, continuadora del doble discurso que ya había hecho historia durante los 200 años anteriores a través de la revolución protestante primero y la revolución inglesa después. Como el tero, la burguesía ha puesto siempre los huevos en un lado para dar el grito en el otro. Al tiempo que lanzaba la consigna “Libertad, igualdad, fraternidad”, liquidaba las libertades populares, las posibilidades de igualdad con justicia -es decir, con equidad- y de fraternidad ni hablar: lo que instaló fue la competencia de todos contra todos, que desde entonces impera a escala mundial. Los mecanismos que siguió para lograrlo consistieron en este cambio del contenido de las instituciones, con una conciencia muy clara de qué era lo que se reservaba para sí, qué neutralizaba y qué liquidaba. Al tiempo que transformó una institución económica en una institución política, convirtió el sistema administrativo en un procedimiento más simple destinado a percibir impuestos: las divisiones administrativas del territorio, que Napoleón convirtió en un cuadriculado.
En la Argentina de hoy, adscripta a esos mecanismos, la única funcionalidad estable y eficiente de las municipalidades es, precisamente, la recaudación de impuestos, debido a que el agotamiento del sistema institucional como conjunto las ha dejado en su mera función secundaria, o terciaria, la de carácter administrativo; las ha despojado de sus funciones primarias, que están retenidas por instituciones que ya no son públicas sino privadas, esto es, desconocidas, llamadas empresas, grupos, cámaras, etc. Se trata de lo público apropiado por elementos privados.
Y esos elementos privados constituyen auténticos grupos de poder: el Mercado de Valores de Buenos Aires, la Bolsa de Comercio, algunas agrupaciones de industriales y comerciantes, por ejemplo, coadyuvados por grupos de presión como los clubes de Leones o los rotarianos, que son ideológicos en muchos casos. Todos ellos conminan hoy a lo que resta del sistema político y de gobierno a convertir a los pocos trabajadores que quedan en esclavos con la llamada flexibilización de los trabajos, un nombre verdaderamente apropiado ya que significa, en los hechos, que todos deberán inclinarse, agacharse. Ocurre entonces una de dos cosas: o uno pasa debajo de las horcas caudinas o toma el camino del exilio, que hoy se denomina marginalidad. Que en realidad son lo mismo. Tal la flexibilización, explicada en términos sencillos.
El estado no es la nación
El estado tal como lo conocemos ahora es, entonces, hijo de la Revolución Francesa. Tiene algo más que 200 años de edad. Los teóricos niegan esta realidad trayendo a colación el “estado romano” o cualquier otro supuesto “estado” anterior. No es cierto, puesto que nunca hubo una cosa llamada estado más que en la época actual, originada en la Revolución Francesa.
Las naciones, en cambio, son muy anteriores. Han existido desde siempre. Por la lengua y la fe, en principio; luego -a veces- por el territorio, porque las naciones son anteriores a las patrias (hay naciones nómadas, que no poseen un patrimonio fijo, sino semoviente -ganados, por ejemplo- como son algunas tribus o comunidades a veces numerosas). Las patrias, que vinieron después, se originaron con la aparición de un patrimonio fijo, con la fijación del hombre al terreno. Pero también hay naciones que han permanecido sucesivamente en diversos territorios: los húngaros o magyares, por ejemplo, que llegaron a Europa desde el centro de Asia se asentaron, aunque dividiéndose, ahí donde fue detenido el impulso de su migración.
La idea de estado, que requiere la existencia de la patria, es decir de un patrimonio físico fijo, ha sido entonces muy posterior, y muy reciente en la historia de la humanidad. La nación ha sido anterior a todo. Por eso hemos hecho notar la evidente estupidez que conlleva decir “estado-nación”. Muchísimos estados abarcan varias naciones o porciones de naciones. El esfuerzo de los europeos occidentales ha sido el esfuerzo por la homogeneidad, aún antes de la creación de estos estados modernos, ya desde la aparición de las coronas en tiempos de Felipe el Hermoso en Francia. La idea es: un sólo idioma, una sola fe, una sola cultura, integrar el territorio y una sola administración. Pero esta voluntad de homogeneización es una voluntad de destrucción, aunque ellos no lo supieran.
La homogeneidad no es posible. Sí lo es la unidad en la diversidad, pero requiere dos condiciones: el respeto de la diversidad por la unidad y el respeto de la unidad por la diversidad.
Una respuesta a la voluntad europea de implantar la homogeneización la hemos tenido en el federalismo salvaje, no sólo en la Argentina sino también en España -sobre todo- y también en Francia. Y a eso respondió el imperio federal alemán, un conjunto de unidades en el marco de una unidad mayor, el respeto por las particularidades de lenguaje, religión y cultura, que los alemanes conservan hoy, incluso después de la reunificación de 1989, en sus 16 lander. Actualmente los europeos marchan hacia un sistema similar a éste de Alemania. Salvo Francia y Gran Bretaña, obviamente, donde la creación de “regiones” por el estado central ha sido de una artificialidad absoluta, a causa de que sus respectivas revoluciones fueron revoluciones unitarias, es decir, intolerantes a toda disidencia interna.
La Revolución Francesa guillotinó a todos los federales de aquel momento, que eran los girondinos. Por eso los próceres y santones de los liberales en la Argentina eran todos unitarios, esto es, jacobinos. Como unitarios que son, sólo concibieron la idea de creación del estado sobre el modelo francés -gobierno único, etc., etc.- y les resultó inaceptable la idea abierta a todos del federalismo. Así fue en todos los lugares donde estos mismos personajes actuaron: Venezuela, México, etc.
El caso de Chile
En Chile, en cambio, hubo federalismo desde el principio: eran tres provincias, pero fue desde el sur que vino el impulso independentista, y el primer presidente independiente de Chile fue un argentino, Martínez Rosas. Ese federalismo original fue aniquilado. ¿Por quién? Por los Carreras, hermanos ideológicos y amigos personales de Carlos María de Alvear y enemigos declarados de San Martín. Alvear y José Miguel Carrera estuvieron juntos en Estados Unidos en tiempos de Monroe (1817-18) y conversaban con su secretario de estado, según descubrió la primera misión a EE.UU. que envió Pueyrredón, encabezada por Manuel Hermenegildo de Aguirre. En realidad, Aguirre fue enviado por la Argentina y por Chile, como embajador conjunto, a comprar cuatro barcos para las tropas de Chile a Lima. Los norteamericanos encarcelaron a Aguirre cuando descubrieron que compraba armamento. En EE.UU. estaba prohibido comprar armamento para las naciones de Sudamérica, y la misión de Aguirre compraba los barcos por un lado, el armamento por otro lado, sacaban los barcos sin armamento y el armamento sin barcos y los armaban afuera. Así logró traer dos fragatas en 1818, hasta que su juego fue descubierto por los espías estadounidenses.
Aguirre contó años más tarde las conversaciones que habían tenido, antes del arribo de su primera misión a EE.UU., Alvear y Carrera con el secretario de estado estadounidense y de qué manera actuaban como vasallos convencidos de éste (una especie de “aliados extra-Otan”, como se diría hoy), y aún cómo Guillermo Pío White, representante de EE.UU. en el Uruguay, y también el embajador que lo sucedió, que eran amigos de los Carreras en Montevideo, los mantuvieron en el período que vivieron exiliados en la Banda Oriental. De modo que no es ninguna novedad de este siglo la intervención norteamericana en nuestros países. Resultado de estos arreglos extra regionales, y a causa de la influencia de los Carreras, O´Higgins – que era descendiente del antepenúltimo virrey del Perú- tuvo que hacerse unitario por fuerza, dada su situación de inestabilidad hasta tanto no estuviera terminada la guerra. Antes de la Independencia era un irlandés al servicio de España, como hubo muchos en esa época, O’Leary entre otros. Después se exilió en Lima, al ser expulsado de Chile por quienes antes y aun durante la guerra de la independencia habían sido partidarios del rey: el grupo de comerciantes de Santiago que, de servir a España pasaron a servir a Inglaterra, sin ningún problema por cierto mientras su poder sobre el conjunto del país -que ellos organizaron- siguiera intacto.
Como dice un geopolítico español, Chile se organizó igual que Roma organizó a Italia; en Roma fue el valle del Tíber y en Chile el valle de Santiago. ¿Quiénes son ciudadanos en Chile? Los de ahí, los otros son nada. Además de un derecho romano había en Roma un derecho latino: el ciudadano de derecho latino (ciudadano de segunda, diríamos) no participaba en los comicios. ¿Y en el Chile unitario el voto calificado no fue acaso ésto mismo?
Los organizadores del sistema institucional y jurídico de Chile fueron las logias masónicas del Gran Oriente de Santiago, la Logia Central de Chile, que se tomó su venganza sobre San Martín y O’Higgins y alentó a los historiadores contra ambos. Y, por supuesto, los imbéciles no dejaron de caer en eso.
¿Quiénes son los imbéciles? El Partido Comunista y el Partido Socialista chilenos, hijos y herederos de la logia, para quienes el héroe de la resistencia es Manuel Rodríguez, un guerrillero de tercera, una especie de “montonero” con cierta apoyatura en los araucanos, que estuvo a las órdenes de San Martín y después de Miguel Carrera. Tal es la explicación del nombre del grupo Frente Manuel Rodríguez. Hay ahí toda una situación ambigua, similar en los Pincheira, en Lanza Seca -don Juan Saá- y en los Carreras en la frontera de San Luis: vivían en el desierto, eran bandidos en realidad, no eran la montonera federal sino otro fenómeno: el bandolerismo. Todos ellos trabajaban para los unitarios, a la manera que la mafia siciliana trabajó para Estados Unidos en 1945. Después los liberales asimilaron a todos los federales a ese bandolerismo, que era sólo eso y nada más, un foco muy similar al de Manuel Rodríguez, que también actuaba en una frontera, la del Arauco, al sur del Bío Bío. Como podemos ver, la herencia de los Carreras, los Pincheira y los Saá, y sobre todo de sus mentores, fue siempre poderosa en Chile y ha prohijado, hasta nuestros días, una parte considerable de la oligarquía santiaguina.
Entretanto, la isla de Chiloé, que no estaba bajo la influencia de las logias sino de las misiones jesuíticas, siguió siendo española hasta 1857, y fue en ese momento el lugar más poblado de Chile: llegó a tener un millón de habitantes, a quienes el resto de los chilenos llamó despectivamente “chilotes”.
La creación del estado en la Argentina
Esta más o menos amplia referencia a la formación del estado chileno sirve para mostrarnos cómo, en comparación, cuando llega el estado a la Argentina, hacia 1860, la nación ya estaba consolidada, ya era, ya había una nacionalidad argentina.
¿Para qué se crea el estado aquí? En primer lugar, se crea contra la nación, no a favor. No es el “estado nacional” el que se crea, sino un elemento estatal extranjero, “nacionalizado” desde el punto de vista formal, para enfrentarlo a la nación. Por medio del Remington, la leva, la escuela sarmientina (o sea, la mentira organizada como educación) y un terror jacobino sin siquiera un cierto perfil de grandeza, sino con asesinos a sueldo: Sandes, Gelly y Obes y otros colorados orientales al servicio de Buenos Aires. La peor combinación posible. Así ocurrió hasta 1870.
Y no obstante, en varias oportunidades el estado fue de la nación
El primer intento de nacionalizar ese estado foráneo, que nos había sido impuesto después de Caseros y de la degollina unitario-jacobina de federales que sobrevino en todo el país, lo lanzó Roca, por una necesidad absolutamente objetiva: la extensión territorial. Se había hecho imprescindible cambiar las estructuras de un estado que había sido pensado para Buenos Aires y la pampa húmeda, y en consecuencia habría que corregir también el armazón del ejército, de los ministerios, de la educación, etc., etc. Era necesaria la creación de los territorios federales, que no existían hasta ese momento, a la cual obligó la “conquista de las 20.000 leguas” de la que habla Ceballos.
Los territorios se desfederalizan recién durante el proceso frondizista, cuando por medio de verdaderos engendros Formosa, Chubut, Santa Cruz y después Tierra del Fuego se convierten en provincias. Perón había hecho La Pampa y el Chaco después de un proceso -y hay que ver la ubicación geográfica- donde La Pampa y el Chaco habían asumido ya una gran cantidad de población y una amplia participación en las tareas de construcción de la Argentina. No ocurría ni ocurre eso, aún hoy, ni en Formosa ni en Chubut ni en Tierra del Fuego, aunque sí en Río Negro y Neuquén, y también en Santa Cruz, donde el gobernador Kirchner ha trabajado mucho para convertirla en verdadera provincia. Y eso se ha hecho a través del estado, porque hubo aquí un proceso de inversión del rol del estado.
Una cosa fue cuando la nación estaba en desarrollo y el estado se interpuso como elemento adverso a ese desarrollo, y otra cosa distinta la que sucedió a lo largo del siglo siguiente a esa creación, cuando el estado cumplió -durante ciertos períodos en que sus dueños perdieron el control- un papel contrario al asignado por el designio original, permitiendo que la nación creciera. En las zonas nuevas ésto ha sido así: nueva colonización, nueva población, y el estado como elemento de desarrollo de la nación. A escala nacional, YPF, YCF y otras empresas nacionales, además del ejército actuando también como empresa nacional, coadyuvaron a ese desarrollo, sobre todo en las zonas de baja densidad de población. Durante otros períodos -como el que actualmente transitamos- el estado ha dedicado todo su esfuerzo a impedir tal desarrollo, en obvio beneficio del minúsculo grupo oligárquico de siempre.
Se trata, por tanto, de discriminar estas cosas. Globalmente, el estado nacional ha sido un enemigo de la nación, el asilo y la fortificación desde la cual los enemigos de la nación argentina han operado, insertados en la burocracia estatal; nacionalizado en dos períodos, los de Yrigoyen y Perón, fue puesto, en cambio, al servicio de la nación.
El modelo europeo
Dejemos separado entonces, claramente, qué es la nación y qué es el estado, en todo el mundo en principio, pero en América en particular, donde todos los estados tuvieron como función oprimir a las naciones. Moldearlas, de una manera a imagen y semejanza de la ideología dominante en esta modernidad. Y no pudieron. Por eso tiene que morir el estado. Otra de las razones es que está bien que muera. No son las razones de ellos, son mis razones: esa muerte va a permitir ulteriormente la creación de un estado a nuestra propia medida, a la medida de la nación.
Hemos estado usando un traje para un ente que tenía cinco brazos, tres piernas, dos cabezas y que no tenía tronco; se trata ahora de hacer un traje para el hombre. Y el estado burgués de modelo francés o el estado de modelo soviético es el mismo estado: lo que hicieron los soviéticos fue perfeccionar el estado francés.
La enorme influencia francesa en Rusia no es de ahora ni mucho menos: opera desde que Pedro el Grande fue a buscar arquitectos y científicos a Francia y los llevó a Rusia, y construyó una ciudad neoclásica como es San Petersburgo. Henry Troyat tiene cuatro ó cinco novelas (El arquitecto del zar y otras) en las que describe la vida de esos franceses que vivían, semiprisioneros, en Rusia, construyendo San Petersburgo o enseñando las nuevas artes mecánicas.
Pero esos emigrados franceses en Rusia estaban, en realidad, al servicio de una política del estado francés para enfrentar a Inglaterra desde el continente, en alianza permanente con la zona oriental de Europa. Eso lo empezó Francisco I cuando estableció relaciones, en época de Carlos V, con Solimán, el “Gran Turco” como le decían, y hoy prosigue con Irán.
Si bien la política ha cambiado mucho en sus formas exteriores, aparentes, no ha cambiado en las cuestiones absolutamente esenciales: la integración del Este ha fortificado al continente europeo frente a Inglaterra, algo que los franceses buscaron durante mucho tiempo, y los alemanes también. Por eso la nueva Europa está fundada esencialmente en la alianza franco-alemana, es decir en el eje del Rin. Es en torno al Rin donde se establece la alianza. Y la unidad de Europa. Como fue en el siglo VIII, en época de Carlomagno.
No, las cosas no han cambiado mucho: hace doce siglos la unidad del imperio franco se fundaba en que estaba a caballo (a ambos lados) del Rin. Es decir, el control del centro de la llanura permite la unidad; la división de ese centro fue lo que produjo la división. Es una llanura de nordeste a sudoeste que empieza en los Urales y termina en los Pirineos. Francia está en su último tramo, y Alemania en el centro. Son países abiertos, sin límites geográficos claros y definidos. Y todas las cadenas montañosas son paralelas a esa llanura, no la cortan; los que la cortan son los ríos, que la cruzan de sudeste a noroeste: el Volga, el Oder, el Mosela-Rin, el Sena… salvo el Danubio, el Híster de los antiguos, que está en la otra vertiente de los Alpes. El Rin corre de los Alpes hacia el Atlántico; el Danubio corre de los Alpes hacia el Mar Negro y el Mediterráneo.
Napoleón y Luciano
Volviendo al tema del estado, cabe dejar constancia de que en la Argentina es un accidente. No es ni permanente ni constante ni es el mismo a lo largo de los años, y está ya en vías de disolución. El problema de la administración y el gobierno, que es el problema real, verdadero, no es ya problema del estado. La aventura de separar claramente el pueblo respecto del estado, hacer de sí la política en el estado y dejar a la sociedad fuera de la política (que es lo que han consumado el estado francés y la modernidad), ha sido aquí muy difícil de sostener porque la existencia del movimiento nacional le ha opuesto siempre la unidad de esos elementos, demostrando que el estado no es independiente de la nación, no es una persona frente a la nación.
¿Qué han hecho en Europa? O la personalización, la identificación del estado y la despersonalización y desidentificación del pueblo, y de la nación misma, o la identificación de estado y nación, como los ejércitos de la Revolución Francesa y Napoleón también. Pero cuando ésto ocurrió el estado eran ellos y la nación y el ejército eran ellos. La participación popular, tras la Revolución Francesa, era el ejército. ¿O para qué servían los franceses sino para el ejército?. Era algo, obviamente mejor que nada. Pero políticamente era nada. Y Napoleón no se atreve a convertir ésto en un arma política definitiva, razón por la cual termina en Santa Elena. Porque, como dice Perón, la revolución que esperaban los seguidores de Napoleón era ésta: transformar la fuerza armada, que ya era popular, en el partido. Era el imperio, era César, pero fue lo que Napoleón no quiso hacer. Eran Luciano y un grupo, dentro de las huestes de Napoleón, los que se planteaban “ir al frente”, continuar el proceso, pero Napoleón lo detuvo. Perón apunta: “Y así pasó la oportunidad”. ¿Oportunidad de qué? De terminar con la Santa Alianza, de terminar con una Europa y hacer fructificar otra Europa, que no sería la Europa burguesa. Fue un momento de la historia decisivo, y definitivo. Solamente por haber logrado llegar a esa oportunidad Napoleón fue tan odiado. No la aceptó, pero estuvo en sus manos crearla. Y nadie más la pudo crear después, porque el ejército napoleónico ya no era en ese momento el ejército francés, sino un ejército europeo, en el que había unidades polacas, alemanas, austríacas; hasta cierta cantidad de españoles combatió ahí con Napoleón.
Pero ¿dónde fracasó Napoleón? Fracasó frente a dos pueblos capaces de oponerse a él: los rusos y los españoles. Los que estaban fuera de aquella Europa, diríamos en Africa y en Asia.
Siempre para los europeos fue verdad también que Asia empezaba en los Urales. Es una situación difícil, confusa. Porque ¿qué es el Cáucaso? Digo: son definiciones imposibles de sostener y es imposible trazar las fronteras. Son franjas, zonas, áreas, que son de confusión naturalmente, en un mundo donde la confusión es empleada para el servicio de los poderosos -como siempre ocurre- esas áreas de confusión, el “vientre blando” de Europa: el sur de Turingia, todos los Balcanes, Grecia y el Cáucaso. No se trata de una confusión creada por la “penetración asiática” -ya decirlo es una gansada- sino que es empleada por poderes extraeuropeos -Inglaterra siempre lo ha hecho- y generada por la tozudez europea de querer organizarlo todo según su conciencia y no según la conciencia de aquéllos que estarían dispuestos a participar, pero según su natural talante.
Roma y sus herederos procedieron de otra manera
Esta obstinación organizativa europea centrada, diríamos, en un superego ideológico, es una estupidez de la Europa moderna que nunca cometió Roma. Roma incorporaba, integraba y absorbía a partir de integrar, no sin el legionario, no sin el administrador, obviamente, pero ese proceso también iba cambiando. No porque “era así”, sino porque efectivamente era un proceso.
Cada ciudad nueva era una nueva Roma, por eso siempre encontramos el mismo plan -la Roma Quadrata– en cada ciudad. La Roma Quadrata fue repetida hasta la saciedad en Africa, en Asia y en todos lados.
Y después los españoles la reiteraron en América, porque el molde es el mismo. Los Reyes Católicos, Cisneros, Carlos V y Felipe II -poco más de un siglo- tuvieron la misma idea de Roma.
Los romanos se apoyaban en el culto al emperador y a los dioses olímpicos; los españoles, en la propagación de la fe cristiana, porque la fuerza no era militar. Roma tenía fuerza militar suficiente como para avasallar aquel mundo. Tanto era así que, en ocasión de la última revuelta de los cantabros y los astures, Augusto puso en pie de guerra 60.000 hombres, diez legiones. Era algo abrumador, sólo restaba decir “Bueno, basta, tienen Uds. razón” y rendirse. Cuando cántabros y astures, obviamente, se rindieron, lo único que hicieron los romanos fue transferirlos de la sierra a la repoblación del Duero y el Tajo mediante nuevos asentamientos y los convirtieron en ciudadanos. Los españoles volvieron a hacer lo mismo en el período después de la Reconquista, en el siglo IX: primero dejaron la franja de frontera vacía y después repoblaron. Y lo mismo, con la misma idea, hizo Roca aquí, en el sur.
La forma romana y la forma griega se han prolongado en la historia
Ya tenemos, pues, dos ideas: esta idea integradora de Roma, que no fue de los griegos, por un lado, y la idea restrictiva de los griegos propiamente dicha, que después fue la idea británica. Esta segunda idea, llamada consistía en una colonia de ciudadanos con derechos, en un lugar donde el resto carecía de todo derecho. Por esta razón el imperio de Atenas duró tan poco, en comparación con el romano.
La forma griega de imperio, llamada klerukía, se basaba en los klérukos o ciudadanos de la metrópoli (no colonos), que gobernaban la colonia pero seguían, por ejemplo, votando en la metrópoli. Era el mismo método que allanaría, dos milenios después, la formación del Commonwealth. La klerukía provocó, huelga decirlo, un verdadero desastre ahí donde se instaló, y para enfrentar rebeliones como la famosa de Chios el método no era otro que el exterminio: llegaba la flota con los hoplitas y “buenas noches, muchas gracias”. Hasta que la sublevación se generalizó cuando los griegos sustrajeron el tesoro de Delfos -maniobra similar a la de la creación del Banco de Inglaterra- y se pudrió todo. No obstante, este modelo greco-británico, por decirlo así, tuvo su descendencia: fue el mismo que usaron los norteamericanos para la tan famosa y tan poco conocida “conquista del Oeste”: guerra de exterminio, nada de repoblamiento ni de mestizaje ni de nueva cultura, y colono nuevo venido del corazón del imperio que repuebla sólo con prisioneros, como también se hizo en Australia, conformando una sociedad sin ley.
Es así como los norteamericanos no han tenido ni ley ni cultura y su ejército resultó un grupo de mercenarios entrenados únicamente para matar, ya que no cumplen ninguna otra función. No fue así, como acabamos de ver, ni en Roma ni en España.
Por qué se dice hoy “basta de estado”
En doscientos años el estado moderno no ha dejado crimen ni delito por cometer. Esa persona ideal llamada estado es un criminal. Y cuando ahora se dice “basta de estado” no es para que no cometa más crímenes, sino porque juntamente con el poder que tenían, la capacidad criminal también se ha privatizado. Esa capacidad criminal es la que experimentamos: cubierta todavía con los harapos de un estado, está detrás la mano de acero verdadera -una garra- de los dueños de la globalización.
No hay por tanto ninguna de las razones que dicen para terminar con el estado, sino muy otras, que son las que venimos enunciando. El estado ha sido definido como “la nación jurídicamente organizada” pero, paradójicamente, la nación no puede vivir en él puesto que no se aviene ni con su naturaleza, ni con su cultura ni con sus necesidades, sino que ha sido creado de acuerdo a una teoría, para peor ajena a nosotros. Dicen, por ejemplo, “las relaciones con el mundo”. Y bien ¿qué quiere decir eso? ¿Qué quiere decir tenerlas y no tenerlas? Tenerlas ¿significa tenerlas todas y no seleccionar nada? No tenerlas ¿significa no tener ninguna y estar metidos en una cápsula? ¿Y cuándo fue así? Nunca fue de ninguna de las dos maneras. Pero de nuevo aquí nos inyectan la idea dualista de “o blanco o negro”, y entre todos los colores y la ausencia de color no hay ningún color, cosa que es físicamente absurda y, por supuesto, falsa. Sólo esconde nada más que los intereses de un pequeño grupo; no tiene nada que ver ni con el pueblo argentino ni con América; ni siquiera con los otros pueblos de los que ellos hablan y se llenan la boca.
El “mercado mundial” no es un lugar de encuentro, sino el lugar de un combate que manipulan sus propios titiriteros
Es así que el mercado mundial es el perfecto lugar para no entenderse con nadie, el perfecto lugar de la confusión. No es un lugar de encuentro, es un lugar de combate, de desencuentro, de afirmación de determinados intereses que ni siquiera son nacionales sino particulares y personales. ¿De quiénes? De aquéllos que se han ubicado en ese lugar hipotético llamado “mercado”, que en rigor no existe, que no tiene presencia física en ningún lado. En virtud de que eso es lo que ellos manejan y no los estados, es también lo que prima y destruye a los estados, y nada más.
Los estados, en efecto, podrían convertirse en enemigos del mercado mundial en la misma medida en que las naciones van cobrando conciencia de ser dueñas de sus propio estado. En la Argentina esa experiencia tiene más de un siglo y el Movimiento Nacional ha hecho al respecto casi todo lo que se podía hacer, en el orden político con Yrigoyen y en el orden social y económico con Perón.
De ello se sigue que la nación argentina sigue existiendo independientemente de lo que pase con el estado. La destrucción del estado no es la destrucción de la nación. Muy por el contrario, la destrucción del estado va a permitir que la nación se exprese mejor y que, andando el tiempo, pueda crear un estado a su medida, vale decir para la gente; no para el Leviatán sino para el hombre.
El constitucionalismo, lo codificado, lo legal, lo permitido o autorizado, lo vigente, en una palabra, es dentro de este desorden un estúpido verso que, hoy con andrajos, pretende cubrir la verdad de fondo. En la Facultad de Derecho, por ejemplo, aún piden a los alumnos de primer año la lectura de un libro de Hans Kelsen, y tal obligación no puede calificarse de otro modo que de envenenamiento deliberado. Mientras los bienpensantes de hoy se llenan la boca contra el “proceso”, contra la tortura y a favor del castigo a todos los culpables genocidio y de crímenes de lesa humanidad, en la práctica exigen, muy precisamente, que se estudie al hombre que ha fundamentado desde el punto de vista de la filosofía jurídica a la fuerza como fuente
del Derecho, eso que ellos dicen rechazar. Fue pensando en Kelsen, y en la llamada Revolución Libertadora que llevó su teoría a la práctica, que Perón escribió La fuerza es el derecho de las bestias, una respuesta a la Junta Consultiva del 56 y al señor Kelsen, que había venido a Buenos Aires a discutir con Cossio en la Facultad de Derecho, en 1953, y cuyos argumentos Cossio desbarató prolija y públicamente, fundándose en Santo Tomás y en el padre Vittoria, que decían que la fuerza no puede fundar derecho. Obviamente, Cossio era partidario de la existencia del Derecho Natural y Kelsen no. Pero ¿dónde encontrar hoy un libro de Cossio? ¿La Teoría egológica del Derecho, por ejemplo? Lograrlo es imposible; ha desaparecido de todas las estanterías públicas y privadas, de todas las librerías y hoy sólo algunos viejos lo recuerdan vagamente. Un sutil auto de fe, una noche de San Bartolomé diluida en el tiempo, un Fahrenheit 451 sin nombres ni responsables, pudo finalmente lograrlo. Mientras Cossio también es un desaparecido, lo primero que les demuestra Kelsen a los estudiantes de primer año es que el Derecho Natural no existe: ¿puede haber mayor hipocresía que ésta?
Pero tienen razón: hay que destruir el estado
El estado condenado a la extinción no es un despojo, es una cosa bienvenida. No por la aceptación de lo que dice la globalización, sino por las razones que di antes.
La globalización tiene calculadas dos cosas: o la aceptación o la resistencia. En el caso de la aceptación siguen adelante; si hay resistencia resistencia la destruyen, porque toda resistencia que exprese un dualismo (opuesto al dualismo de la globalización) va a significar: contra la desaparición del estado, mantengamos el estado.
Yo pienso que no debemos mantener en absoluto el estado, que debemos decirles: Tienen razón, hay que destruir el estado. Y creemos otro, nuevo, que contenga dentro de sí mismo, además de las necesidades de la Nación y de la patria, también la presencia del proyecto de globalización. O sea, que contenga dentro de sí mismo la cantidad de anticuerpos que necesita para sobrevivir, que este estado no los tiene y por eso se extingue. Por eso digo nuevo estado, que significa una nueva conciencia respecto de lo que ocurre en la Argentina, de sí propio y de lo que lo rodea.
Se me preguntará si esto del nuevo estado es bueno o malo. Desde un punto de vista es malo porque se paga con la sangre de los argentinos ¿de qué otra manera podría pagarse, además? Pero sería más caro de otra manera, e igualmente necesario, porque este estado ya no sirve y su liquidación es imperiosa desde todo punto de vista. En rigor, pues, la globalización nos está allanando el camino y, dentro de lo malo que es ésto, un aspecto positivo es el hecho de que destruyen una cosa que no sirve para nada. A ellos no les sirve por las razones que ya hemos citado, y a nosotros tampoco nos sirve para nada. ¿Por qué? Porque sus supuestos están pensados para una Argentina y para un mundo que ya no existen. Para una Argentina que, por otra parte, no existió nunca. Y para un mundo que ya ha dejado de existir.
No obstante vemos cómo, en medio de este panorama, los hombres están urgidos por su vida y, en consecuencia, piensan que la historia debe desenvolverse limitándose a dar soluciones a sus problemas mientras viven. Se desentienden del problema histórico si ellos no van a vivir más que su vida aislada, de mero individuo que hace número en la estadística, y ésta es una atrocidad: uno de los objetos de la contracultura es la ruptura de la solidaridad entre las generaciones, de la continuidad. Significa ni cementerios, que es la memoria de los que fueron, de las generaciones que pasaron; ni escuelas donde se aprenda lo que pasó, a cambio de “escuelas” donde no se aprende nada. Toda la memoria es, para la contracultura, el revival de una década, a lo sumo de dos y hasta puede que de tres, pero no más, puesto que todo ésto responde a una conciencia de lo imposible: ir adelante sin cambiar. Para ir hacia adelante hay que cambiar. Pero ellos no están dispuestos a cambiar. Muy por el contrario, sólo están dispuestos a afirmar lo que son: “Somos mierda y queremos seguir siendo mierda”, como proclaman no pocos temas del furioso musical underground. ¿Qué reparten? Peste, Hambre, Muerte y Guerra, los Cuatro Jinetes, al tiempo que en su discurso oficial del sainete cotidiano de diarios y noticieros dicen otra cosa, obviamente.
Sin embargo, nada estable y duradero puede ser fundado en la mentira. Entonces ésto no es ni estable ni duradero. Oscuramente, de manera no organizada en el orden del pensamiento pero sí orgánica, nuestro pueblo, a su manera y en su medida, se da cuenta y sabe que no puede esperar nada más de todo ésto. Nada más y también nada menos. Cosa que no saben muchos otros que todavía esperan estúpidamente. ¿Vida de hombre o vida de buey? Pues bien, hacen vida de buey: no levantan la cabeza, están bajo el yugo, marcan el surco y vuelven a la punta del campo, y así sucesivamente. Vuelven a pasar sobre los mismos surcos cien veces sin darse cuenta. Es que el revival es eso, una especie de bustrófedon de la contracultura.
He aquí los resultados de una fractura
La discontinuidad entre generaciones -prefiero no emplear la tan meneada palabra ruptura– se ha hecho cada vez más obvia, pues la contracultura ha ganado terreno en todas partes. Hay una discontinuidad que se ha vivido primero como discontinuidad de la memoria personal. La primera cuestión, hace doscientos años y en Francia, fue pensar que sólo la aristocracia tenía estirpe. Y la estirpe no es palabra de la sal de los aristócratas, aunque ellos la emplearan, sino de todos los hombres. Es un patrimonio de la humanidad.
Lo mismo-lo contrario, pensar sólo en las raíces y abandonar los frutos, también es equivalente. Y éstas son las dos posiciones de los afiliados a la contracultura: Conservadores y Liberales (dicho todo con mayúscula). Pero ¿qué significan? Unos hablan de las raíces y otros hablan de los frutos, pero están hablando de un mismo árbol, aunque éste sea un árbol enfrentado consigo mismo, un árbol que no puede vivir. Un árbol dividido entre raíz y fruto, de manera totalmente mortal, ésto es lo que han hecho. Desde la creación del concepto del ciudadano y del individuo, y de la autonomía como atributo absoluto de cada persona, limitado únicamente por la ley -y la ley es una ley pensada para eso- la contracultura ha hecho de ésto una de sus cuestiones centrales.
¿Cómo hemos vivido esta desintegración los argentinos? ¿O no hemos vivido la ruptura interna de la familia, empezando por la de la estirpe? Porque los liberales, que construyeron sobre la inmigración, pensaron que no habría “nación” si los naturales seguían pensando en su estirpe. Eso no es cierto, porque hay “nación” igual, ya que la misma nación confiere una estirpe. Eso no implica falta de memoria; significa que esta nación es de esta naturaleza, que incluye esta estirpe. ¿No era así Roma? Eran romanos los irlandeses, los españoles, los italianos, los alemanes… ¿Dejaban por ésto de ser lo que eran? No, muy por el contrario: ser romano era ser eso, como San Pablo, un judío de Tarso, helenizado y ciudadano romano. Era lo normal.
Éstos han hecho al revés: los romanos procedían por inclusión; conservadores y liberales proceden por exclusión. Y esta exclusión es una exclusión nacional, cultural… y es una exclusión también individual, personal y de la estirpe, de la familia, hasta que llega al centro de la familia. A partir de ahí, geriátrico, escolarización desde los 2 años de edad y, feminismo mediante, las mujeres a trabajar y a joderse. ¿Qué queda después de ésto? La destrucción del núcleo fundamental de la estirpe, de la gens.
Basamentos para un nuevo estado
El tema de la estirpe está íntimamente ligado al tema del estado. No se puede intentar construir un nuevo estado sobre la nada. Se construye sobre la memoria, sobre el futuro, y también sobre la actualidad, sobre estos tres tiempos del hombre. De todo hombre, de toda persona. No se construye ni para los siglos ni para un remoto pasado; se construye para un período. ¿Cuál es ese período? El que va de mis abuelos a mis nietos, unos 120 años más o menos, que es lo que abarca la memoria y la vida de un hombre.
Podemos decir que la Argentina, como entidad en formación y en desarrollo, primero gestándose, luego a la luz, tiene un poco más de 300 años de vida. La quiebra de la continuidad de las generaciones y de la contigüidad de los componentes de la familia -en ambos casos es la quiebra de una solidaridad necesaria y fundamental- es un asesinato, algo verdaderamente criminal. Abortiva, como es el aborto a la vida del hombre: un delito, independientemente de que la ley lo permita o no lo permita.
La nación es idéntica a sí misma. Idéntico a sí mismo no significa “sin ningún cambio”; significa abarcar los cambios que proceden dentro de sí mismo. Eso es idéntico. Idéntico e inmutable sólo es Dios. Todo lo demás cambia; por eso la preservación de la individualidad de la Nación Argentina depende, fundamentalmente, de una voluntad, y también de un sentimiento. Si se pierde el sentimiento y la voluntad se abandona, todo queda aniquilado. No es así, pero puede ocurrir…
Dijimos que el gobierno y la administración futuros tienen que estar moldeados a la medida de la Nación Argentina (la Nación Argentina del momento ese, sea cual sea). Debe condensar su historia y proyectar su futuro, pero en ese momento, porque es en ese momento. Hay cosas que son permanentes y continuas y hay cosas que son heterogéneas y cambian. Las cuestiones absolutamente esenciales no cambian.
Sobre cómo fue creada la Argentina
Para nosotros ¿qué es lo esencial (y qué lo no esencial)? ¿Cómo fue creada la Argentina? ¿Sobre qué base? ¿La creó un grupo, una aristocracia, un patriciado, o se hizo con la sangre -y con la inteligencia- de todos sus hijos? Se hizo de esta última suerte, y la hicieron sobre todo los más humildes, que fueron los que más dieron, como siempre. ¿Quiénes fueron los que la fundaron? Unos pobres de solemnidad, unos desharrapados, unos excluídos, incluso de las propias ciudades de América: los que fundaron Buenos Aires se habían ido de Asunción y, además, eran criollos. Ya eran racialmente excluídos, si se quiere hablar así. Eran mestizos, mancebos de la tierra. Tal fue nuestro estilo original de nación, grabado desde el primer momento con un signo y con un sello. Designado y sigilado. Y permaneció así: fue Ceballos y la guerra guaranítica, fue San Martín, fue Rosas, fue Yrigoyen, fue Perón… Nada más ni nada menos que una estirpe, también. Y ésto está en cada tipo, disuelto o reunido en la memoria de cada uno, en la vida de cada uno, de sus padres, de sus abuelos, de los que vinieron, de los inmigrantes también… Porque ¿quiénes vinieron de inmigrantes a esta tierra? ¿Los ricos, acaso? ¿Los “inversores”? Los únicos “inversores” que aquí hubo fueron aquéllos que invirtieron su propia sangre y la de su familia ¿o no? Y ésto ha sido y es lo esencial.
Esa esencialidad comprende también el signo evangélico a partir del cual se construyó la Nación
Argentina.
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Una tercera peculiaridad de la esencia de esta nación es que también se hizo con las armas en la mano.
Y no puede obviarse tampoco que se hizo con una ley que no es otra que la ley romana, heredada y devenida en ley de nuestra modernidad (Vitoria, Suárez, Grosi ?) merced a la reforma católica. Eso fueron las Leyes de Indias que dio España y las Misiones jesuíticas y franciscanas que, aquí en América, lo hicieron todo: desde la evangelización hasta la construcción de ciudades y ejércitos. Cuando San Martín pide a Luzuriaga trescientos voluntarios para formar el Regimiento de Granaderos a Caballo, éste le manda trescientos mozos correntinos que, formados por los jesuitas, eran los únicos que tenían entrenamiento militar, y eso San Martín lo sabía porque su padre había sido gobernador. Y Luzuriaga se los manda en un contingente encabezado por cuatro caciques. Uno de ellos volvió con Bogado, que fue trompa del Regimiento.
La unidad militar más condecorada de la guerra de la Independencia fue Pardos y Morenos, la de los orilleros de Buenos Aires, existente desde las invasiones inglesas. Su último jefe fue el general Miller, un inglés (las cosas que pasaron y pasan en América son a veces inauditas). Y Miller habla de ésto en sus memorias.
El nomos argentino
Nada de ésto, ninguno de estos rasgos de la nación quiero decir, está reflejado en el estado, ni en las instituciones ni en las organizaciones armadas. Pero tienen que estarlo, porque expresan de qué manera es esta nación y son, por tanto, absolutamente esenciales. Tienen que estar en el Derecho, no meramente en la norma -que es el producto final del proceso que podemos llamar de Derecho- sino en su proceso originante: el nomos de la tierra.
¿Hay un nomos argentino? Yo creo que sí, y que es una mezcla de la romanidad trasegada por España y de la mestización con el indígena. Los guaraníes y quechuas han participado de la construcción del nomos, primero, y en la misma medida han participado después, directa o indirectamente, en la creación de la norma.
Cuando el estado burgués asume la romanidad lo hace según sus intereses; la asume a través de Francia, y eso ya no es Roma, sino los jacobinos. El estado burgués no asume, en cambio, a la romanidad en su equidad, un problema esencial del Derecho porque es el reconocimiento de la ausencia de justicia. El hombre no puede hacer justicia; sólo puede ser equitativo. Porque no puede ser justo, no es justo desde ya. Decir que es justo es una barbaridad.
Cuando el hombre llega a ser equitativo es cuando aparece el concepto de la justicia distributiva, donde prima el concepto de equidad por sobre el concepto “puro” de justicia. Es una aproximación, que es lo máximo que se puede conseguir. La justicia no: justicia es la visión de Dios, solamente. Para aproximársele, es primordial no pensar en términos absolutos sino en qué es lo relativo posible. Por eso el tema es la equidad. Y la justicia burguesa es inicua, esto es inequitativa. Por eso es verdaderamente ciega y por eso se la ha representado aquí con los ojos vendados desde mediados del siglo pasado, a excepción del período propiamente peronista de 1946-1955, en el que la Justicia y sus representaciones tenían los ojos abiertos.
El Derecho Público y una confusión deliberada
Mientras no esté estudiado el argironomoi, o sea el nomos de los argentinos o, mejor traducido del griego, la nomidad de los argentinos (puesto que es cualidad y no cosa). Por ejemplo, quienes fundaron esta teoría, Karl Scmitt y algunos otros, sobre todo en el centro de Europa a principios del siglo XX, dicen jus publicum europeum, derecho público europeo. También en ésto hay una gran confusión que preside las discusiones de la Filosofía del Derecho: ¿qué diablos es el derecho público? ¿A qué se llama derecho público y a qué derecho privado en las actuales condiciones? Porque no menciono aquí condiciones ideales o ficticias, pero asumidas, en un momento en que eso tenía cierta claridad conceptual al menos Hoy no hay ninguna claridad conceptual en ese debate ni nadie sabe bien a qué se refiere. Instituciones de derecho público son privatizadas y funcionan como de derecho privado; viceversa, instituciones de derecho privado se desempeñan como de derecho público o bajo el derecho público, incongruentemente. Ejemplos: el correo, la policía, las fuerzas armadas… y aún el estado mismo. De igual modo los impuestos: hay impuestos que son una instituta de derecho público, que son vendidos a particulares, sin ir más lejos en la Capital Federal. Es como si estuviéramos en el primer período del Imperio y la República romana: hay publicanos, personas o sociedades. Del mismo modo el estacionamiento en la vía pública, instituta de derecho público con el policía como único símbolo del estado, es actualmente privado. Lo mismo ocurre con la policía y la seguridad del trabajo, suplidas actualmente por las A.R.T. privadas. ¿Qué es entonces público o privado? Es pública la función y privada la ejecución… o la recaudación.
Al estado hay que pararlo sobre sus verdaderos pies: el servicio es siempre público, por lo tanto está sometido al derecho público sin ninguna discusión. Los prestatarios pueden ser públicos o privados; en este último caso, y en orden a su contrato, están sometidos al derecho privado, como simples contratantes. Pero no en el servicio. Hoy ocurre al revés: la privatización extiende al servicio la naturaleza del prestatario. Los folletos de clínicas y colegios privados no se dirigen a un “Señor paciente” o “Señor padre del alumno”, sino que están encabezados con la frase “Señor cliente”. Esta es una barbaridad cuyo único fundamento sólo puede ser el lucro.
Un servicio público prestado por un contratista podría ser igualmente lucrativo bajo la existencia de un estado con el correspondiente poder de policía ejerciendo un control absoluto sobre sus prestaciones. Ese poder sólo puede existir bajo el paraguas del derecho público: “Todo lo que Usted hace lo afecta de esta forma”.
De acuerdo a un ordenamiento racional del Derecho, en la enseñanza, la salud, la policía o los servicios de cualquier carácter, la aplicación de un derecho privado es una incongruencia absoluta. Cuando ese ordenamiento llega a ser, como lo es actualmente, totalmente irracional, puede pasar cualquier cosa, y el famoso apagón de diez días de la empresa eléctrica privada Edesur en pleno Buenos Aires, en marzo de 1999, no fue más que una simple muestra. No puede haber en estos casos más que derecho público, hasta por la siguiente razón: si falla cualquier servicio público en manos privadas, es el estado quien debe hacerse cargo de su prestación. Es aquí absolutamente imposible la aplicación de un derecho privado; sería una incongruencia absoluta de acuerdo a un ordenamiento racional del Derecho.
Hay un grado de confusión deliberado, como para que no se sepa qué es público y qué es privado porque, en rigor, todo lo público ha sido privatizado y permanece como público en la medida que son servicios a los esclavos: cadena, látigo, lugares para dormir, son públicos, que usan los esclavos, pero son propiedad del amo, como los esclavos.
La misma confusión del campo de concentración
La ausencia absoluta, total, de derechos personales es correlativa a la declinación de los deberes personales. Si hay derechos hay deberes. No puede haber derechos sin una correspondiente, porque ésto desequilibra la realidad, la vida.
¿Cuál es el cuento de la democracia liberal-socialista? El cuento es: Usted tiene solamente derechos, con las obligaciones no pasa nada. ¿Qué se hace como mostración? De nuevo una poda: todos los derechos son de minorías, que se extraen dejando sin ningún derecho a las mayorías. Es la guetificación, el proceso interno del campo de concentración. Son los distintos colores (y símbolos) dentro del campo de concentración que, en el caso de los alemanes, eran 16: los más importantes eran el rojo de los políticos y el verde de los comunes; los judíos usaban el amarillo, los gitanos, los profesionales, otros colores. Esta guetificación o división producida dentro del campo engendró la lucha política por los puestos de kapo. Y bien: ¿no es éste el modelo?
También en los campos de concentración carecían de sentido (están confundidos) lo público y lo privado. Tenía derechos aquel grupo que había logrado la mayor cantidad de kapos, que eran los que mantenían las relaciones con la guardia exterior. Así funcionaba, y funciona, el campo. La obligación de los kapos es mantenerlo funcionando, sin molestar afuera, donde estaba la SS Totemkopf (hoy la fuerza Delta y la infantería de Marina estadounidense), que intervenía solamente cuando era llamada por los kapos y por la administración del campo, que estaba en manos de los prisioneros en todos los casos. También había en los campos liberal-socialistas que decían lo que se les ocurriera, igual que aquí.
El modelo de colonización anglosajona, que es éste mismo, es el modelo de organización de la sociedad (el campo estaba apoyado, no en una ausencia de legislación sino en una rígida reglamentación donde figuraban las raciones, el trabajo, los privilegios (lo que todos debían cumplir, pero algunos no), etc. Por ésto yo sostengo que esa es la organización final que adopta esta modernidad. De ahí que la suya sea una cultura de la muerte, como en los campos, puesto que los campos de concentración no eran otra cosa que campos de la muerte, para los judíos y para todos los demás. El Infierno siempre está bien organizado. Hasta mejor que el Cielo, diría yo, porque en el Cielo, por ejemplo, todos opinan…
Yrigoyen y Perón leían a Krause
Hemos dicho que el futuro estado comporta la existencia de ciertos derechos, y podemos añadir que también supone la presencia de otros que se derivan de aquéllos: la participación amplia y la democracia social, orgánica y directa, que es la única democracia verdadera que existe, y no hay otra, tal como lo expuso Perón a lo largo de su vida y lo fundamentó con profundidad y precisión en La comunidad organizada.
Paradójicamente o no, tanto Perón como Yrigoyen leyeron los mismos libros. Uno de los grandes sostenedores (modernos) de la democracia social, orgánica y directa fue Krause, un filósofo belga que enseñaba en Lovaina y de quien fueron alumnos muchos españoles entre 1830 y 1870, más o menos. Tales alumnos crearon después una tendencia dentro del liberalismo español, que patrocinaba el desarrollo de la democracia social. A tal grado que el partido Liberal, cuando se organizó como partido, se dividió en dos partes: una que se llamó partido Liberal y la otra conformada por varios sectores, unos que crearon finalmente el partido Socialista (Pablo Iglesias) y otros que terminaron en el nacionalismo. Estos últimos coincidían con los carlistas, que eran también partidarios de la democracia social y que no querían partidos liberales. De modo que en esta cuestión estaban de acuerdo.
El krausismo en España fue el origen del pensamiento político de Yrigoyen, que tenía un sólo libro de Krause pero había leído a otros autores: Donoso Cortés, Joaquín Costa (un agrarista español del siglo XIX), que sostenían también el tema de la democracia social y directa, una cosa que ya estaba en las tradiciones mismas del fuero y del desarrollo político del pueblo español.
No sin pelea el liberalismo les fue impuesto a los españoles desde afuera, tanto por los Borbones como por el grupo liberal masónico -uno de cuyos grandes númenes fue don Alejandro Le Roux, que comenzó como agitador en el barrio de la Barceloneta (le decían “el emperador del Paralelo”, pues el Paralelo es el paseo de la Barceloneta), fue después jefe del partido Liberal en Cataluña y, ya viejo, miembro del último Parlamento de la llamada República hasta el años 36-, pero en eso también estaban los conservadores Dato, Canalejas y Maura, creadores en España del liberalismo autoritario, que siempre estuvo en el origen de los partidos políticos actuales.
El liberalismo en Iberoamérica
Pero si el liberalismo en España quedó sepultado, no ocurrió lo mismo ni en la Argentina ni en el resto de América.
La guerra civil en Venezuela entre los liberales amarillos (populares, del interior y sin doctrina, sobre todo en los llanos del Apure, de donde era Páez, uno de sus últimos caudillos) y los liberales violeta (elitistas) del partido Liberal duró aproximadamente hasta 1914, y los amarillos, que planteaban una participación popular, pero sólo a medias, fueron obviamente los derrotados. ¿Qué pasó después? Venezuela se llama Estados Unidos de Venezuela, que no son ni “estados” ni “unidos” y no se sabe si son “Venezuela”; lo único que se sabe es que Venezuela es Caracas, todo lo demás se ignora; a los gobernadores los nombra el presidente, como en los “Estados Unidos de Méjico”, donde todas las designaciones son “a dedo”, al igual que en Chile. La provincia argentina que tomó este modelo unitario en su Constitución (en realidad el clásico modelo británico colonial) fue Salta, donde el gobernador nombraba a los intendentes hasta la reforma del gobernador Roberto Romero.
Lo otro, lo contrario, la auténtica democracia, se dio aquí oscuramente. Tardó incluso dos siglos en manifestarse como doctrina. Siendo lo que es desde el principio, el problema consistía en cómo abrirse paso desde la base, desde el pueblo, hasta las clases ilustradas, diríamos, y hasta la constitución de una teoría. Eso recién ocurrió con Perón.
¿Por qué Yrigoyen no quería el partido? Porque no estaba de acuerdo con el partido, buscaba otra cosa. Y eso que buscaba era el Movimiento. ¿Qué significaba el Movimiento? Significaba participación, que no es un partido, sino una misión de los argentinos, como decía Yrigoyen. La idea no es la de una parte o una parcialidad, sino la de que dentro del Movimiento puede haber distintas cosas y la de que quien se ubica fuera del Movimiento está ya fuera de la Argentina, lo cual -como ha quedado demostrado en los últimos cincuenta años- es totalmente cierto. ¿No pensaba Perón lo mismo, con más desarrollo teórico, con más claridad y aún con más poder político? Pero ¿por qué todos estos “más”? Porque Perón se apoyaba en toda la experiencia anterior, como lo contó en Tres revoluciones militares.
Perón, siendo capitán, se había opuesto a Yrigoyen, porque en su reflexión el régimen yrigoyenista resultaba un calamidad. Y es de la reflexión de los vencidos de donde sale la nueva victoria, y siempre fue así. Porque para Yrigoyen, respecto de Alem, también fue así la reflexión sobre la suerte del federalismo, sobre Alsina y sobre cómo era el aspecto que todo ésto tenía.
Toda verdadera revolución es, en realidad, una restauración
Por esta misma razón yo he afirmado que toda verdadera revolución siempre es, en realidad, una restauración, y que toda restauración es también una novedad. Cuando me he referido a la continuidad, también afirmé que sólo se puede conseguir así. Es una memoria y es nuevo. Pero es nuevo porque es una memoria, no porque no lo es. Una memoria de lo esencial, no de la anécdota. De la anécdota no se tiene memoria ni hay necesidad; es para los libros. Lo que importa son las cuestiones que verdaderamente son constantes, que es de lo que estamos tratando. Eso sigue existiendo y presenta siempre los mismos embrollos.
Nosotros hemos propuesto al debate, en 1994, una proforma de Constitución, un punto de partida para pensar. Y no se puede pensar sin partir del argironomoi, de la historia, de la investigación de estas cosas, y de extraer -y por tanto escuchar- a quienes viven hoy. No qué quieren, o qué necesitan, sino la lectura de su propia vida, que es mucho más que eso. Se trata de indagar cómo estos hechos de hoy se pueden proyectar hacia un futuro, si tienen futuro. Un pensar no sirve si no contiene, necesariamente, estos elementos de tradición y de cambio: elementos del pasado y de futuro condensados y comprendidos en un presente.
El camino más fácil, el de decir “acá cortamos y empieza otra cosa”, resulta siempre un camino perdido, porque nunca es “otra cosa”, siempre es una vuelta atrás. Ésto es lo que hicieron realmente los soviéticos, y con ésto los revolucionarios franceses hicieron perfecto el estado de Richellieu, perfecta la explotación oligárquica y burocrática.
La devolución ecosistémica
Se ha dicho que propongo una “revolución ecosistémica”, pero yo no he hablado de “revolución”, a consecuencia de lo que han resultado ser las revoluciones modernas. Desde el punto de vista conceptual existe lo que muchos en nuestro tiempo piensan que es una revolución, pero los hechos nos han venido mostrando con claridad lo que las revoluciones son en la práctica. Una identidad de nombre supone una identidad de proceso, y un mismo resultado también. No estoy de acuerdo para nada con el resultado de ninguna de las revoluciones modernas, es decir de aquéllas que participan de la idea de “revolución” consistente en cambiar lo blanco en negro y lo negro en blanco, de hacer un corte de la historia y decir “ahora hacemos otra cosa”, de aquéllo que se llama como proceso, desde 1517 a la actualidad, “la revolución mundial”, incluida la globalización como revolución del nuevo orden mundial.
Hubo otras series de hechos que sí efectuaron cambios considerables y no se llamaron revoluciones o, si así se los denominó, fue de otra manera y en otro contexto. Por caso, la revolución justicialista, cuyo nombre no era en función del proceso de la “revolución mundial” sino en oportunidad y ocasión de la existencia de ese proceso, con el cual no tenía nada que ver; la identidad, por tanto, sólo fue semántica. Como a esta altura de los acontecimientos resulta ya difícil separar las palabras -el problema semántico se ha convertido en un problema grave- no creo que lo que haya que buscar sea una revolución sino una devolución o, en otras palabras, que nos sea devuelto aquéllo que nos ha sido robado. En rigor, lo que los pueblos quieren es eso.
Los pueblos quieren que se les devuelva lo que les pertenece, que les ha sido enajenado, apropiado, por estados enemigos, empresas, grupos y oligarquías. Que les sea devuelta su cultura, su patria, su patrimonio, su capacidad de administración, su capacidad de decisión, su soberanía verdadera y todo lo que es consecuencia de ésto (trabajo y familia, por ejemplo).
¿Ecología o cotos de caza del Primer Mundo?
Cuando yo hablo del “ecosistema” es también por oportunidad, porque hay un montón de tontos que andan detrás de la “ecología” que difunden Greenpeace, Wild Life Foundation -de la cual es presidente el príncipe Felipe de Inglaterra- y personajes como María Julia Alsogaray, todos ellos tributarios de un mismo tema: preparar los grandes cotos de caza y de vida silvestre para cuando terminen de eliminar a los hombres que sobran, más de cuatro mil millones según sus cálculos (Jacques Cousteau, ecologista y empleado modélico del Primer Mundo, llegó a asegurar que mil millones sería el número ideal que soporta el planeta) y a las generaciones de sus descendientes futuros. Ésta y no otra es la “ecología” del Primer Mundo, sea de origen manifiestamente británico o de procedencia sueca, porque toda ella está inspirada por la misma idea: la de una ciencia, tremendamente cuestionable, del “equilibrio” ecológico en su discurso pero cuyo manejo real redundaría en un monstruoso desequilibrio de la Creación. ¿Por qué? Porque para esta supuesta ciencia es “el hombre” en general -como linaje “culpable”- el que estropea todo. Ante planes como éste puede decirse, sin sombra de dudas, que la única especie en peligro es la especie humana.
Este interés por la naturaleza, que ha dado origen a cuatro o cinco canales de televisión por cable, a una abundante literatura infantil y a una subcultura de lo instintivo, es una especie de ersatz respecto de una idea liberal muy acendrada, como es el “retorno a la naturaleza” o la “teoría del buen salvaje”, porque detrás de ésto está el Emilio de Rousseau y Robinson Crusoe de Defoe. Daniel Defoe es el burgués perfecto tanto en su vida como en lo que escribió, en especial el Almanaque que publicaba anualmente y que Peuser imitó en la Argentina haciendo El Almanaque del Mensajero.
Especularidad del pensamiento contracultural
Ha ocurrido últimamente algo muy importante en el seno de la contracultura -que ellos pretenden sea la cultura-: se ha iniciado un proceso de especularidad del pensamiento. En la historieta Mandrake el Mago, éste se encontraba muchas veces frente a la “gente del espejo”, proveniente de otra dimensión a la que se entraba atravesando los espejos. La gente del espejo estaba al revés que la gente de este lado. Un fenómeno similar se ha verificado con dos conceptos que son fundamentales en la contracultura occidental de los últimos dos siglos: historia y naturaleza, que están íntimamente ligados a los conceptos de conciencia y no- conciencia, ya que historia se supone que solamente es la ontogénesis del hombre y su filogénesis corresponde a lo que es naturaleza.
Para esta concepción del género humano la ontogénesis -o sea la historia- incluye la conciencia respecto del devenir o conciencia del tiempo. La naturaleza, según esta gente, no tiene conciencia del tiempo en tanto devenir, sino en tanto una circularidad repetitiva constante (movimientos celestes, estaciones, temperaturas, noche y día, esto es, la sucesión circular de estos fenómenos). En ese marco, donde el hombre también vive y está inserto, el hombre tiene conciencia de su propio devenir, que no es ese. En el siglo XIX, al momento de aparecer los naturalistas hablando de “historia natural”, un verdadero contrasentido ya que historia señala una conciencia de sí y naturaleza un ser que no tiene conciencia de sí, se suscitó una discusión sobre este asunto. En ella intervino también Hégel y puso un poco de claridad en medio de la batalla al calificar a la naturaleza como un en sí y a la historia como un para sí.
Ese concepto de “historia natural”, que es de algún modo el dominante, esta confrontación cada vez más aguda desde el Reanacimiento entre historia y naturaleza, no es otra cosa que el reflejo de la independencia de la urbe respecto de la natura: asfalto, iluminación nocturna, agua corriente, es decir independencia respecto del sol y la luna, del día y la noche, de la temperatura (invierno-verano), de las épocas de siembra y de cosecha o de inseminación y parición. Una diferenciación neta, ésto es la urbe, la civitas, la ciudad.
Aquí también griegos y romanos
Esta diferencia y cuasi oposición urbe-naturaleza ya existía para los griegos, cuyas ciudades estaban tajantemente circundadas por un medio ambiente árido, poco atractivo e improductivo desde el punto de vista agrícola. Quedó así fijada entre ellos una relación conflictiva entre historia y naturaleza, particularmente en Atenas -un promontorio de piedra- y en Esparta -en el estrecho y también pedregoso valle del Eurotas-, aunque no fue así en Tebas, ubicada en medio de la Arcadia, región a la que canta Hesíodo al recordar esa, su cuna, en Los trabajos y los días. El aislamiento de sus ciudades llevó por tanto a los griegos a considerar como extranjeros –ilotas en el caso de los espartanos- a quienes vivían fuera de sus límites, y a pensar que campesinos y forasteros eran gentes de rango inferior, por lo que les llamaron bárbaros por la manera balbuceante (bar-bar-bar) en que les resonaba su lengua.
Los romanos, que tenían una genealogía más campesina que urbana, fueron más integrales que los griegos: para ellos la urbe no era la Roma quadrata encerrada dentro de sus murallas, sino las tierras adyacentes que conformaban el ager publicus (que dependía del municipio) o el ager civitatis (que dependía del senado). Con la romanización de la cuenca del Mediterráneo y el paso del tiempo esos ager derivaron -en España, por ejemplo, hasta principios del siglo XX- en los propios o bienes públicos de la municipalidad (y aún hay una avenida en Montevideo que se llama Propios). ¿Qué pensaban los romanos y sus sucesores? Que esta especie de “ciudad-campo” era una “explotación común” (no privada), y a lo largo de más de 2.000 años ella se hizo costumbre capaz de causar asombro entre extranjeros visitantes e invasores de todo pelo. La relación historia-naturaleza fue, pues, mucho menos contradictoria en Roma y en el seno de las culturas romanizadas que la que habían tenido los griegos.
Todos los símbolos romanos son símbolos campesinos: la fundación de las ciudades se hace con el arado, el fascio está compuesto por el hacha y las varas que ha cortado, y hasta los héroes de la primera Roma, la Roma quadrata, son campesinos. Y eso fue lo que echó de menos Catón al plantear la reforma de las costumbres, cuando aconsejó a los patricios un retorno a la vida virtuosa por medio del cultivo de sus propias tierras y se pronunció en contra del empleo de esclavos en las faenas. Tenía razón, pues la Legión se había fundado en su origen en el ciudadano del ager publicus o privado (latifundia) armado, el campesino en armas. No era legionario por entonces el hombre de ciudad, a quienes se excluyó del servicio de las armas. Más tarde los federati sí fueron parte del ejército y hacia el final del Imperio ya no había romanos en él, ni siquiera en sus mandos superiores: el último general romano fue Aecio, que derrotó a Atila, (hay una novela sobre su vida que se llama El último romano). Para entonces el ejército romano se nutría de efectivos entre los pueblos de la frontera (germanos, españoles, galos, pero ningún italiota) a quienes se proveía de insignias y grados romanos. Pero ya eran otros. Y fue este proceso el que permitió el nacimiento de las nacionalidades.
La ciudad renacentista
Otra cosa es la urbe renacentista. La ciudad renacentista no es la ciudad romana ni la ciudad medieval: es LA CIUDAD con mayúsculas. Y lo es por oposición al “campo”, en el que se proyectan todas las “tinieblas exteriores”. Los hombres del Renacimiento retoman el concepto de las ciudades griegas, y es por eso que imitan la polis y se dejan guiar por todos los ejemplos dejados por los griegos. Todo lo malo de los griegos lo pensaron los renacentistas: para ellos eso era lo clásico, y así lo transmitieron, olvidando tomar también lo bueno. Los mapas de la Florencia o el París del siglo XV están delimitados absolutamente por la muralla, a tal grado que el arquitecto Alvar Aalto hace una comparación: se pregunta qué es la ciudad, toma un mapa de la ciudad de Brujas y un corte del músculo sartorio, comprueba que es exactamente igual y concluye en que “la ciudad es el músculo de la civilización”.
En realidad la ciudad es el músculo de la historia de ellos. Lo demás queda fuera de la historia; lo demás es naturaleza. Ya en el período de Dante es así, por eso Dante está en la “selva oscura”. No es en la ciudad donde encuentra a Virgilio, sino en la selva “más selvosa y más obscura”, donde también están las fieras. El, un habitante de ciudad, un florentino emigrado y exiliado que vivió en París y en Rímini, siempre en ciudades, pasa por delante de las fieras, con mucho miedo al principio, sin que le hagan nada. Hay ahí una especie de conflicto, de tropismo de vuelta hacia la naturaleza por este abandono, que se ve en toda la civilización de la modernidad bajo aspectos deformes como los balnearios y el turismo de aventura, por ejemplo. Es el retorno, la misma idea que tenían Rousseau y Defoe, pues la ciudad renacentista dejó una especie de vacío en la gente. Esto que se proyecta desde hace más de 500 años, llega a un punto en que aparece, como hice notar antes, especularmente cambiado: de golpe la historia se ha hecho naturaleza y la naturaleza se ha hecho historia.
Otra confusión: “ecología” e “historia”
No somos pocos los que observamos que, desde Walt Disney en más, la mayoría de los adolescentes no adquieren la madurez propia de su edad y a los 18 años siguen siendo infantiles. Es una historificación de la naturaleza: la naturaleza resulta impregnada de las categorías de la historia. Con el pato Donald, con Tom y Jerry o con el chanchito Babe se aíslan los comportamientos del animal -o de la planta- para demostrar que son humanos o similares a lo humano. ¿Qué resulta ser la ecología dentro de este paradigma, sino el cuidado de ésto que es también una “humanidad” y una “historia”?
Al mismo tiempo, el tratamiento que se da a la historia es el de un régimen de naturaleza, ocurra lo que ocurra: el mercado, la libertad, cualquier cosa, todo está librado a su propia ley. Es un tratamiento inverso: se historifica la naturaleza y se naturaliza la historia, y de ese tratamiento nace una ecología torcida, natural con las categorías de la historia y no las de la naturaleza y por tanto ahistórica, demoníaca podría decirse, que quiere cuidar a la naturaleza y busca destruir al hombre. La naturaleza, por sí misma, ha venido destruyendo infinidad de especies desde hace millones de años, pero lo increíble es que ahora se habla de “especies en peligro”. Bueno, sí, es la especie humana la que está en peligro. Precisamente porque este tratamiento ha permitido una la explotación inmisericorde de la naturaleza que, en primer lugar, ha sido una explotación inmisericorde del hombre, y subsecuentemente de la naturaleza.
El saqueo es un saqueo del hábitat del hombre, no de la naturaleza. Pero al mismo tiempo, dando un tratamiento natural a la historia, la desnaturalizan totalmente y le roban al hombre, o intentan robarle, su verdadero nicho ecológico, que es la historia. En la pretensión de llegar al “fin de la historia”, obviamente. Porque el hombre no vive ni en la selva ni en el desierto, ni en el lago ni en el mar, ni en la montaña, sino -con todo eso- en un hábitat que es de él, que ha creado él por ser hombre: el hábitat de la historia del hombre.
Cuando el hombre creó la ciudad, este proceso de separación que cada nación vivió de manera diversa, no inició un proceso de oposición, sino de un hábitat asequible a la conciencia del devenir, o sea a la conciencia de la historia. Era un hábitat para el co-operador en la tarea de la Creación.
El hombre es el único ser viviente que crea su propio nicho ecológico, su propio ecosistema. Frente a esta realidad la contracultura interpone la oposición “naturaleza-cultura”. Pero el nicho que crea el hombre es cultural y ecológico a la vez, y hasta la aparición del Renacimiento no hubo incompatibilidad entre ambos términos. El nicho cultural-ecológico del hombre, su ecosistema histórico, está inserto en el sistema ecológico de una manera. Inserto no quiere decir ni subordinado ni supraordinado, sino que tiene una relación, y esta relación es de equilibrio necesario. El hombre sólo es relativamente independiente del ecosistema natural; sólo los ángeles lo serían de modo absoluto. Y lo que se ha quebrado es este equilibrio.
Saqueo de la tierra, y del hombre
La hipocresía de tratar a la naturaleza como historia encubre, en realidad, el tratamiento real del ecosistema histórico del hombre como si fuera naturaleza, es decir saqueándolo. Ha sido la misma clase de hombres la que ha saqueado a la naturaleza y a sus semejantes. Primero han saqueado a la naturaleza y ahora la defienden, un comportamiento oligárquico, o fariseo, típico. Y habiendo llegado a este punto, mientras libran a la historia a sus propias leyes, según ellos, lo que hacen es destruir ahora el ecosistema histórico, que es donde el hombre tiene su morada. No es que cuidan a uno y destruyen al otro. No. Después de haber destruido a uno destruyen al otro también. Por lo tanto no puede haber hoy un cambio verdadero en la situación histórica de ningún pueblo sin que este cambio signifique necesariamente una defensa conjunta del ecosistema histórico y del ecosistema natural. Porque ambos no son dos, sino uno solo. El arribo a una conciencia de integridad no es el deísmo imbécil de los tipos que dicen que el planeta Tierra es una diosa – Gaia, mala pronunciación de la Gea griega- o un organismo vivo. Pero la Tierra no es eso.
La Tierra no es ni una diosa ni un organismo: es el hogar del hombre, y nadie que esté en sus cabales va a dejar de cuidarlo, va a quemar o destruir su hogar (sólo éllos se han dedicado a eso). Y es también el hábitat del hombre. No puede haber, por esto mismo, ningún cambio que no integre estas dos cuestiones. Y ésta es la clave de por qué se trata de una cuestión ecosistémica, entendiendo que el ecosistema humano es principalmente histórico y secundariamente natural. Y el ecosistema de la naturaleza es principalmente natural y secundariamente -en la medida de la existencia del hombre- histórico. La cooperación en la Creación significa también ésto: un cuidado que no es el cuidado del jardinero o de parquista, sino la construcción de su hábitat sin destruir, porque no es necesario una vez asumida la conciencia de cuál es la verdadera estructura interna de la naturaleza.
El mandato recibido por el hombre es el de “dominar y henchir” la Tierra, pero para estos enemigos del hombre todo dominio es destrucción en todo sentido y no conciben otra forma. Lo es respecto del derecho de propiedad, al que conciben como un absoluto al punto de pensar que realmente pueden incendiar o hacer volar su vivienda, por ejemplo, si se les ocurre. Al que hiciere ésto el juez debe ponerlo en la cárcel por delincuente. Obviamente, el propietario-delincuente apelará aduciendo que se trataba de “su” propiedad, pero esa propiedad está limitada por y sometida al interés público y a la necesidad de la comunidad, y no a lo ocurrente que pueda ser cada uno. Pero para la burguesía el derecho de propiedad no es así.
La búsqueda del equilibrio entre el ecosistema natural y el histórico-cultural es lo que verdaderamente crea el nomos. El nomos es un contrato, un pacto, un acuerdo entre el hombre y la tierra. Y ese es el origen de la norma: es inter-homnes, pero en función de la relación del hombre con la tierra. La norma no es exclusivamente inter-homnes, como la concebía, independientemente de todo otro factor, el Renacimiento, y más todavía la burguesía, que es independiente también de los hombres. Y ya que estamos ¿no lo concibieron también así los marxistas, siguiendo disciplinadamente -como corresponde- a sus maestros burgueses y a Rousseau? Por lo menos así resultó el “derecho” soviético, en caso de haber existido alguna vez, porque en la URSS la norma positiva también se apoyaba en Kelsen: ¿Cuál era su origen? La fuerza, nada más. ¿Cuál era su justificativo? La fuerza, únicamente la fuerza. El resultado, en ambos casos, es la negación de la existencia del derecho natural.
¿Cambiar qué?
Los hombres no pueden hacer cualquier cosa. La historia implica limitaciones y no cualquier basura caprichosa, porque se paga carísimo y durante mucho tiempo. En la historia ocurre como en cierto cuento de ciencia-ficción en el que los protagonistas viajaban en el tiempo y hacían excursiones de caza en el precámbrico: uno de ellos pisa una mariposa y sus compañeros se lo recriminan, y cuando vuelve a su tiempo descubre por qué: se habla otro idioma.
Cambiar algo en la historia implica saber para qué se cambia. Es un llamado a una conciencia verdadera: cada hombre es responsable de un engranaje del mundo, a veces grande aunque por lo general pequeño, pero las consecuencias de lo que haga con él no suelen ser pequeñas: se amplían, dado que la historia es un amplificador de los hechos del presente. Creer lo contrario es, metafóricamente hablando, como mirar por el telescopio al revés: en ese caso lo que se ve diminuto es el futuro, no el pasado. Tal es la perspectiva histórica, y cada uno debe hacerse responsable de esta cuestión, que no es sólo un problema de perspectiva.
Cada acto que uno ejecuta tiene sus consecuencias inmediatas y mediatas, más o menos próximas y también lejanas. Como entre esas consecuencias hay muchas que no se saben, hay que ser prudente. Y la prudencia no excluye el cambio; por el contrario, lo preside. Prudencia no es cobardía: el que no quiere cambiar nada es porque tiene miedo. El que es prudente no tiene miedo: es capaz de ir más allá, y cuando no va más allá es porque no debe, no porque no puede o porque teme. Tal fue el caso de Perón.
Ahora, está también el que quiere cambiar absolutamente todo. Es ésta otra forma de incapacidad de enfrentarse al desafío de la época con una conciencia superior. O ¿qué clase de conciencia crítica es una conciencia que no es capaz de abarcar lo criticado, de no comprenderlo en profundidad o de negarse a comprenderlo? ¿O de decirse “ésto es malo” y añadir de seguido “me importa un bledo”? No, si esto es malo no debo seguir adelante. Pero se interpone la pereza, pecado capital que, al sumársele la pereza intelectual constituye un doble pecado, una doble ofensa -por desprecio- al espíritu.
El cambio ecosistémico implica una devolución (restitución)
El cambio ecosistémico es la devolución. Devolución al hombre de su ecosistema histórico y devolución, al hombre también, del ecosistema natural del cual vive. ¿No nos ha sido robado? ¿Qué perfeccionan los supertankers, que hacen la carrera del Golfo al Japón, sino un robo? Roban porque no sirven, porque se quiebran y ocasionan en todas partes derrames de petróleo. ¿Contra quién es eso?
¿Contra Saddam, que lo vende? ¿Contra el propietario del supertanker, que lo tiene asegurado? No: es contra todos nosotros. Perturban o directamente destruyen el ecosistema, tanto histórico como natural, de dos maneras: de la manera más obvia, por la destrucción del ecosistema natural cuando se quiebran.
La otra manera es cuando no se quiebran los supertankers y llegan hasta el Japón. ¿Para qué? ¿Para mantener en funcionamiento una maquinaria que hace que el Japón sea el lugar donde los niños se suicidan? ¿No es precisamente eso la destrucción del ecosistema histórico? Pero no sólo del japonés; del nuestro también. ¿O de qué cuernos se nutre todo ésto?
Por tanto ¿cómo es este tema? ¿Son los pingüinos empetrolados o somos nosotros, por otras razones más empetrolados que los pingüinos, pero sin el petróleo encima? Porque lo que también ha sido “empetrolado” es el espíritu.
En cada acto de esta larga serie hay una violación doble: la del ecosistema histórico, connatural del hombre, y la del ecosistema natural de la Tierra, el planeta del hombre.
No hay, en consecuencia, posibilidad alguna de un cambio, de una devolución, que no sea ecosistémica en todos los sentidos: una recuperación de la historia y una recuperación de la naturaleza al mismo tiempo, porque ya son indistinguibles para el hombre de hoy. No hay ninguna separación, salvo la separación renacentista que hemos mencionado más arriba. No hay ninguna muralla, nada está librado a las
“tinieblas exteriores”: hoy las tinieblas son interiores.
Cuando Su Santidad Juan Pablo II habla del tema del Jubileo del Año 2000, no se refiere sólo al Jubileo sino también sobre el derecho de las naciones. Este derecho de las naciones está insertado en el ecosistema humano histórico, que no es solamente el tema del Jubileo.
La pregunta es: ¿Por qué el tema del Jubileo? ¿Es en desmedro del aborto, la manipulación genética, los pingüinos empetrolados incluso? No, es precisamente remarcando estos hechos. Respetar el derecho de las naciones significa respetar el derecho de los pueblos, su autodeterminación. ¿Qué pueblo estaría de acuerdo con derramar petróleo en el mar e impregnar la atmósfera de ácido sulfúrico o partículas de cobre? Ninguno, obviamente, pues todo el mundo tiene sentido común y conciencia de que después deberá respirar ese aire. Salvo los otros, los que lo hacen, que evidentemente no piensan así. Como si no fueran humanos.
¿Lo serán? ¿O son como los harkonnen de Dune, que destruyen todo por fuera pero también llevan la destrucción dentro de ellos? ¿Por qué destruyen? Porque están destruidos. ¿Qué les queda de humanidad? Poco, la forma. Pero son muertos. Por eso pueden hacerlo, sin que les importen ni la responsabilidad ni las consecuencias. No tienen responsabilidad. No les interesa tenerla. Están afuera. Los que están en las “tinieblas exteriores” son ellos. Esa es la realidad.
Las “tinieblas exteriores” no son otra cosa que la negación. El acto consecuente, constante y permanente de negación del hombre en tanto tal empieza por la negación de Dios en tanto tal; del Creador en tanto tal y, por consiguiente, de la creatura. No es posible negar la creatura y afirmar al Creador. Toda negación es de ese porte. Por eso es infernal. Ese acto de negación es desnaturalización respecto de la naturaleza humana; es una negación absoluta, no relativa, del hombre y de la humanidad en tanto tales. Es no existencia, no vida. Por eso Su Santidad dice con toda claridad “cultura de la muerte”. Y es evidente.
¿Para quién no es evidente? Para el imbécil que, ocluido dentro de la campana de la contracultura, no razona nada, o para el interesado que saca beneficios de eso, vicario de los dioses del Mercado.
La unidad del continente
Creo francamente que “continentalismo” es ya una palabra del pasado. No así un concepto, como se advertirá. Son dos cosas distintas. Perón hablaba del continentalismo cuando todavía no existía siquiera la Comunidad Europea con los rasgos políticos de hoy, sino la Comunidad del Carbón y del Acero, el Benelux, en Europa.
La integración de un continente es algo natural, y es primero política y después económica. Independientemente de que por vía económica puedan lograrse algunas cosas, mientras no aparezca la integración política no puede considerarse que eso sea algo serio y sólo denuncia la naturaleza de quienes lo hacen: estar unidos ellos y mantener divididos a los pueblos. Divide et impera.
La contracultura busca una unidad de homogeneización en su propio beneficio. Es la homogeneización en la nada. Entonces ellos podrán hacer la “unidad” siempre que sean nada. ¿Quién haría la unidad? Nadie, porque no hay nada.
Una unidad real del continente es, por tanto, una unidad diversa, heterogénea, como es toda unidad. Aún participando de una misma substancia, la Trinidad es una trinidad. Son personas, no un licuado.
Toda unidad supone una cantidad de elementos comunes y una cantidad de elementos diversos; respeto por los diversos, acentuación de los comunes. Esto es simple: la unidad se hace con los elementos comunes y con la tolerancia absoluta de los elementos diversos.
La unidad no puede estar basada en el mercado porque la personalidad de un continente unido implica la inexistencia de ese concepto. Pero no es un problema de condición. No es que yo piense que ésta es la precondición. No creo en eso, porque no tengo la historia agarrada por la cola ni creo en un “deber ser” de la historia. Pero calculo que es bastante imposible, estando como estamos en una época de saturación contracultural, que la cultura construya una unidad política de tal carácter mientras la contracultura, plenamente oficializada en todas las redes comunicacionales del Imperio, conserve el poder que muestra hoy.
La contracultura debe ser limitada, o destruida, para que la cultura de nuestra propia modernidad consolide y alcance sus objetivos, que están postergados o cuyo tiempo aún no ha llegado. Esta es una construcción lenta: tiene nada más que los años de esta conciencia y, detrás, cinco siglos durante los cuales se desplegó parcialmente.
El precedente incaico
El precedente más claro de una conciencia de este porte lo encontramos solamente en el Imperio Incaico, un símil de Roma cuyos guías tenían metas y objetivos claros: se proponían integrar en una unidad la diversidad y sabían cómo hacerlo. Pero estaban limitados por su hábitat, a tal grado que llegaron nada más que hasta sus bordes. No pasaron de los boquetes de la precordillera en el sur, el norte y el este, y pienso que trascender esos límites los habría obligado a una transformación enorme.
Los incas asentaron su imperio sobre un larguísimo proceso anterior, de otro tipo y con una conciencia política más limitada, pero quizá de mayor desarrollo que el que ellos alcanzaron. Desarrollaron un aspecto que los otros no habían desarrollado, probablemente debido a la dureza de su hábitat, ya que sus antecesores -nazcas, chimúes, mochicas- habían vivido, con un desarrollo cultural mayor, pero políticamente muy inferior, en los ambientes mucho más benignos de los valles intermedios y la costa peruano-ecuatoriana.
El genio de los incas fue el genio político y, en este sentido, su presencia en América fue única. Por eso, siglos más tarde, Belgrano propuso coronar a un descendiente de los incas en medio de las risas de los “revolucionarios” de su época y San Martín y Bolívar pensaron en los términos del modelo incaico. Los tres, y también otros, habían logrado situarse en una conciencia geopolítica de cuál era el centro del continente, ya que por entonces peleábamos contra Lima, corazón del poder colonial en mayor medida aún que México. Es que los españoles, que tampoco eran tontos y también aplicaban a sus actos la vara de la realidad, habían decidido en el siglo XVI que la capital estuviera cerca del Cuzco, aunque más cercana a la costa.
¿Por qué apostar a la conciencia?
Hemos estado hablando de una conciencia de hace 500 años, de una conciencia anglosajona moderna y de una especie de nueva conciencia, pero ¿por qué apostar a la conciencia? No creo que al hombre le haya ido muy bien apostando a la conciencia. Toda la modernidad anglosajona apostó a la conciencia, a una idea antimetafísica y psicológica de lo que significa la palabra conciencia. Porque para ellos “conciencia” es el conocimiento, ésto que han construido y diseminado por el mundo. Para ellos y su “corrección política”, eso implica conciencia. No implica no-conciencia, pero ¿es cierto ésto? No, no es cierto.
El problema, desde mi punto de vista, no es un problema de la conciencia sino de la aprehensión de lo que nos rodea, del mundo en todos los planos. Y esta aprehensión no es un aprendizaje sino una sensación primera, una percepción primera después de imbuirse de cómo es uno, cómo son los demás y la relación entre ambos términos. Esta aprehensión no es una “comprensión” sino una comprehensión, un abarcar, de la misma forma en que un poeta escribe, un pintor pinta o un escultor esculpe. No es una cuestión estrictamente racional: ésto es mucho más, porque es sagrado. El 17 de octubre los argentinos no dijeron “vamos a hacer el 17 de octubre” u “hoy vamos a escribir la historia”, lo hicieron. Y les salió algo que cambió todo para siempre en la Argentina. ¿Cómo? Se les escapó -y se les escapa- a todos, nadie lo sabe realmente en profundidad, simplemente fue así. Simplemente fue. Bueno, eso parte del saber, no del conocimiento.
Cuando digo “es sagrado” -porque el arte es sagrado originariamente, y sólo en el período moderno ha perdido su naturaleza sacra- digo que lo es por el proceso de obtención de la obra, por un lado, y por la inspiración, como se la llama, por el otro. La inspiración es cosa que proviene de lo alto: los griegos pensaban en las musas, un tropo poético que, en un período pagano, era la forma que tenían de referirse a la divinidad, a la inspiración del Espíritu. Era el soplo del Espíritu. Y ésta inspiración, musa, soplo o don del Espíritu al parecer sirve sin necesidad de muchas explicaciones ni rodeos, porque todo el mundo entiende de qué se trata. Este saber no es producto de “la conciencia”: es simbólico, es un saber ínsito, no enseñado pero aprendido.
El saber verdadero se aprende en todos lados, viene del mero vivir, y si pudiéramos recordar nuestra infancia lo comprenderíamos mejor. Viene del mero vivir acá. Del estar que construye el ser. Porque ese estar no es un estar quieto, un estar de cosa, sino un estar de hombre. Y necesariamente este estar de ser humano es un ser. No hay ninguna necesidad de separarlos, como hace Kusch, porque no es posible en absoluto para nadie separar este estar del hecho de ser. Ni es posible meramente estar y construir con el estar una cosa, porque el mero estar es un estar de cosa, que el hombre jamás ha sido, ni puede ser. No es un estar de cosa; es un estar como parte del ser, únicamente. Y este estar, y esta construcción del ser en el estar, es lo que de última constituye-construye la cultura. La construye, la hace, la vive, la respira, la muestra, la resguarda o la oculta, es lo mismo. La separación entre enseñante y aprendiz, el tipo de relación maestro-alumno, no existe en ésto. En realidad existe de alguna manera, pero ¿quién es el maestro? Porque, en la realidad, todos somos discípulos. Todos son maestros de todos, todos son discípulos de todos. El Papa Juan Pablo II lo ha expresado en estos términos: “El aprendizaje es cada vez más autoaprendizaje”.
Si la persona es correcta, si aspira a la perfección y a la verdad, el aprendizaje tiene que ser autoaprendizaje, pese a lo cual está la cátedra para enseñar en lo esencial; no el todo, sino lo esencial. Lo demás corre por cuenta de cada uno. ¿Qué hacía Perón? Mostraba los principios, decía “ésto es la ideología, y la acción es la aplicación”.
La axiología es la aplicación de los principios a situaciones particulares de la vida cotidiana: ahí es donde se aprehende. Es experiencial, sí, pero hay algo previo que no es experiencial solamente, no es meramente empírico -como pensaría Dewey o los empiristas de su mismo molde- aunque cuando lo sea en parte, sino dialógico.
La cultura es esencialmente dialógica. Y el saber, fundamentalmente, tiene dos fuentes: una, como dice Perón, consiste en que “todo saber proviene de Dios”, y la otra es la comunidad, porque todo saber se desarrolla en el marco de la comunidad, en el marco del diálogo. ¿Cómo se obtendría la verdad, si no?
La verdad, que proviene de Dios y del diálogo con los semejantes y aún con la naturaleza, está presente en la impresión, en la percepción, en la aprehensión, pero está ausente del conocimiento. Desde este punto de vista, la unidad del continente constituye una aprehensión inmediata que tenemos todos los que habitamos en él: es así; nadie está en contra, por ejemplo. Por razones distintas, incluso algunas deschavetadas. Pero ésto es carne; es, para decirlo en una palabra.
El ser y el saber
Este ser continental se halla por encima de las presiones cada vez más fuertes que trae la globalización desde fuera, o que vienen incluso de adentro. Es más que todo eso, porque antes de que existieran las presiones ya existía este ser. Aún cuando la crisis permanente, que parece ser el distintivo de la globalización, nos hace sufrir presiones de todo tipo (millares de trabajadores se suman todos los días al universo de los desocupados; la población sufre cotidianamente asaltos, violencia y delitos desde arriba y desde abajo; los gobiernos han dejado a los pueblos sin protección alguna y librados a su propia suerte; toda clase de mafias se apoderan de las riendas que van dejando caer los estados, etc., etc.), todo eso es
posterior. Decir lo contrario es suponer que la causa eficiente de estas calamidades es externa y que no hay ninguna causa interna. Y no es así: hay una causa interna, fundamental, y hay causas externas concurrentes, concausas, que por cierto aceleran o desaceleran estos procesos internos profundos. Si no, valdría lo mismo suponer que la historia argentina la hicieron los británicos. No es cierto: la historia argentina la hicieron los argentinos; recién en segundo término están las influencias: los británicos, los franceses, los checoslovacos o cualquiera. Son concausas, pero el motor principal de los hechos está entre nosotros, es lo que quienes se supone que gobiernan piensan, dicen, hacen y, sobre todo, no hacen.
La Biblia habla de unos “tiempos llegados a su sazón”. Yo creo que ésta es una época de esas, que unos tiempos llegan a su sazón, a su madurez, digamos. Hay toda una serie de causas internas y también dentro de cada persona hay una discusión solapada, que hacen que la procesión corra por dentro. Pero ninguna de ésas ni ninguna de éstas son motivadas por el conocimiento, sino por el saber que está debajo. O a veces adelante. Aún en aquéllos que sólo piensan en el conocer, que son una especie de turistas de la sabiduría que sacan fotos de la lechuza y dicen “éste es el búho de Atenea”, sin saber que no se trata de la Sabiduría sino de un búho cualquiera. Es lo que se les escapa a estas gentes porque, en vez de ver al búho esencial, ven un ave de hábitos nocturnos que tiene determinada clasificación en el orden zoológico. O, lo que sería lo mismo al revés, dicen que el grifo no existe. Entonces todo lo que llegan a hacer estos “sabios ignorantes” son especulaciones de ciegos.
El de Atenea, por otra parte, no era ningún búho sino el símbolo del saber. En determinados órdenes del saber son todos símbolos que tienen una determinada naturaleza y que conforman un lenguaje. Prácticamente en todas las culturas existe la lectura de los signos. Pero ¿cómo es la lectura del signo y del sigilum, o sea del signo y del sello? Esa, que es en realidad la materia de la filosofía, hoy está ausente en ella. Tanto la metafísica como la teología, entre otras disciplinas afines, serían su ámbito verdadero si la filosofía no hubiera sido contaminada por el método de las llamadas ciencias positivas. No está mal que tales ciencias existan y está bien que desarrollen sus búsquedas al nivel de la realidad en que actúan; incluso es bueno que haya una cosa llamada conocimiento. Pero la pretensión de que desde esos niveles se puede abarcar el todo es lo que ha venido destruyendo la plenitud del saber humano, que no se agota en ellos. Porque el problema de la modernidad es su idea de que la parte es superior al todo. Es esta idea la que critica el Padre Castellani en Freud: “No es que ésto sea falso -dice-; lo que es falso es que ésto sea lo único y el determinante absoluto de todo. Esto es relativamente cierto en su lugar, en su momento, en su situación y en algunos casos”.
Toda la concepción burguesa, o moderna, consiste en procurar que la parte sea superior al todo. Es la misma pretensión que muestran siempre las herejías. Dos rasgos que comparte la burguesía con la herejía son el dualismo y la idea de que la parte supera al todo, o que lo particular es superior a lo general, una cosa que es absurda por sí misma. Por ésto el conocimiento, que es parcial y no puede no serlo porque es especializado y en detalle, reemplaza al saber. Pascal, que sabía en los términos que planteaba la ciencia positiva, puesto que era matemático, también tenía el don profético y dice algunas cosas muy buenas sobre esta cuestión. En su Discurso sobre el Atomo, por ejemplo, desarrolla toda una declaración contra Descartes. Creer en Descartes -viene a decir ahí- es lo mismo que no creer en nada.
Comunidad e instituciones
Si prefiriéramos hablar de devolución ecosistémica en términos de continentalismo, las cosas que nos tienen que devolver son la unidad y la integridad. No podría ser de otra forma, ya que pensar la devolución en la Argentina solamente es tan absurdo como decir “seamos sanos del hígado”, aunque tengamos enfermos el estómago, el duodeno, el intestino y la cabeza. Ser sano significa una integralidad en el equilibrio, por lo tanto devolución no es devolución en Argentina sino en América, como el Jubileo no es el Jubileo en Italia sino en el mundo, aunque monseñor Laguna diga que es en Roma porque todos los fariseos hacen siempre lo mismo.
Pero no hay que olvidar que en estas cosas siempre existe el problema institucional, íntimamente ligado para el hombre al espacio y al tiempo, mal vistos por la modernidad, que los ha reducido a velocidad y a presencia mediante velocidad (comunicaciones y transporte). La filosofía anglosajona dice: “los problemas no se resuelven, se eliminan”, y entonces ellos creen que ese es el remedio al problema, pero se equivocan.
La comunidad es, en primer lugar, un producto de la habitación. La relación intercomunidades, que debería ser la creación de un estado, está en reciprocidad directa con la distancia. Hay que cubrirla con la conciencia que de esa distancia y de ese tiempo se tiene. En la medida que avanzan en tamaño las unidades políticas, cuanto más grandes son, más atención hay que prestar a las pequeñas unidades. Es una relación de compensación en cualquier tipo de estructura política. De nuevo Roma: cuanto más espacio abarcaba, más valor concedía a los municipios. De lo contrario, las grandes unidades se convierten en aparatos sin compensación. Lo que les pasó a todos los grandes imperios orientales, y aún a la URSS, fue precisamente eso: carecían de compensación. ¿Por qué Roma duró más? Porque estaba mejor compensada como estructura. Y aún desaparecida Roma como Imperio de Occidente, sobrevivió con continuidad: no hubo emperador durante 300 años y cuando apareció Carlomagno y dijo “El Imperio soy yo”, todos dijeron “¡Qué bien, de nuevo tenemos emperador!”. ¿Cómo pudo suceder? ¿Era una fantasía? No, simplemente estaba en la realidad, en los hechos, en la gente, porque todo lo demás, aún con cambios, había continuado. Quiero decir que el Imperio Romano había consolidado, con márgenes, determinado equilibrio. Se trata del mismo secreto que el de la supervivencia del quechua y de las comunidades de la sierra en Perú, en Bolivia y en Ecuador. Hay quienes lo atribuyen a los conquistadores, otros a terceras causas, pero la única verdad concreta es que para los herederos de los incas la comunidad, que era la base sobre la cual el edificio del Imperio estaba asentado, sigue existiendo en el Cuzco después de 500 años sin emperador. En Santa Victoria, ya en tierra argentina, también subsiste una comunidad indígena quechua que sigue funcionando igual a como era entonces. Las que se mestizaron se mezclaron, también en esa misma área, pero dieron origen a los actuales municipios. ¿Por qué en la Pampa Húmeda hubo que crearlo todo casi ex nihilo y sin capital alguno? Porque en ella no había nada.
La organización de la comunidad está ligada directamente a la naturaleza de qué estado y gobierno, de qué administración es posible en el marco de la unidad continental, y aún en el de la Argentina solamente. Porque si decimos “democracia social, orgánica y directa” decimos comunidad o, mejor dicho, pequeña comunidad. Donde aparece la comunidad mayor no puede haber ya democracia directa, ni ésta puede ser orgánica y por tanto tampoco es social sino “de aparato”. La democracia social, orgánica y directa contempla su apoyatura en miles de puntos, que son los espacios de participación y autogobierno de la pequeña comunidad. Y esta forma está inserta en la tradición misma, política y administrativa, de toda América (Iberoamérica y Lusoamérica). En el Brasil se ha dado mucho más por las distancias de su enorme territorio, en épocas en las que no se podían cubrir esas distancias en menos de seis meses y hasta de un año.
Aunque hoy la comunicación y el transporte se desenvuelven en lapsos mucho más cortos, no constituyen la causal primera, ya que ésta es, como dije, la organización política, la ocupación del territorio y su ensanchamiento a partir del cuidado y explotación verdaderos del ecosistema natural. Ésto significa el “henchir la tierra” bíblico, que no es otra cosa que el ocuparlo, explotarlo y cuidarlo; poder vivir de él tanto esta generación como las futuras. Es lo opuesto a lo que ocurre con el modo de explotación anglosajona, donde una generación se beneficia hasta la opulencia con la exuberancia que presentan los ecosistemas naturales y deja a las generaciones siguientes un desierto: ocurrió en nuestro país con las compañías inglesas que durante la primera mitad del siglo XX despojaron los fecundos bosques y selvas chaco-santiagueños y cuando se les acabó la materia prima volvieron a Londres, dejando aquí familias enteras en la absoluta miseria, pueblos fantasmas, tierras áridas y las provincias más pobres de la Argentina. También pasó y pasa aún lo mismo en el Brasil con las compañías norteamericanas, de modo que estamos profundamente hermanados por las heridas que nos ha dejado este drama, y no sólo por el Mercosur.
Una mayor participación hace necesaria una mayor concentración
Pero no hay ninguna construcción política a construir con bases más o menos firmes que no esté a la vez compensada, en primer lugar, y apoyada después sobre una gran dispersión, a partir de una coherente unidad superior. Se trata de un proceso en paralelo: una mayor concentración requiere una mayor participación. De no ser así pierde el equilibrio y se convierte en una dictadura o en una tiranía. Para que ésto no ocurra debe haber una alta concentración de pocas cosas que hacen a la supervivencia de la comunidad global u una alta dispersión que hace a la supervivencia y participación de las comunidades locales. Y éste es el equilibrio.
Hablar del equilibrio como ausencia de jerarquías es hablar en falso. No es posible vivir sin jerarquía, y hasta los que plantean vivir sin ella dependen de alguna jerarquía oculta, sea una logia, el directorio de una empresa, el comando de un ejército o tal vez un servicio de inteligencia, pues hay en nuestros días toda una fauna de las sombras que, como la escolopendra, no suele actuar a la vista ni admite “participación” alguna. Cuando dicen o mandan decir “no tiene que haber nada” es para poder manejar todo ellos. Nosotros decimos que sí tiene que haber jererquías, de carácter público o privado pero no secreto y con atribuciones, funciones, obligaciones y también derechos para todos.
No creo en los “modelos”…
Otra de las cuestiones que circulan como una moda es la constante referencia a los “modelos”, a la construcción de modelos, a los nuevos o viejos modelos, etc. Yo no creo en los modelos porque eso que llaman “modelo” no es modelo de nada y generalmente se formula para hacer otra cosa. Hay una especie de “constructores locos” que diseñan el modelo de una casa y terminan construyendo un barco.
La idea de “modelo” es una clara idea contracultural porque contiene un designio de homogeneidad en la división. Los modelos son necesarios, precisamente, por la división imprescindible para la homogeneidad. Como tales, forman parte importante del abanico de sistemas ideológicos. Son los “deber ser” del cómo organizar en la práctica una ideología cualesquiera y hay, por tanto, modelos de estado, modelos económicos, sociales, de conducta personal, etc. Es un reparto de moldes y cada sistema ideológico o interés particular tiene los suyos.
Y por ésto yo no creo en los modelos. Creo más bien que hay pautas culturales dentro de un ámbito de variabilidad más o menos grande, en cuyo seno se pueden nombrar algunas cosas que son posibles. Un razonamiento racional en determinadas condiciones, que no es una “pre-determinación”, sino el sometimiento a una discusión, una decisión y a la conciencia que se tenga de la propia cultura. No se trata siquiera de un plan de obra, sino más bien del sentido, de una flecha de sentido que une el punto donde uno está y la meta, y cuál es el curso de esa flecha. Puede tratarse de varios cursos, de acuerdo a la dirección del viento, a la intensidad, a la altura de la meta, a la posición del arquero, a los obstáculos que encuentre; en suma, una cantidad de variables. Entre el punto de origen y el punto de llegada puede haber uno, tres o diez caminos, pero sólo esos y no otros. Lo que se plantea es la meta. Y la meta no la puedo plantear yo, porque eso sería nuevamente un modelo, utópico o ucrónico, es lo mismo. Lo que sí se puede hacer es reunir ciertas condiciones que, según el análisis desde hoy, debería tener esa meta para llenar a satisfacción las necesidades fundamentales de nuestra propia cultura y de la vida de toda nuestra gente, sin distinción; de la vida económica, política, social, personal y familiar, y comunitaria. Pueden ser esas u otras, puesto que de última la meta es el bien común, en estas condiciones históricas reales, no en otras cualesquiera y hablando en abstracto.
… porque el problema reside en el sentido
Yo pienso que el problema último de la meta que se nos plantea reside en el sentido. Por un lado recuperar la idea de sentido y la existencia de un sentido en la vida. Los hombres han perdido esa idea y ni sus vidas ni ninguna cosa tienen sentido para ellos. No se orientan según una flecha sino que imitan el movimiento de una peonza, de un trompo: giran absurdamente sobre sí mismos, efectúan movimientos de traslación sin dejar de girar de esa manera, no tienen la menor idea de dónde están parados ni de que haya un curso o de que pueda haberlo en algún momento, y ni siquiera de que haya meta. Las metas que se han trazado son de orden estrictamente material: cómo juntar mucha plata, tener pileta, coche último modelo o movicón, figurar en la televisión y necedades por el estilo. Hasta una frívola como madame Du Barry, la amante de Luís XIV, se podría histérica frente a esta ausencia de metas de otro orden, que ella sí tenía. Se vive, hoy, en la divagación que llena el vacío provocado por la ausencia de sentido. En rigor esa divagación, así vista desde un ángulo, desde otro ángulo es una conducta constante, perniciosa y criminal de quienes han perdido el sentido de sus vidas y se mueven como veletas, aún sin viento.
La recuperación del sentido significa también la curación, puesto que la ausencia de sentido es una enfermedad. No una enfermedad psicológica o psicógena, sino una grave enfermedad del espíritu. Los hombres no pueden negar durante 500 años y todos los días la existencia del espíritu sin que el espíritu deje de existir en ellos. Si bien el espíritu sopla donde quiere, también hay que sentirlo. Y no todos lo sienten. Los negadores del espíritu han devenido en enfermos. ¿De qué? Como disponen del don de la inteligencia, de soberbia del conocimiento. El que sabe está libre de esta enfermedad; en cambio, aquél que ha apostado al mero conocimiento está expuesto al daño, porque está expuesto a creer que la parte es superior al todo, que es la soberbia fundamental, denominada “soberbia de la inteligencia”. Paradójicamente, como en el pecado está el castigo, la soberbia de la inteligencia no tarda en convertirse en falta absoluta de inteligencia, en burrada. Y su portador termina convirtiéndose en lo que menos hubiera esperado: en animal domesticado que cumple una función: arar, llevar una carga, y nada más, a cambio de comer el pienso que le dan, mientras le dan. Pues bien, ésta es la enfermedad de nuestra época: neurosis noógena, como la denominó Viktor Frankl, quien la definió claramente y además la determinó clínicamente en su etiología, en el comportamiento del paciente y también en su terapéutica. Frankl hizo ésto a través de muchísimos casos individuales, la enfermedad ya no es desconocida y actualmente se ha convertido en una pandemia. Tal es el resultado contracultural de la modernidad, pero a la vez lo que la alimenta: se trata de un circuito retroalimentado.
El papel de la soberbia
Cuando el hombre cree que es el dueño de la historia, que puede conocer todo, que llevando todo al punto cero soluciona todos los problemas ¿qué otro nombre puede tener tal conducta que soberbia? Pero esa actitud es la que, por un lado, cierra la posibilidad de saber. En segundo término, retroalimenta el conjunto del error y lo refuerza. Por último, peca contra el espíritu. Los tres resultados se dan tanto en el plano personal como en el histórico. Pero hay un plano trascendente en el cual ésto es mucho más grave aún, porque según Jesús ése es el único pecado que no tiene remisión ni en ésta ni en la otra vida. Son sus palabras en el Evangelio, así que para tales individuos no hay ni Purgatorio. El problema histórico fundamental no es otro que éste, y todo lo demás es su consecuencia.
Por eso creo que el desarrollo contracultural es el motor fundamental de la crisis, y también de que se haya llegado al punto crítico.
En este sentido es de capital importancia el análisis de la etiología de la cultura, esto es del comportamiento y de sus resultados, y de cómo estos resultados retrovierten sobre la misma cultura. Cómo los sistemas de comunicación, por ejemplo, según los han diseñado, sirven para la retroalimentación de la crisis, porque son los rulos que se han inventado para reforzar la existencia del mensaje y que llegue, y el mensaje no sólo llega sino que retrovierte sobre la misma línea de mensaje y lo refuerza, lo hace más rígidamente lo que es: el daño. Este proceso es circular y no tiene resolución dentro de sus límites; la única solución consiste en cortar su ciclo, objetivamente no vital sino de carácter mortal.
Como éstos sistemas producen exclusión como resultado, resulta ser que la exclusión del sistema lo es respecto de éste mismo, de lo que es como su naturaleza profunda. Me animaría a decir que eso es a favor nuestro, no en contra. ¿Por qué? Porque hoy todos hablan de “la exclusión”, y toda exclusión es
irritante, pero cuando es exclusión de algo. Cuando la exclusión es la exclusión de la nada, lo que queda excluido es el algo. Por tanto hay que construir con ese algo. ¿Y la nada? La nada se consume a sí misma.
De ésto se desprende una sana conclusión: todos aquéllos cuya lucha consiste en integrarse al sistema son enemigos del género humano. Lo son por participar en la negación de los demás. Integrarse al sistema no es el combate que hay que dar, es más bien necedad y desatino y, peor aún, es verdaderamente criminal. Y lo es porque tiene prolongadas consecuencias ahora para los individuos, las familias y la comunidad. ¿Por qué digo ésto? Porque ellos detienen el tiempo de los demás. Su proceso de incorporación a este régimen es un proceso que deja a los demás afuera, pero los deja confundidos.
El peronismo es un clarísimo ejemplo de esta dinámica: ¿Por qué está Menem? ¿Qué tiene que ver Menem con el peronismo? Absolutamente nada. ¿Cómo es, entonces? Es por esta cuestión, porque el conjunto de la dirigencia, que creyó que manejaba una racionalidad superior a la del pueblo, pensó que dirigía inspirada por esta razón superior y eligió un camino que era el peor de los caminos. No sólo lo aceptó, lo asumió y lo afirma -porque es la afirmación de sí mismos de sus integrantes en el dinero y en el poder, y en nada más que eso-, sino que se reafirma en lo mismo día tras días, mes tras mes, año tras año, y así se revuelve en su chiquero, reforzando idéntico discurso dentro de un círculo cada vez más pequeño, pero que retroalimenta la misma crisis y excluye cada vez más. Partiendo de esta dinámica, todo intento de inclusión es una trampa -si el intento fuera aún posible- porque en el camino crea falsas esperanzas en algunos. Digo “algunos” porque para la mayoría del resto sano del pueblo argentino la ilusión terminó y ya está en otro lado. No necesariamente ese resto sano tiene que ser la mitad más uno de los 40 millones que somos; me refiero sencillamente a los que cuentan. Y ésto porque, contra la mitología del número, el espíritu no se mide en cantidad y su “peso” depende de la calidad.
Propios y extraños han aplicado constantemente al peronismo aquélla mitología numeral que Perón no profesaba. Perón sabía que sus fuerzas no eran más la “mitad más uno”, pero que constituían la parte más importante, más conciente, más vital y activa, y por tanto mejor del pueblo argentino. Eso fue suficiente. Por algo reformó las circunscripciones en forma de “chorizos” y tirabuzones” para poder ganar en la Capital a sabiendas de que si no, no ganaba. Consideró necesaria esa “trampa” desde el punto de vista político, pero sabiendo también que “su mayoría” era verdadera no por su número, sino por su peso real. El peso real puede ser ocasionalmente el peso físico, pero es siempre el peso de la verdad, que es otro peso y se mide con otra balanza, en cuyo orden un mortal puede pesar tanto como diez millones si está munido de la verdad y los otros viven en el error.
Los que están del otro lado
De modo que quienes, por ambición, porque no saben hacer otra cosa o por mera imbecilidad, entran en la variante, creen en última instancia que su incorporación al régimen es la razón y lo que está fuera no lo es. Porque ¿quiénes están del otro lado? Los incultos, los pobres, los excluídos, los prisioneros, los enfermos… ¿Seremos nosotros capaces de bancar eso en la medida de cinco panes y dos peces? Porque nada de lo demás es mío. Hasta ahí es lo único que puedo. Quiero decir: puede cualquiera. Acercarse a esta visión de las cosas puede contribuir a que algunos comprendan; lo otro es seguro que no. Porque no es que ésto sea bueno, sino que aquéllo es malo con toda seguridad. Y éste es el juicio que explica por qué todo intento de “integración” es criminal, sobre todo si es público. Alvéolos de integración personal siempre hay que, no siendo públicos y no conllevando una política, se justifican en que “de algo hay que vivir”: no se puede estar en contra de eso. Yo me refiero a la integración que constituye políticas, líneas políticas, sociales y culturales.